Buenas Noches
Quería traerles esta pequeña traducción sobre la que estoy trabajando, la escritora original se llama Robín Schone, de este libro que hace parte de una antología, no hay traducción al español, pero me pareció perfecto para usar y practicar mis aptitudes con la traducción, cuenta de pocos capítulos y los protagonistas en realidad se llaman Abigail Medford y Robert Coally ( el libro en ingles se titula A Lady's Pleasure) sino que me pareció interesante traducirlo usando los personajes de Twilight que tanto quiero, como lo son Bells y Edward. Espero que no les moleste y disfruten de esta lectura tanto como yo.
Si a alguien le interesa leerlo en ingles como ya les mostré se titula A Lady´s Pleasure y la autora original es Robín Schone.
Constara de cuatro capítulos o más, es en realidad una historia corta, pero muy bonita. Espero que la disfruten.
Los personajes de Twilight son propiedad de SM.
Los personajes de A Lady's Pleasure, son propiedad de Robín Schone.
El placer de una Mujer. By Robín Schone Adaptado a los personajes de Twilight
Capitulo 1
Rabia.
Llenaba la tormenta, golpeando y tronando en el cielo nocturno.
Llenaba al extraño de una lujuria ardiente. Por una mujer. Una mujer que supiera más de la vida que sobrevivir un día a la vez. Una mujer amable y apasionada. Una mujer que compartiera con él su alma tanto como su cuerpo. Una mujer que pudiera, tal vez, devolverle su propia alma.
El hombre levanto el rostro hacia el cielo y maldijo a la lluvia helada. Maldijo al viento que se filtraba por cada poro de su cuerpo. Maldijo a la bala africana que había usado su pierna izquierda como practica de tiro al blanco obligándolo a pasar su convalecencia en la fría y ventosa tierra de Inglaterra. Maldijo al caballo que lo había tirado en aquellos parajes olvidados y aislados de Dios.
Pero más que todo maldijo la necesidad que lo había sacado de la tibieza y comodidad de su casa de campo.
Necesidad que un hombre como él, nacido en las calles de Londres, no podía permitirse. Necesidad que, en un hombre como él, atormentado por la muerte, no podía ser saciada.
Un relámpago partió el cielo como un tenedor, el ruido de advertencia de un trueno resonó en la noche.
La tormenta prometía muerte, tan perdida como él, sin caballo y sin refugio. La tormenta prometía vida, un Nuevo amanecer después del dolor y el deseo.
El extraño bajo la cabeza, y vio la luz.
"Mis deseos se excitaron al más alto grado. Represente el placer que ella experimentaría cuando, al llegar al castillo, la desfloraría y me llevaría su virginidad, como un trofeo en mi cabeza…– Querida Laura– dije mientras tomaba una de sus manos y…–"
Explotó.
Una pared sombría de viento y lluvia convirtió la luz de la vela en oscuridad azotando todas las revistas que estaban en segundo lugar en la suma de toda la existencia de Isabella.
Ciega e instintivamente ella busco la revista prohibida que había estado leyendo. A su lado unos dedos frenéticos se cerraron sobre la muestra de literatura erótica volando en el aire. Detrás de ella el crujido de una porcelana rota, delante de ella una silueta oscura, más oscura que la tormenta de fuera llenaba el espacio en donde debía estar la puerta.
Donde había estado momentos antes.
El corazón de Isabella palpitó contra sus costillas mientras hacia la transición mental de la ficticia Laura, quien estaba siendo iniciada en los placeres del sexo, a la solterona de carne y hueso que era ella.
Otra explosión resonó a través de la cabaña de campo mientras la puerta se cerraba de un golpe. La lluvia y el viento azotaban eliminando cualquier luz que la noche pudiera proveer, haciendo a Isabella consiente de la presencia del intruso. Un intruso que, juzgando por su estatura y la anchura de su silueta llenando la entrada, solo podía ser un hombre. Un hombre muy grande.
El deseo persistía a través de su cuerpo dando paso al horror. Se encontraba sola y había olvidado poner el cerrojo a la puerta. Isabella se puso de pie, ambos pies estaban desnudos. Se pregunto donde habría puesto sus zapatos.
– ¿Quién es usted? –
Su voz se escucho ruidosa, demasiado fuerte entre el repentino silencio. Ciertamente no pertenecía a la placida solterona que todos veían en ella. Tampoco pertenecía a la superficial mujer que había pretendido ser un momento antes. El cabello en su nuca se erizo mientras trataba de ver al extraño, era todo lo que la separaba de ser robada o asesinada.
–¿Que quiere? –
Gotas pequeñas de agua la rociaron como si un animal se estuviera sacudiendo para secarse.
– ¿Que cree que quiero? – él bajo y masculino gruñido venia desde cerca de la puerta. – Señora, en caso de que no lo haya notado, hay una tormenta ahí afuera. Quiero refugio.–
La respiración de Isabella abandonó sorpresivamente su pecho ante el tono de censura en la voz del intruso. Su acento revelaba que no era alguien de por ahí, pero se escuchaba educado.
– Soy perfectamente consciente de que está lloviendo, Señor… –
– Coronel Edward Cullen. – dijo la voz de manera cortante.
Unos puntos blancos aparecieron frente a la oscuridad delante de los ojos de Isabella.
– Soy perfectamente consciente de que está lloviendo, Coronel Cullen, pero no es posible que se quede aquí, hay una… – Sintió sus mejillas tibias cuando estuvo a punto de mencionar lo inmencionable – Una pequeña casa cerca de aquí. Ahí encontrara refugio. –
– Señora, estoy empapado, tengo frio y hambre, no voy a desperdiciar la noche buscando, encienda la vela antes de que alguno de nosotros salga herido. –
La orden fue abrupta, imperiosa y ruda. Como si ella fuera un soldado que se rehusaba a cumplir sus deberes.
Una ligera sensación de sorpresa se deslizo sobre ella, seguida de rabia.
Olvidó que el coronel era un intruso, olvidó que las damas como ella, criadas cuidadosamente, se desmayarían o rendirían ante la autoritaria voz masculina. Se olvidó de todo menos del hecho de que no estaba ahí para seguir órdenes. Ahí, en esa casita de campo que había alquilado, lejos de los dictámenes de la sociedad, había querido poder disfrutar de un precioso mes de libertad antes de dejarlo todo. Y cómo se atrevía…
Un ruido sordo, de botas golpeando la madera, rasgó la furia de Isabella. El coronel estaba acortando la oscura distancia que los separaba. El sonido fue seguido por uno como de arrastre, como si se tambaleara.
Los militares eran conocidos por sus hábitos para beber. Rápidamente, Isabella dio un paso atrás. Solo para chocar contra la silla que ella había estado ocupando. La arrastró por el piso.
– Por favor quédese donde esta mientras enciendo la vela – Su voz en la oscuridad era tan aguda como la del coronel – ¿Está herido? –
Un gruñido fue la respuesta que obtuvo. Y luego una llamarada de luz.
Isabella miró al intruso, alias coronel, a través de la mesa llena de rayones y no a través de la habitación, como debía ser.
Su primer pensamiento fue acerca de cuán oscura era su piel, no como la de los caballeros que conocía. Su segundo pensamiento fue sobre cuán ridículamente largas eran sus pestañas. Creaban sombras dentadas sobre sus mejillas mientras miraba hacia el fuego del fósforo que había encendido para la vela.
Entonces fue enteramente visible, iluminado por un círculo de luz.
Gotas de agua caían de su pelo cobrizo como el metal. Su cara era angulosa, limpia de patillas, o bigote, tal como la moda no dictaba. La mano que sostenía el fósforo era tan morena como su rostro, sus dedos eran largos, fuertes y con las puntas cuadradas. Grandes, demasiado grandes para caber dentro de una mujer de otra manera que no fuera uno por uno.
Ese fue su tercer y completamente incongruente pensamiento.
Sacudiendo la mano para apagar el fósforo, súbitamente el coronel se enderezo. Inconscientemente la mirada de Isabella siguió sus movimientos. Con cinco pies y nueve pulgadas de altura, había pocos hombres que la sobrepasaran en estatura pero ella tuvo que llevar su cabeza hacia tras para mirar a ese hombre. Ojos, amarillos como el oro miraron a los suyos.
La casa de campo se redujo al tamaño de un guardarropa. Ella nunca había visto tales ojos. No había nada suave en ellos, aun así eran hermosos, e inflexiblemente masculinos.
Las oscuras pestañas parpadearon, ella podían sentir su Mirada de oro sobre sus labios, su garganta, sus pechos…
Pechos….súbitamente recordó, que no estaban confinados por un corsé o camisola. Sus dedos involuntariamente se cerraron sobre el húmedo papel. Un vistazo apresurado hacia abajo confirmo lo que ya sabía. El coronel no estaba mirando fijamente sus pechos. Estaba mirando a La Perla. Un diario de voluptuosa lectura, el numero del 12. Junio de 1880. Un diario que ella aferraba contra su pecho, con la cubierta hacia fuera.
Rápidamente lanzo el diario tras ella. Simultáneamente el coronel se giró hacia la cama de hierro que estaba apoyada sobre la pared de la derecha. La cubierta estaba doblada en una clara invitación.
La alarma se deslizo por su espalda.
– ¿Que está haciendo? –
Él evito la cama y se dirigió hacia los tres baúles que estaban en el piso. Un torrente de sangre ardiente lleno la cara de Isabella, tan rápidamente como se desvaneció. Por primera vez pensó que podría desmayarse. Siguió al coronel.
– Oiga, espere un minuto... –
Demasiado tarde. Él había abierto el baúl. Para dejar al descubierto una colección de cuero y papel. Libros con títulos inconfundibles: "Aventuras de Cama", "La historia de un Dildo". "Historias de Crepúsculo", o "Las Aventuras Amorosas de Una Compañía de Mujeres antes del Matrimonio". Y más copias de La Perla.
Nadie nunca había visto su colección erótica. La cólera porque ese hombre, ese coronel, la hubiera privado de su retiro y hubiera descubierto su secreto pulsó sobre el miedo y la vergüenza.
– Le pregunte algo, señor, y espero que conteste. ¿Que está haciendo? –
El coronel miro hacia el contenido del baúl por un largo momento antes de levantar la mirada hacia ella. Por un segundo algo ardió en esa mirada de color oro que causo que los pezones de Isabella se endurecieran. Luego los ojos se volvieron fríos y planos, como su voz.
– Estoy buscando una toalla. Y una manta. –
– Bueno, no las va a encontrar ahí – Isabella lanzó el diario dentro del baúl y lo cerró con fuerza.
Lo miro desafiándolo a decir algo sobre la literatura que la dama que supuestamente era no debía poseer.
– Hay una toalla en la bomba de gas que está cerca de la estufa. ¿Para qué quiere una manta? –
Seguramente se había confundido cuando creyó ver la llamarada en sus ojos, eran tan duros como el color del metal que parecían, como el oro.
– Mi ropa esta empapada, ¿señora…? –
– Señorita…– Isabella vaciló, no tenia por que darle su apellido ese coronel, podría arriesgarse a que conociera a alguien de su familia. – Señorita Isabella… –
– Mi ropa esta empapada, señorita Isabella, quiero una manta para poder cubrir mi desnudez cuando me la quite.
Bella lo miró fijamente. Las palabras cubrir y desnudez, ahogaron momentáneamente el sonido de la lluvia y el viento implacable.
– Coronel Cullen – se enderezó hasta alcanzar su máxima estatura. – Le daré refugio de la tormenta pero no le permitiré…
Los ojos de oro eran implacables.
– Señorita Isabella, no hay nada que pueda hacer para detenerme. –
Bella se erizo completamente, lista para pelear o escapar. El sonido de un trueno sacudió la casa. Un aviso de que no tenía a donde huir. Un recordatorio de que se estaba comportando mas como la joven Laura de La Perla que como una madura solterona, vestida con un descolorido vestido verde y a quien además le estaban creciendo hilos de color gris en el cabello castaño que se arremolinaba en un deslucido moño.
Vestida o no había pocas probabilidades de que un hombre como él concentrara su atención en una mujer como ella. Especialmente alguien tan frio. Sin duda.
El agua que goteaba formaba un círculo alrededor de sus botas.
– Le pregunté si esta herido –
La frialdad en los ojos amarillos se intensificó.
– No –
– Bien – dijo ella de manera cortante – Entonces no tendrá problema en caminar hacia la mesa y tomar asiento. Le daré una toalla y una manta, pero primero déjeme encender el fuego en la estufa.
– Eso no será necesario –
– Coronel Cullen…–
– Señorita Isabella, hay una tormenta arreciando fuera, la casa tiene un techo de paja, si el viento entra por la chimenea tendrá una estufa ardiendo, lo que probablemente causara un incendio. Preferiría sentir un poco de frio a morir rostizado.
Isabella tomo una respiración profunda. Incluso su hermano mayor, el conde de Melford, no era tan autoritario como ese coronel.
– Bien – dijo ella herméticamente, encolerizada. Le pasó una toalla y mientras se secaba camino hacia la cama y tiro de la manta que estaba encima. Cuando volvió a la mesa él había secado su pelo y lo había apartado hacia atrás, era aun mas cobrizo que antes, el agua lo había oscurecido, aun así se movía libremente, lo cual quería decir que no usaba ninguna bálsamo sobre ese cabello, al contrario de sus contemporáneos en Londres .
Isabella no podía recordar cuando había sido la última vez que vio a un hombre sin balsamo en su pelo. Su piel lampiña, bronceada por el sol era extremadamente viril. Dejó caer la manta en la mesa.
– Esperaré en la cama. Por favor avíseme cuando se haya cambiado y tomare sus ropas para ponerlas a secar.
Los lamentos de la tormenta no ocultaron el sonido que hizo él al ponerse de pie. Ni el que hizo al quitarse las botas cuando estas cayeron al piso de madera.
La ropa también sonó, descubrió ella. Un susurro la ropa exterior, un roce la ropa interior. Súbitamente se pregunto si su cuerpo era tan moreno como su cara. E intento combatir la sensación que ese pensamiento le dio.
– Puede volverse –
Él se sentó en la mesa con la manta alrededor como una toga. Él la miro mientras extendía hacia ella el montón de ropa húmeda. Se percató de que su brazo era tan moreno como el resto de su piel, la del hombro quedaba expuesta por la postura de la manta.
Aceptó el montón de ropa, esta olía a lana húmeda y a algo más. Especia, o almizcle, algo estrictamente masculino.
Inclinándose ella cogió las botas embarradas. Por el rabillo de ojo vio un par de largos y oscuros pies. Tenía esculturales y musculosos tobillos. También eran bronceados, y rociados por vello negro y fino. Isabella nunca había visto tanta piel desnuda en un hombre.
Con las mejillas ardiendo ella se enderezo. Los ojos amarillos esperaban por los suyos.
– En un futuro corra las cortinas, señorita Isabella. Pocos hombres podrían oponerse a echar una ojeada al espectáculo, y pase el cerrojo, algunos hombres podrían tomar más de lo que está dispuesta a ofrecer.
Por un segundo Isabella pensó que podía reventar de ira ante la insinuación de que podría dar bienvenida a dichas atenciones. La ira dio paso a la humillación cuando pensó que inconscientemente las recibiría. Se sintió hostil por qué un intruso supusiera que sus deseos secretos no eran en absoluto los de una dama.
– Coronel Cullen, he estado en esta casa por una semana y el único hombre que he encontrado incapaz de resistir al espectáculo ha sido usted. Además, ¿como se atreve a regañarme por no asegurar mi puerta cuando es usted, señor, el intruso?. –
La violencia de sus sentimientos estalló al mismo tiempo que uno de los vidrios. Girando, ella miro sorprendida a la rama de árbol que se movió entre la ventana cercana a la cama. Viento y lluvia entraban incólumes por entre el orificio que dejaba la rama.
La vela parpadeo y ardió creando una salvaje llamarada de sombra y luz.
– ¡Quédese donde esta! – ordenó el coronel con la voz aguda como un disparo. – El piso está cubierto de vidrios rotos. Necesitamos algo para cubrir de ventana. Deme mis botas, y mantenga la luz –
Isabella apretó los dientes, el coronel había ordenado demasiadas cosas. Dándose la vuelta ella localizó su objetivo y deliberadamente lanzó las pesadas botas en dirección a él. Los dedos de sus pies retrocedieron rápidamente.
– ¿Mueve usted armarios mejor a oscuras Coronel Cullen? – pregunto ella educadamente.
– En absoluto, señorita Isabella – los ojos dorados se estrecharon – solo quiero ahorrarle el rubor –
Él se enderezo y soltó la manta. Isabella soltó la ropa mojada, que era lo único que había entre ellos y la vela, que se apagó.
La casa se sumergió en una completa oscuridad. Al mismo tiempo algo rozo su cadera.
Instintivamente ella puso su mano sobre la carne desnuda. Caliente, dura carne desnuda. Era como una manija gruesa cubierta de piel tan lisa como la seda. Debajo de ella había una vena palpitante. Ella aparto su mano rápidamente.
– Me asustó, Coronel Cullen –
– Señorita Isabella – la voz en la oscuridad era mas fría que el viento que zumbaba a través de la ventana rota. – Si insiste en aferrar lo que no puede ver, algún día sufrirá de algo más que miedo. Vaya hacia la cama y quédese ahí, no quiero tener que preocuparme por asustarla otra vez –
Isabella permaneció donde estaba.
– Tonterías, Coronel Cullen – dijo quieta – esta es mi casa y soy perfectamente capaz de ayudarle –
– Déjeme decírselo de otra manera, señorita Isabella. No estoy tan preocupado por asustarla como a mí mismo. Use su ingenio señora, no tiene puestos los zapatos. No tengo deseos de atender una ventana rota y luego unos pies sangrantes. –
Quedándose sin palabras Isabella miró hacia la oscuridad. Seguramente él no pensaba que lo había tocado a propósito. ¡Había sido él quien la había rozado!
Y entonces, ¿como se atrevía a hacer ese comentario sobre ella?. Un caballero no mencionaría los pies de una mujer.
– Muy bien, coronel Cullen –
Ella bordeo la cama, evitando pasar frente al área de la ventana rota. El colchón se hundió bajo su peso, puso sus pies muy juntos en el piso de madera, se preguntó en donde pensaría el coronel pasar la noche. Luego se pregunto lo que se sentiría dormir con un hombre. Desnudo. Su piel caliente curvada contra la suya.
El sonido del roce de madera contra madera interrumpió sus improcedentes pensamientos. El coronel estaba empujando el armario sobre el piso, respirando regular y pesadamente.
El fuerte viento silbo sobre la casa al mismo tiempo que un gruñido embotado.
– Listo, esto debería bastar –
Repentinamente una mano se posó sobre su cabeza, se deslizó por su oreja y luego por su mejilla. Los dedos estaban fríos, ligeramente húmedos por la lluvia. Se sentían ásperos contra la suavidad de su piel. Contra su pecho… El fuego se disparo por su cuerpo.
– ¿Que cree que…? –
Su mano, que se había levantado para empujarlo, se vio asida firmemente. Por un duro y calloso puño. Él forzó a sus dedos a curvarse sobre el papel enrollado que tenía en la mano.
– Esto estaba sobre el armario –
Así que había sido allí donde el viento había llevado al otro diario. Ella endureció su espina dorsal con fuerza.
– Gracias coronel Cullen –
El libero su mano.
– Un placer, Señorita Isabella –
El calor dispersó la frialdad de la oscuridad, su cuerpo estaba a centímetros de su cara.
Ella se pregunto si él se había puesto la manta nuevamente. Una particularmente intrigante escena de La Perla se reprodujo frente a sus ojos.
Si se inclinaba un poco, podría besar lana o…
– ¿Está bien? – pregunto él abruptamente.
– Perfectamente, gracias.– enderezó su espalda preguntándose si se estaba enloqueciendo – ¿Y usted? –
La punta del colchón se hundió.
– Soy un viejo caballo de guerra, mover el armario difícilmente es una tarea pesada –
Isabella enrolló en diario húmedo. El coronel estaba lejos de ser viejo, como muy bien debía saber. Ni siquiera tenía canas en su cobrizo pelo.
– ¿Está siendo irónico, Coronel Cullen?
– Solo digo la verdad –
No pudo dejar de percibir el sonido de la pesada bota cayendo al piso. Luego otro sonido similar. La cama entera se sacudió. Ella lo sintió, más que verlo, sentándose sobre el colchón y apoyando su espalda en la pared.
– Tengo treinta y cinco años. Los últimos veintidós los he pasado en el ejército. ¿Que está haciendo usted aquí, sola? –
Isabella se rehusó a dejar que su cólera se esfumara.
– ¿Que hace usted "aquí" Coronel Cullen? –
Hubo un momento de silencio.
– Convaleciendo –
Ella movió su cuello y cabeza en la dirección en donde sabia que él estaba sentado. Todo lo que podía ver era oscuridad.
– ¿Hay alguna casa cerca de aquí? – preguntó ella.
– No, cerca no –
Enderezándose ella escuchó la tormenta que arreciaba fuera por largos segundos.
– Hace veintidós años usted tenia trece, coronel Cullen, la edad para enlistarse es quince años –
– Tiene razón, señorita Isabella – la voz en la oscuridad era despectiva. – Mentí.
¿Mintió?, ¿hace veintidós años, o lo hacía ahora?
– ¿Por qué esta convaleciente? –
Nuevamente el silencio, seguido de un forzado:
– Una herida de bala –
Ella recordó su cojera, y la vista de su muy musculoso y velludo tobillo.
– En la pierna izquierda –
– Sí –
Isabella había seguido los movimientos de la Guerra por los periódicos.
– ¿Por un Bóer?
– Sí –
La casa más cercana estaba a muchas millas de la carretera. Ella había escogido deliberadamente esa casa para su propio aislamiento.
– Eso aun no explica porque esta aquí, coronel Cullen –
El silencio fue más largo esta vez. Ella se concentró en la humedad del diario enrollado en sus manos y no en la tibieza que venía del final de la cama, donde las piernas de él estaban apoyadas.
– Mi caballo me tiró. Caminé unos momentos pero no había encontrado nada, hasta que vi su luz, y aquí estoy –
– Pero ¿por qué estaba fuera con esa tormenta? –
– ¿Por qué lee literatura erótica?–
Isabella se preparó para defender su elección de lectura arguyendo que era para educación, era gracioso, no era de su incumbencia. Se sorprendió a si misma respondiendo:
– Porque es la única manera en la que una mujer puede aprender sobre sexo –
Una corriente de electricidad traspasó la oscuridad, como si un relámpago hubiera golpeado cerca de ahí.
– Podría estar equivocado, por supuesto – la voz del coronel era grave – Pero creo que existen otros métodos para que una mujer satisfaga su curiosidad –
– Nunca conocí a un hombre que estuviera interesado en satisfacer mi curiosidad, coronel Cullen. – dijo ella reprimidamente.
Fuera de la casa, la fuerza de la tormenta se elevó. El viento aullaba sobre el armario. Olas aporreaban la playa a lo lejos. Los truenos rugían en el cielo.
Esto hizo consiente a Isabella del peligro que corría, el viento podría llevarse el techo, las olas podían salir del océano y tragarse la casita en la orilla. Los relámpagos podrían…
– Quería una mujer.–
Las inesperadas palabras trajeron a Isabella de vuelta a la realidad.
– ¿Perdón? –
– Quería saber que estaba haciendo fuera en la tormenta, monte mi caballo esperando encontrar algún pueblo, una taberna, y una mujer complaciente –
La confesión era abrupta. El coronel Cullen había seguido su necesidad. Isabella odiaba las convenciones que no le permitían a una dama ese mismo privilegio.
Debería sentirse indignada por lo que ningún hombre admitiría frente a una mujer. Al contrario sintió que su rencor se evaporaba. Era remplazado por un extraño sentido de camaradería.
Ese hombre había visto su baúl lleno de literatura erótica y no la había juzgado. Sería hipócrita de ella juzgarlo ahora, cuando él obviamente tenia sus propias necesidades.
– Lo envidio Coronel Cullen. Si fuera hombre también habría montado y habría ido en busca de compañía –
– No era compañía lo que salí a buscar, señorita Isabella–
– Sé muy bien lo que salió a buscar, coronel Cullen –
– ¿Lo sabe, señorita Isabella? – la voz en la oscuridad era curiosamente apasionada. – ¿Sabe lo que es sentir que su cuerpo se quema y querer lanzar por la borda todo en lo que ha creído solo por un momento de olvido? –
Los ojos de Isabella se cerraron ante una vida, su vida, una de querer cosas que nunca podrían ser, cosas que nunca podría tener, que una solterona nunca podría anhelar.
– Sí, coronel Cullen, lo sé –
La cama se movió un poco.
– Tiene usted fantasías, señorita Isabella? –
Imágenes prohibidas danzaron frente a sus ojos, de la desnudez de un hombre. El deseo llenando el cuerpo de una mujer, imágenes sexuales de cosas que ella nunca había hecho. Cosas que nunca había visto. Cosas sobre las que aun no había leído. Fantasías que durante las tres siguientes semanas ella debía alejar de su vida.
– Si – abrió los ojos y miro hacia la oscuridad – tengo fantasías –
– Cuénteme – la abrupta orden fue áspera.
– Yo… – ¿como podría contarle a ese hombre, que era un perfecto extraño, lo que había soñado en la intimidad durante años? Pero la oscuridad proveía cierto anonimato. Podía hacer de cuenta que estaba hablando consigo misma, o en una fantasía.
– Fantaseo sobre besar. No los pequeños besos que doy y recibo de mi familia y amigos, sino un beso real…como los cuentan en mis libros. Con sus…lenguas – antes de perder su valor ella pregunto – ¿Realmente los hombres y las mujeres se besan de esa manera, coronel Cullen?–
– Algunas veces, ¿sobre que mas tiene fantasías, señorita Isabella? –
Isabella traspasó el periódico de su mano al colchón para así poder apoyar su espalda en la cabecera de hierro de la cama. El empeine de su pie derecho rozo contra la musculosa pierna de él.
El calor la recorrió entera. Escondió su pie debajo de su vestido.
– Yo… fantaseo sobre la apariencia de un hombre. Quiero decir…tengo sobrinitos y he…he cambiando sus pañales. No son…muy impresionantes. Aun así en los libros describen a los hombres mucho más…grandes. ¿Lo son?, ¿son los hombres tan grandes como los describen en los libros?–
Pudo ser su propia respiración agitada la que escucho, o pudo ser la de él. Porque súbitamente descubrió qué era lo que había tocado en la oscuridad, con piel suave y venas palpitantes. Y si, era bastante grande.
– Algunos hombres son grandes, otros pequeños – la voz en la oscuridad se volvió profunda. – así como hay algunas mujeres que tienen grandes pechos, y otras pequeños. ¿Es importante para usted? –
– Si – dijo ella suavemente, preguntándose que había pensando de ella cuando la tocó, preguntándose cuán grande eran sus medidas, preguntándose si todos los hombres eran como él. Entonces ella se rio tímidamente – Siempre que pueda satisfacer a una mujer. ¿Es posible, coronel Cullen?, ¿puede un hombre satisfacer a una mujer? –
– ¿Lo duda, señorita Isabella? –
– Oh si, coronel Cullen. Cada vez que miro a uno de mi emperifollados cuñados. Intento imaginarlos besando con sus lenguas o tocando los pechos de una mujer, o besándola entre las piernas, y francamente no puedo. No puedo imaginarlos haciendo alguna de las cosas sobre las que leo. No puedo ni imaginarlos engendrando a sus propios hijos. Tienen grandes estómagos, coronel Cullen. Simplemente no puedo imaginarme esos estómagos moviéndose de arriba a abajo…
Estómagos moviéndose de arriba abajo, esa frase resonó durante un lapso de tiempo, el suficiente para que Isabella llevara su mano a su boca horrorizada por las palabras que habían salido de ella. Al mismo tiempo un disparo de risa broto del otro lado de la cama. El colchón se estremeció y crujió.
– Me alegra que encuentre mis palabras graciosas, coronel Cullen. – dijo Isabella con rigidez.
La risa masculina se detuvo.
– Repentinamente encuentro toda esta conversación graciosa. Ahí está usted, contándome sus más oscuras fantasías, y aun así se dirige a mí como Coronel Cullen, y aquí estoy yo, igualmente reprimido, llamándola señorita Isabella. Hagamos una tregua, ¿si? Mientras dure la tormenta seamos simplemente Isabella y Edward –
Era absurdo por supuesto, pero llamar al intruso por su nombre de pila se le hacía más íntimo que contarle sus oscuras fantasías. Mientras él siguiera siendo coronel y no un hombre entonces seguiría siendo parte de la tormenta y ella dejaría a la señorita solterona en la ilícita conversación.
Pero cruzar la barrera…
– Está bien – Isabella tomo una respiración profunda para aquietar la rapidez de los latidos de su corazón. – estoy compartiendo mis fantasías pero usted aun guarda las suyas. ¿Con que….fantaseas…Edward? –
– Con una mujer, Isabella, fantaseo sobre todas las cosas que me gustaría hacerle a una mujer –
La respiración de Isabella se atascó en su garganta, ella tuvo una visión de sus masculinas manos acariciando la pálida piel del cuerpo de una mujer, y se preguntaba que se sentiría al tocar su cuerpo. Un deseo líquido la inundo entre las piernas.
– ¿El… tamaño? ¿Fantaseas sobre el tamaño de los pechos de una mujer? –
– No –
La corta respuesta no la animaba a continuar preguntando, pero esta era la primera persona con la que había discutido sobre sexo términos diferentes a los normales, y quería saber más.
Cuando volviera a Londres en tres semanas, tendría este recuerdo al menos, para pasar las noches solitarias.
– Bien… ¿que tipo de cosas te gustaría hacerle…a una mujer? – preguntó ella casualmente, casi dubitativamente, mientras dentro de su pecho su corazón golpeaba contra sus costillas.
– Todo – su voz fue un lento y oscuro roce. – Todo con lo que ella ha soñado, quiero frotar mi cuerpo contra una mujer hasta perderme dentro de su cuerpo, hasta que su placer sea el mío. Quiero hacerla gritar y llorar por mas, quiero que ella me haga olvidar que he gastado los últimos veintidós años de mi vida matando –
Isabella sintió que el aire había sido completamente extraído de sus pulmones. La muerte era parte de la guerra. Los periódicos estaban llenos de noticias, Isabella leía los acontecimientos, el recuento de víctimas y nunca había pensado en los sobrevivientes, esos soldados que peleaban en el nombre de su majestad. Hombres que no habían nacido para matar pero cuyas circunstancias los habían obligado a hacerlo. Hombres que sufrían por sus acciones el resto de sus vidas. Como este autoritario coronel parecía estar sufriendo. Por largos segundos ella aferró el diario mojado en sus manos, sobrecogida por la cruda necesidad que parecía emanar del hombre a su lado.
De un soldado que había confrontado a la muerte.
El único peligro que Isabella había experimentado alguna vez había sido el hecho de poder ser descubierta leyendo literatura erótica. Como hombre él había soportado el dolor físico; el único dolor que Isabella había experimentado había sido el de la soledad, pretendiendo ser lo que no era. Aun así sintió que el deseo del coronel podía rivalizar con el de ella, y se forzó a si misma a buscar el olvido en medio de la tormenta. Se forzó a enterrar su frustración entre las páginas de libros y revistas prohibidos. Se preguntó cómo sería olvidar su futuro en brazos de este hombre. Así como él quería olvidar su pasado en los brazos de una mujer.
Ella era una mujer, pensó en un arrebato de riesgoso deseo. En la oscuridad ella no se sentía como una solterona. Seguramente su cuerpo no se sentía viejo tampoco.
Repentinamente una voz vino desde la distancia, seguramente no era la de ella ni la del dolor en sus pechos, ni la del calor entre sus muslos, la voz de una solterona que debería estar mas allá de los deseos de su juventud, una dama que nunca debería experimentar esos deseos sin importar su edad.
– Te ayudare a olvidar, Edward, si tú me ayudas a olvidar –
