SOMBRAS Y ORÁCULOS
La biblioteca estaba en una oscuridad absoluta. La Luna estaba en su fase interlunio, por lo que mirar a través de la oscuridad y sin luz eléctrica era misión imposible. El silencio era abrumador pero se podía escuchar el sonido leve de unas hojas moviéndose. Al fondo, muy a lo lejos, había un tenue brillo, como si de una vela se tratase. Unas sombras encapuchadas se encaminaron hacia esa misteriosa luz, moviéndose sigilosamente como el aire, sin despertar sonidos.
Se estaban acercando a una puerta de cedro maciza con unas extrañas inscripciones en ella. La figura que iba primero concentró sus ojos todo lo que pudo, iluminándose en la oscuridad como los ojos de los gatos de noche. Una cartela encontró en medio de la puerta a la altura de los ojos: "Sala prohibida". Las inscripciones estaban en el idioma antiguo, lengua que muy pocos sabían leer en la actualidad y las sombras encapuchadas eran de esos que no sabían.
En el interior un hombre mayor leía sentado en un sillón de terciopelo rojo frente a una mesa de madera blanca. Su rostro estaba surcado de arrugas. Sus pelos, los pocos que ya le quedaban, eran blancos como la nieve. Sus ojos azules se veían a través de unas gafas doradas. Pasaba la mano delicadamente sobre un tomo bastante grueso y antiguo en un idioma para muchos desconocido.
De pronto el aire comenzó a tornarse frío, demasiado frío para ser agosto. La respiración del anciano comenzó a convertirse en un vaho muy espeso. El anciano, sintiendo un escalofrío, levantó la vista del libro en dirección a la puerta justo en el momento en que esta se abrió de golpe.
–Cuánto tiempo sin verte, Azrael –dijo el anciano con una voz tan fría como el ambiente pero muy calmada– y veo que traes compañía.
El mencionado se adelantó junto con los otros dos encapuchados. La luz de la vela permitió que se le vieran las facciones. Era de tez blanca, como si estuviera muerto, con los ojos rojos inyectados en sangre. Su pelo largo, negro y espeso.
–Ya sabías que veníamos, ¿verdad, Jano? –y puso una macabra sonrisa de la que salían unos largos y afilados colmillos. Su voz era también fría, como si no tuviera vida –y sí, he traído algo de compañía para esta fiesta privada.
Y de su espalda salieron los dos acompañantes, los cuales también se quitaron sus capuchas. Uno tenía el pelo completamente rojo y el otro azul eléctrico. Ambos tenían rasgos muy similares: pelo largo y enmarañado, labios corroídos por algún ácido que casi se los había borrado, aunque cada uno tenía los labios del mismo color que el pelo, ojos negros como las tinieblas y marcas en toda la cara.
–Sombras –dijo Jano sin apenas sorpresas. –Esperaba más de ti.
Una gran carcajada salió de la boca del sombra de pelo rojo, extendió su mano y lanzó un rayo del mismo color en dirección al corazón del anciano. Jano, que tenía una extraordinaria agilidad, se agachó rápidamente, provocando una gran explosión en la estantería del fondo. Numeras hojas de diversos libros salieron volando por toda la habitación. El segundo sombra lanzó otro rayo negro, pero Jano cerró el puño y lo desvió, rompiendo la preciosa mesa blanca por la mitad.
–Ríndete Jano, sabes que no tienes escapatoria –dijo entre risas Azrael.
Los dos sombras no paraban de lanzar rayos a diestro y siniestro para agotar a Jano, que se resistía de forma asombrosa. Uno de ellos, lanzó un rayo contra unas estanterías a las espaldas de Jano, esta se partió y dejó atrapado al anciano en el suelo.
–Ya eres mío, viejo amigo –Azrael se ría mucho más.
–Eso crees, ¿verdad? –respondió este con la frente perlada en sudor.
–Ya eres mío –volvió a repetir Azrael.
Los dos sombras se acercaron y, juntos y a la vez, lanzaron un rayo que impactó directamente en el pecho a Jano, que desapareció tras una fortísima explosión que arrasó con toda la habitación.
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Las farolas de la calle alumbraba el oscuro sendero. Una mujer rubia estaba frente a la fachada de una gran casa de cuyas ventanas salía la luz de las bombillas. Tocó tres veces con la aldaba en forma de puño dorado y la puerta se abrió apareciendo una mujer anciana que era el ama de llaves de la casa.
–Necesito hablar con el Oráculo urgentemente –dijo la dama rubia.
Esta se quitó la chaqueta y el sombrero rojo, dejando a la vista unas orejas puntiagudas. El ama de llaves le señaló las escaleras y comenzó a subirlas. Al final de ellas, la dama giró a la derecha, hacia el sonido dulce de un piano. Se puso frente a la puerta entreabierta y la abrió ligeramente.
Sentada sobre una silla tocando el piano y al calor de la chimenea estaba una mujer hermosa con un vestido verde largo de seda y un turbante del mismo color y material. Su piel parecía dulce chocolate si n fuera por unos tatuajes blancos y rojos que tenía por todo el cuerpo.
–Bienvenida, Gaya. Te estaba esperando –su voz era dulce y serena.
Gaya se adelantó, no sin antes vacilar un poco. El Oráculo le daba mucho respeto.
–Vengo a… –comenzó a decir Gaya con su voz melodiosa.
–Se a qué has venido a verme, Gaya –le cortó la joven. –No olvides que soy el Oráculo. Ven, sentémonos con una taza de chocolate en el sillón.
Y el Oráculo dejó de tocar. Se levantó y se fue directamente al sofá con unos pasos como si estuviera flotando o bailando dulcemente. Se sentó en el sillón y comenzó a verter chocolate en dos tazas de porcelana blancas que había en una mesa de cristal.
–El Señor de las llaves ha desaparecido –dijo Gaya. –Hace un rato hemos estado en su despacho de la biblioteca y estaba completamente destrozado y no había rastro de él. Creemos que han sido varios…
–Sombras, sí, lo se querida –volvió a cortarle el Oráculo. –Pero no temas, no ha sido asesinado, sino que simplemente ha desaparecido o lo han raptado. Hay cosas que ni yo mismo puedo ver en todos los reinos.
–¿Qué podemos hacer, Oráculo? Sin él todos los reinos están en peligro y si sus llaves caen en malas manos…
–Entonces todos moriremos, querida –respondió el Oráculo. –Pero bebe, Gaya, bebe un poco de…
De pronto el Oráculo se puso rígida. Gaya se sobresaltó al oír la taza partirse al estrellarse contra el suelo. La joven de su lado parecía completamente muerta, sus ojos esmeraldas se tornaron blancos por completo. No veía, no sentía, no estaba viva, pero abrió la boca:
–El quinto hijo del quinto hijo –su voz era espectral, como si fuera la de un fantasma, no había ni rastro de la voz dulce de antes– un sacrificio tendrá que hacer y en el solsticio de verano su sangre habrá que derramar. El elegido será el buscador y el buscador la llave. Muerte y oscuridad se cierne sobre él…
Y el Oráculo cayó inconsciente sobre el sillón. A los pocos minutos abrió los ojos de nuevo, aturdida.
–¿Estás bien? –preguntó Gaya muy asustada.
–Oh, sí, sí, querida. Las visiones me dejan inconsciente durante un breve proceso… Con un poco de chocolate se me pasará todo –respondió el Oráculo volviendo a su voz original y cogiendo otra taza de chocolate caliente.
–Ahora debo irme, gracias señora –y Gaya salió de la habitación.
Bajó corriendo las escaleras, cogió a toda prisa su abrigo y su sombrero y salió a la calle tras despedirse del ama de llaves. Paró un taxis que pasaba cerca y se metió él. Le indicó la dirección a donde quería ir y se puso a pensar en la profecía: "el quinto hijo del quinto hijo… solsticio de verano… un sacrificio… sangre… muerte… el quinto hijo del quinto hijo".
