Esto comenzó como una idea, hace hará una semana, sencillamente porque tenía ganas de escribir. Luego comenzó septiembre, y me dije, ¿por qué no? Podía seguir escribiendo una historia cada día, sólo por intentar mostrar distintos años, lugares y, por así llamarlas, realidades, que pueden ser abarcadas por el personaje de Chile, desde las historias estándares para cualquier personaje, hasta historias muy específicas.
Sinceramente, hasta el momento, llevo tres historias (y debo dos atrasadas u.u) y aunque en un principio las publiqué en tumblr, quiero ir trasladándolas acá de a poco.
En cuanto al fic "la consentida de Gardel", el cuaderno donde tenía escrito el siguiente capítulo se perdió y eso me dejó bastante mal (tenía mis apuntes de clases, dibujos, mi horario, números... todo allí) y recién asumí que... se perdió y ya, hay que escribir todo de nuevo.
Por último, quiero decir que el objetivo de esta colección es desplegar, para el lector y posible escritor, la cultura chilena más allá de lo que se suele saber. Mostrarles otros asideros desde los que se puede escribir: costumbres según estrato socioeconómico y época, cultura material y popular (cantantes del momento, programas de televisión, películas que salieron), temas que en la época retratada eran importantes, leyes que rigieron, personajes históricos, oficios y cómo se desempeñaban en Chile... y todo eso lo muestro para que lo tomen y lo hagan suyo, lo conviertan en un fanart, en un fanfic, creen más allá de la empanada y la cueca.
En este primer capítulo no se nota, así que lo diré: aquí lo que pretendía presentar no era un escenario, sino una palabra de una forma que no fuese obvia, sino coloquial: Caleuche, el barco fantasma que por las noches recoge a los marinos ahogados para que se unan a su tripulación de almas.
Sin más, ¡pasemos a los créditos!
Hetalia Axis Power y todos sus personajes -los que disfrutan la noche- pertenecen a Hidekaz Himaruya. Argentina, Chile y Perú pertenecen al fandom hetaliano.
Escribo sin fin de lucro.
El Caleuche González
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Tenía la mirada muerta del autómata que ha visto demasiado y no ha registrado nada: pupilas fijas y dilatas, bolsas bajo los ojos que hacían juego con los moretones negros, morados y verdes que tenía en el brazo izquierdo, abusado por los pinchazos de la jeringa que el amigo rubio, sentado a su lado contra la pared de madera, sostenía momentos tras inyectarle, esperando el efecto.
—¿Te unes, Hernández? —le preguntó el rubio con voz pastosa, levantando la mirada segundos después, exigiendo una respuesta con ojos acechantes.
—No me meto mierdas al cuerpo, Kirkland —le respondió, frunciendo la nariz al sentir el olor a orina que desprendía la esquina más alejada de aquel pasillo apartado. Se escuchaba la voz de una mujer gozando tras la puerta del baño cerrada con llave. Tragó saliva, empuñó las manos y volvió a aflojarlas—. ¿Tu nuevo novio?
—Un amigo, ¿que acaso no puedo tenerlos? ¿Y qué te importa a ti qué relación tiene conmigo? —Kirkland guardó la jeringa usada tentativamente en un bolsillo de su largo abrigo de caballero respetable, robado a su viejo cinco años atrás, por el tiempo en que su interlocutor fumó marihuana por primera vez alentado por Sebastián. Ofreciéndole un cigarro al ver que la conversación daba para algo más que un rápido saludo, Kirkland preguntó—. ¿Cómo está tu primo?
—Mejor sin vos —respondió Hernández comiéndose las ganas de decirle a Kirkland que sí le importaba la relación del muchacho con él. Rechazó el cigarro con un gesto, a pesar de morirse de ganas por fumarse el décimo segundo del día.
—Hizo bien en dejarme cuando empecé con la cocaína, Sebastián siempre fue inteligente —elogió Kirkland, y el muchacho al lado suyo comenzó a murmurar sin parar, apretándole la mano firmemente. Movió la cabeza para un lado y luego para el otro, deteniéndose cuando Kirkland se la sostuvo con suavidad, con el cigarro sin prender entre los dedos. El muchacho le repartió besos por todo el cabello y el lado de la cara que pudo alcanzar, riéndose con el corazón empezando a latirle más deprisa—. No soy una buena influencia, mira a Manuel —continuó, con voz suave—. ¿Tienes fuego?
Hernández, con las manos en los bolsillos, dejó de mirar la piel de papel viejo del tal Manuel, que sacudía su delgado cuerpo con risas y gestos de ánimo y alegría intentando llamar la atención de Kirkland.
—No —le mintió descaradamente y en un tono que le dejó en claro a Kirkland que no le prestaría un encendedor a él. Encogiéndose de hombros, el inglés sostuvo con sus labios el cigarro y buscó el suyo.
—Es raro verte por aquí —le hablo por la comisura de la boca—. ¿Por qué honras con tu prodigiosa presencia un sitio de mala muerte como es éste? ¿Vienes a fiscalizar que no entren menores? ¿Que las leyes sanitarias se cumplan? —el encendedor cayó entre las piernas de Kirkland—. ¿Vienes a arrestarme, otra vez? —se burló—. No salió nada de bien la última vez, ¿por cuánto tiempo te quitaron la licencia? —a su lado, Manuel no dejaba de balbucear algo sobre las luces de colores que pintaban a la gente que bailaba, sobre la unión de los cuerpos que se convertían en un solo monstruo con cientos de brazos y cientos de piernas agitándose para romper la conciencia propia e individual de cada uno.
—Vengo por alguien —Hernández se balanceó en su lugar—. Le hago el favor a un amigo.
—Puedes ir a buscarlo, no te hago perder más el tiempo —Kirkland saboreó el cigarro—, ya de por sí te cuesta llevarle el ritmo, Martín.
El aludido sacó su teléfono del bolsillo, buscó entre las fotografías y le dirigió una mirada triunfadora a Kirkland.
—Ya lo encontré —exclamó, mostrándole la fotografía. Kirkland frunció el ceño, se dio unos segundos con su cigarro y movió a Manuel con el hombro para que prestara atención.
—Dile a Miguel que lo cuidé bien —le pidió a Hernández—, que lo tengo tal y como lo quiere.
—No sé de qué mierda hablás, pelotudo —contestó Martín con molestia, intentando levantar a Manuel, que se resistía y le insultaba.
—Controlado —contestó Kirkland. Se oyó la madera henchida por la humedad destrabándose y una sombra oscura de grandes curvas y cabello hasta la cadera se perdió entre las luces rojas y azules—. Uno de estos días se te va a caer el pene, Bonnefoy.
Hernández no hizo caso a la conversación que no iba para él, quedándose sólo con la respuesta. El muchacho se peleaba como cualquier adolescente que se cree rebelde mientras se hunde en lo que parece un lecho profundo que te atrapa imperceptiblemente.
—¡Estoy bien, oh! ¡Volveré más tarde! ¡Miguel sabe que estoy bien!
—Bien y una mierda, levantate —insistía Hernández. Kirkland se reía de sus intentos por controlar a Manuel, apagando el cigarro en el suelo.
—Buena suerte con eso —le deseó a Hernández, y se levantó. Le susurró a Bonnefoy la idea de irse a un mejor lugar para drogarse, y que si quería ser una niñita podía serlo callándose y cuidando que no se ahogase en los litros de alcohol que pretendía beber ese día—. Estás en buenas manos, Manuel, conozco personalmente a Martín y, aunque no lo parezca, sabe comportarse.
Manuel dejó de empujar a Martín, pero no aceptó que le tocara, sin embargo, Martín le agarró con fuerza del delgado antebrazo en cuanto Kirkland se perdió de vista, jalándole hacia la salida.
Se detuvieron en una parada de micros, Manuel fascinado con los colores de los carteles. Martín le envió un mensaje a Miguel, diciéndole que le debía una, y grande. Los automóviles no dejaban de pasar por la vía, distrayendo a Manuel.
—Una mierda como quedás cuando se te pasa el efecto, ¿no, flaco? —preguntó Martín en voz alta, al tiempo que le respondía a Miguel que mejor discutían las cosas cuando llegara allá.
—Cierra tu weá de hocico —le respondió Manuel, agresivo y con el sudor del cuello enfriándose. Llevaba puesta solamente su polera. Martín pensó en un principio que le habían robado la chaqueta con la que, según Miguel, había salido el viernes, dos días atrás, pero al descubrir que llevaba la billetera en el pantalón, comenzó a dudar.
—¿No tenés frío? —insistió, acercándosele.
—No —escupió Manuel, y nada más soltarlo, sintió un abrigo cubriéndole los hombros y la espalda.
—No mintás, hijo de puta, que a los de tu clase los conozco.
Manuel guardó silencio por más de un minuto antes de vestirse correctamente con el abrigo, todavía mirando con sus ojos de fantasma la oscuridad de la ciudad. Martín comenzaba a creer que esa mirada de muerto era suya y no el efecto de ninguna droga. La micro se detuvo enfrente de ellos, intoxicando el aire con sus humos calientes y su ruido de motor gigante.
—Vamos —le ordenó Martín, esperando que se subiese primero para asegurarse que no fuera a escapar—. Miguel dice que tienes una gran habilidad para escaparte furtivamente —«como si fueras un alma en pena que sólo se muestra a las demás almas en pena»—, conmigo vigilándote eso no lo lograrás, nene. Andá, subí.
Manuel, sin responderle la provocación a pesar de sentir acidez de sólo oírle hablar así, subió.
