Rock bands! Pero con un puntito sobrenatural inspirado en la película "El Cuervo" de 1994.
Avisos: ¡Leedlos! Aunque, para no asustar, aclararé que la historia en general no es TAN oscura como este primer capítulo y que habrá mucho, mucho, Enjoltaire.
Y como es un fic musical, iré poniendo un poquito de banda sonora. La canción que aparece al principio es "The begining is the end is the beginning" de The Smashing Pumpkins (la version lenta).
Como siempre, mil gracias a Soifweonlyliveonce por el beteo.
El cuervo aparece en muchas leyendas de diferentes lugares y épocas.
Una de las más antiguas cuenta que fue blanco como la nieve, y que, para castigarlo por embustero, el dios Apolo volvió su plumaje negro. El cuervo es portador de oscuros augurios, un pájaro de mal agüero. Cría cuervos…, reza un dicho viejo. El cuervo es traicionero, ladrón, carroñero, pero en ciertas historias es un espíritu guardián, un vigilante silencioso y atento.
Y otras cuentan que es un mensajero.
Dicen que el cuervo transporta al más allá las almas de los muertos, pero no todas las almas se van dócilmente. A veces, una vida es arrancada tan violentamente que el alma no puede descansar. Y a veces, solo a veces, el cuervo la trae de vuelta para enmendar el mal.
GLORIOUS
Las noches de tormenta ponían de mal humor al inspector Javert. Pocas cosas eran peores en su profesión, y no porque fuera una putada que lo sacaran de la cama en una noche de perros, ni por tener que soportar las caras largas de otra gente cabreada y calada hasta los huesos. Por lo menos el mal tiempo disuadía a los mirones, y aquella noche no había demasiados rodeando el cordón policial y sacando fotos.
Un agente lo saludó y levantó la cinta amarilla para que pasara. Las luces rojas y azules lamían la acera encharcada cuando Javert la cruzó en dirección a la escena. En el centro del área acordonada había un bulto cubierto con una manta térmica. La brillante superficie reflejaba las luces parpadeantes como un espejo deformado.
―Bueno, ¿qué tenemos? ―preguntó secamente.
―La portada de mañana, me temo ―lo informó el forense que estaba junto al cuerpo―. Espero que te hayas puesto guapo para la prensa, inspector, porque de aquí a nada esto va a ser un infierno.
―Justo cuando piensas que la noche no puede mejorar... ―gruñó Javert―. ¿Quién es nuestro hombre pájaro?
―Pues uno bastante ruidoso, aunque supongo que ya no ―El forense frunció el ceño―. A mí no me va mucho la música de ahora, pero es bastante famoso. Su cara te sonará…
―¿Todavía tiene? ―preguntó Javert.
Su interlocutor asintió de forma lúgubre.
―Los suicidas saltan de cabeza para no fallar ―comentó mientras levantaba un extremo de la manta―. Pero desde esa altura, ¿para qué molestarse?
En efecto, Javert reconoció a la víctima. Pero, a diferencia del forense, él no estaba tan seguro de que hubiera saltado. Por eso estaba allí; por si acaso.
―La científica ya está arriba ―le explicó el forense mientras volvía a cubrir el cuerpo―. Parece que la puerta no estaba forzada y que no hay signos de violencia.
Ni nota de suicidio, supo Javert por alguna razón, llámese intuición, olfato o instinto. Levantó la vista hacia el edificio y divisó la ventana desde la que se había precipitado la víctima. El viento había arrastrado hacia fuera las cortinas, que danzaban bajo la lluvia como fantasmas inquietos. Mucho más cerca del suelo, en la cornisa del primer piso, había otro mirón muy atento.
―Ah, nuestro único testigo ―comentó el forense al notar que había visto al cuervo―. Algunos hablan, a lo mejor puedes interrogarlo. Aunque para mí que lo que quiere es robar algo brillante. Son unos ladronzuelos de cuidado.
Javert no entendía su negro sentido del humor. Puede que viniera con la profesión, pero él era policía y las noches como aquella lo ponían de mal humor. Miró hacia donde señalaba el forense y vio que una agente de la científica estaba fotografiando algo que había en el suelo. Se trataba de un reloj de aspecto caro. El golpe lo había destrozado, y las agujas estaban paradas a las cinco en punto aunque el incidente se había producido a las once de la noche. El primer aviso había llegado a las once y cinco, y ya era casi medianoche. No parecía haber nada más a la vista, y si seguía lloviendo así, poco encontrarían. Las noches de tormenta eran una putada, volvió a decirse mientras entraba en el edificio.
Lo hizo bajo la atenta mirada del cuervo, que poco después agitó las alas para sacudirse la lluvia y levantó el vuelo.
Capítulo 1
Aquella madrugada, la lluvia caía en torrente sobre las largas avenidas de Manhattan. Los edificios se elevaban hacia un cielo surcado de rayos como brillantes cicatrices, y cuando los truenos retumbaban, lo hacían rebotando en las paredes de los rascacielos y golpeando las ventanas como puños gigantescos.
Send a heartbeat to
the void that cries through you…
¡BUMMMM!
…relive the pictures that have come to pass
Uno de aquellos truenos despertó a Grantaire, que se vio arrancado de la dulce inconsciencia y devuelto a rastras al mundo de los vivos. Abrió los ojos hinchados y enrojecidos y vio frente a él la ciudad bajo la tormenta.
For now we stand alone
The world is lost and blown…
A través de la ventana que ocupaba toda una pared pudo ver que aún era de noche, o quizá fuera de noche otra vez. Quizá hubiera pasado más de un día y allí seguía él, delirando sudoroso en la cama que compartía con fantasmas y demonios, en un piso de treinta millones donde convivía con sus pesadillas. Había apagado el teléfono y hacía semanas que no salía. Para entrar tendrían que tirar la puerta abajo, y solo entonces podrían llevarse su cadáver.
Sería material de primera para las portadas, combustible para alimentar la pira morbosa de la trágica historia.
Is it bright where you are?
Have the people changed?
Does it make you happy?
You're so strange…
La música se oía a un volumen ensordecedor. Llenaba toda la casa y le embotaba la cabeza, pero nada conseguía que dejara de oír su voz dorada dentro de ella. Quería olvidarla como fuera, pero ese día había estado en todas partes: en la radio, en la calle, en internet, en todos los putos canales… Los periódicos también lo recordaban, y en la televisión llegó a ver la imagen de archivo de la camilla que metieron en la ambulancia antes de estrellar una silla contra la pantalla.
Su frustración y su ira habían causado estragos por toda la casa. Se había ensañado con los muebles y hasta con las paredes, y a lo largo de los meses se había fracturado seis dedos y una muñeca por golpearlas con los puños desnudos. Aquello no lo cubriría el seguro si todavía lo tuviera. Sus manos habían valido literalmente una fortuna, aunque asegurárselas fue más bien una extravagancia pensada para dar que hablar. Le dijeron que volvería a tocar la guitarra si se tomaba en serio la rehabilitación, pero pasó. Hacía mucho que había hecho pedazos su última guitarra; la estrelló dieciséis veces contra una ventana sin conseguir romperla porque aquellos putos cristales estaban hechos a prueba de balas, pero para saltar solo tenía que salir a la terraza.
Pensaba en ello a todas horas. Constantemente. Pero no quería hacerle aquello y además sentía que no tenía derecho. Ese sería el camino fácil y él se merecía seguir viviendo. Y recordar, cada día y cada noche y cada minuto de su miserable existencia, que fueron su egoísmo y su ceguera los causantes de aquel desastroso desenlace.
Sucedió hacía justo un año, a las cinco de la madrugada de un seis de junio, aunque pasaron horas hasta que se hizo público. La noticia había conmocionado a medio mundo.
Y hubo flores en los auditorios; flores en aquel cafetucho de París donde empezaron siendo unos críos; flores bloqueando la acera frente al edificio del Barrio Latino donde había sucedido. Hubo flores y velas, y hoy, en el primer aniversario de la tragedia, las flores volvían a brotar en las aceras; de todos los colores pero sobre todo rojas. Rosas rojas marchitándose bajo la lluvia que había apagado las velas.
Grantaire quería salir a recogerlas. Quería ponerlas a salvo para que él pudiera olerlas, pero sabía que no podía; que ya no olería ni sentiría ni cantaría nada nunca más porque habían enterrado su cuerpo. Sus ojos azules, su cabello dorado, toda la preciosa piel que había recorrido con sus manos y venerado con su boca, sediento de la boca de él, de aquellos labios que se fruncían con desdén y que besaban con furia, que lo destrozaban con cada palabra y que gemían con desespero cuando follaban, llamándolo por su nombre con su voz dorada…
¡Basta!
Gritó contra la almohada. Gritó para dejar de oírle en su cabeza y porque el dolor nunca cesaba; mordía, devoraba, se abría camino a dentelladas y no pararía hasta que no quedase nada. Se levantó para huir de él, cayendo de rodillas junto a la cama, y el dolor lo persiguió mientras se tambaleaba descalzo por la casa, tropezando con las botellas vacías en su camino hasta la terraza. Abrió la puerta de un tirón y salió fuera, y entonces la tormenta entró. La lluvia, los truenos y el silbido del viento, el ruido del tráfico y el aullido de las sirenas… todo pareció concentrarse y estallar a su alrededor.
Y Grantaire recordó… Recordó. Era imposible olvidar la sensación.
Siempre empezaba como una tormenta.
Los minutos previos hacían que su corazón latiera con fuerza, y le temblaban las manos sin importar cuantas veces hubiera estado frente a aquella puerta dibujada a fuego contra el infierno que había fuera. Sentía el aire cargarse de electricidad, el mismo aire que apenas lograba respirar mientras oía, como en un sueño, que era su nombre el que clamaban al unísono decenas de miles de gargantas.
¡R! ¡R!
Entonces abrían la puerta y cientos de vatios de luz irrumpían por ella, recortando en negro su silueta. El mundo adquiría la tonalidad de una fotografía quemada y tenía que caminar a ciegas hacia el rugido que crecía, crecía y crecía.
¡R! ¡R! ¡R!
Y era R quien estaba allí de pie, al borde del océano de brazos y cabezas. Era él, y no Grantaire, quien se colocaba con el subidón de adrenalina cuando la tormenta rugía. R había nacido para aquello; había escalado hasta la cima e iba a disfrutar de cada jodido segundo del rodeo mientras el mundo estuviera de rodillas. Aquello te la ponía dura. Joder si lo hacía.
Los aplausos sonaban como la lluvia al caer.
Y los silbidos, los flashes, los aullidos, las cosas sucias que le gritaban desde las primeras filas… Todo aquello podía apagarlo si quería. Un acorde, una palabra, y la tormenta enmudecía.
Cuanto más alto subes, dicen, más larga es la caída.
Ochenta y tres pisos serían suficientes, pensó mientras trepaba a la barandilla y alzaba las manos hasta el techo para quedar en precario equilibrio.
And in your darkest hour
I hold secrets flame…
Contempló desde allí la ciudad extendida ante él, y después bajó la vista hacia la caída vertical que se abría bajo sus pies…
we can watch the world devoured in its pain
…y supo que iba a hacerlo de una vez. Nada de pastillas ni de sobredosis de mierda; nada de abrirse las venas y dormirse en la bañera; nada de volarse la puta cabeza. Cogería un atajo hasta la acera de Park Avenue, donde más flores se amontonaban, y teñiría de rojo las que no lo fueran.
Se le escapó una risa jadeante, desquiciada, mientras la lluvia y las lágrimas le corrían por la cara.
Perdóname por hacer esto, sollozó para sus adentros. Sé que te lo prometí, pero… Fue su último pensamiento antes de soltarse y dejar que la gravedad hiciera el resto…
Y no supo cómo acabó en el suelo; no destrozado en la avenida sino en la tarima de madera del balcón, dolorido por el golpe y jadeando de terror. Había notado un tirón y juraría que algo… que alguien… lo había cogido de la mano…
Pero estaba muy borracho y hasta el culo de pastillas. Habría sido el viento. Soplaba con fuerza allí arriba.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, tirado bajo la lluvia entre sollozos que le estremecían todo el cuerpo, llorando patéticamente como un niño pequeño. Solo encontró fuerzas para levantarse cuando pensó que quería un trago, y entonces se arrastró de vuelta al interior del piso, donde la música seguía atronando. Apagó el equipo y el silencio se hizo, dejando sitio para la tormenta y para el zumbido en sus oídos. Encontró una botella que no estaba vacía ni hecha añicos y se la llevó a los labios, aunque ya estaba casi todo lo borracho que podía estar sin perder el sentido. Encendió un pitillo y se lo fumó sentado en el suelo, con las rodillas dobladas contra el pecho y el rostro oculto entre sus brazos tatuados… y entonces el cigarrillo desapareció de su mano. Cuando alzó la vista…
…vio que él se lo llevaba a los labios.
Grantaire lo contempló hechizado mientras dos lágrimas le caían mejillas abajo. Siempre se sentía pequeño cuando él lo miraba desde arriba, glorioso en su corona de rizos dorados.
―He saltado ―comprendió―. En realidad no estoy aquí, sino allí abajo hecho pedazos.
Él se agachó para quedar a su altura y depositó el pitillo dentro de la botella, donde se apagó. Sus dedos eran esbeltos y delicados en contraste con las manos de Grantaire, callosas por las cuerdas de la guitarra y llenas de cortes y arañazos. La derecha presentaba aquella fea cicatriz en la palma y en el dorso para recordarle que fue real; que no lo había soñado.
―No estás aquí ―insistió―. No puedes estarlo…
―¿No me ves, Grantaire? ―dijo él, si es que no estaba delirando―. ¿Qué más necesitas para creer?
Pero, aunque la vista pudiera engañarlo, aunque aquellos no fueran sus ojos ni su rostro ni sus labios, solo una voz hacía latir su corazón de esa forma, y eso no lo estaba imaginando.
―Rayo de sol… ―musitó.
Se odió por haberlo dicho en voz alta, pero él sonrió. Fue como si amaneciera en aquella habitación, como el primer beso del sol sobre la piel helada. Grantaire no pudo soportarlo; sollozó y ocultó el rostro entre sus manos.
―¡Dios! ―gimió―. Perdóname, sé que no querías ver esto, pero es que ya no puedo más… No puedo…
No podía respirar. Le dolía el pecho.
―Ya sé que no lo crees, pero pasará ―lo oyó decir con pesar―. Lo peor ha pasado ya.
―Yo nunca te haría eso…
―Lo sé. Te creo.
―…pero no estás. No estás aquí. Te echo de menos.
Él lo siguió mirando en silencio. Sus silencios siempre estaban llenos de significado, y cuando inclinaba la frente pensativo y callado tenía el aire solemne de los héroes trágicos. Grantaire nunca supo qué pensaba ni llegó a entenderle realmente. Él era brillante en todos los sentidos. No tenía motivos para enamorarse de alguien tan inferior a él.
―Te dije que te haría daño ―recordó Grantaire―. Te pedí que no me lo permitieras, pero tú… tú no me escuchaste. Eso también te lo dije: que nadie escucha a nadie.
No debería hablar con él. Sabía que no era real; que solo era un delirio fruto de su mente torturada, pero le daba igual. Por fin se había caído de la cuerda floja, pero aquella mentira era mejor que la pesadilla en la que vivía. Se preguntó cómo de real parecería. Se preguntó qué pasaría si extendiera la mano e intentara tocarle. El teléfono empezó a sonar en alguna parte, pero lo ignoró. Siguió contemplando aquellos ojos azulísimos que lo hacían sentir pequeño y miserable, y entonces recordó…
…que su teléfono estaba apagado.
Lo había desconectado hacía días. No podía estar oyéndolo sonar, pero… tampoco lo estaba viendo a él porque… no era real.
Contuvo el aliento mientras palidecía. Él le devolvió la mirada en silencio, pero sabía ser elocuente sin decir nada.
Quería que contestara.
