María (Unicornia) me pidió un fic y yo me preguntaba: ¿qué le podrá gustar? Ejem... perdón por la obviedad.
Espero haber acertado y, si es así, ojalá lo disfrutes una millonésima parte de lo que yo he disfrutado escribiéndolo. He vuelto a mi infancia por unos días ;)
Inspirado en el Lago de los Cisnes entre otras historias y cuentos.
Gracias como siempre a mirambella por el beteo.
Ah, nota importante: son cuatro capítulos y están todos escritos así que, a diferencia de lo que viene siendo usual en mí, publicaré religiosamente uno por semana. Puntualidad garantizada.
¿Conoces las leyendas de otro tiempo, las viejas historias que se narran a la luz del fuego al caer el sol y morir el día? Las nanas cuentan cuentos a los niños en sus camas, y en la humeante penumbra de las tabernas, los hombres se inclinan y susurran, con aliento aguardentoso, historias que en voz alta nadie se atreve a narrar.
Hileras de libros se apilan en las bibliotecas, criptas del conocimiento donde siglos de polvo y tinta yacen sepultados, olvidados tesoros de papel que amarillea y se deshace. Todo es humo, todo es falso. La historia es un residuo del pasado que se desvanece; es la estela, brillante y roja, de una estrella extinta tiempo atrás.
Y está muerto lo que nadie recuerda. La sangre que escribió la historia se borra de las piedras, crece la hierba y el mañana florece.
Érase una vez un lugar que ya no existe.
En aquel tiempo...
El bosque contenía el aliento, mudo y alerta, oculto entre los árboles. Los pájaros habían levantado el vuelo entre la sombría bóveda de ramas. Bajo el manto húmedo de hojas marchitas, la tierra parecía latir como un corazón, más y más fuerte hasta que...
...un jabalí salió chillando de entre la maleza. Lo perseguía un caballo cuyas pezuñas se clavaban en la tierra, levantando las hojas como una ventisca súbita de poderoso músculo y aliento jadeante.
Guiando a la bestia a fuerza de talón y rodilla, el jinete apuntó la ballesta y dejó volar la saeta. La punta de acero se enterró en un árbol sin llegar a hacer blanco y el jabalí desapareció en la espesura.
Siseando una maldición, el jinete refrenó su montura. La presa estaba perdida y quizá...
Quizá él también.
Miró a su alrededor en busca de algún indicio que lo ayudara a orientarse, pero en torno a él no vio más que arboleda, y a sus pies el sendero hacía mucho que se había perdido. Calmó su sed con un par de tragos de vino, levantando la mirada hacia las ramas que ocultaban el cielo, y después avanzó guiándose por el musgo de las cortezas y los breves resplandores del sol poniente.
No tardó en distinguir el arrullo del agua. Un riachuelo discurría entre un bosquecillo de castaños de hojas amarillas y, poco más adelante, entró en un claro que se abría al cielo anaranjado. El curso del arroyo se amansaba en aquel lugar formando un estanque de aguas cristalinas. El jinete desmontó y dejó beber a su caballo, y al pisar la orilla algo crujió bajo su bota.
Era una granada. La corteza se había quebrado al pisarla y las semillas se esparcían rojas y brillantes como gotas de sangre. En los alrededores no crecía ningún granado; no había, que él supiera, ni uno solo en todo el reino. El jinete se inclinó para recoger la fruta, y fue entonces cuando su caballo piafó y retrocedió. Había pegado las orejas al cráneo y miraba con terror al frente.
El jinete se irguió y alcanzó la ballesta, cargó y apuntó en un solo movimiento...
Y su dedo se heló tenso sobre el gatillo. El blanco...
...era un caballo.
Había un caballo en el estanque, bebiendo mansamente en el agua cristalina.
El sol que se ponía tras las ramas bajas dibujaba su silueta con los trazos de una mano celestial. De pronto, caballo parecía una palabra burda para describir a aquella majestuosa criatura: su fisionomía poseía una armonía de incomparable perfección, la encarnación de un ideal imposible. Su capa era del blanco de la nieve virgen, inmaculada y resplandeciente como polvo de diamante, y sus crines caían sobre la grácil curva de su cuello como un velo de seda, rozando el espejo del agua que atrapaba su reflejo entre ondulaciones de plata.
El jinete apenas notó que su propio caballo había huido, loco de terror, y que luchaba contra las ramas bajas en las que se había enredado a poca distancia. No había bajado la ballesta pero tampoco podía apartar los ojos. La criatura lo vio entonces y alzó lentamente la cabeza, y el corazón del joven se detuvo por completo.
Estaba allí, pero sus ojos no querían ver; sus ojos lo veían y su mente lo negaba.
¡Dispara!, aulló una parte de él, aquella que el terror convierte en bestia.
No era un caballo; era un monstruo.
Un monstruo de ojos azules de pura luz de estrellas.
Su dedo permaneció rígido en el gatillo mientras la criatura lo miraba. Sus ojos no mostraban miedo ni tampoco ferocidad; estaban llenos de inteligencia y podían ver dentro de su corazón, asomarse al fondo de su alma. Las manos del jinete temblaron, su aliento se estremeció y todo se volvió niebla.
Entonces, rompiendo el hechizo de sus miradas encontradas, la criatura salió del estanque sin alterar la quietud del agua, como si caminara sobre ella. Ascendió por la orilla y desapareció en la espesura, y el claro quedó yermo y silencioso. Tras los árboles, el sol había caído.
Más tarde, mientras cabalgaba de regreso a la ciudad, se preguntaría si había sucedido realmente.
La granada que guardaba en la alforja, sin embargo, era tan real como él mismo.
•••
―Llévame a verlo ―le pidió Éponine aquella noche mientras se recostaban juntos en el heno del granero―. Di que me llevarás.
Sus labios estaban rojos del jugo de la granada que compartían, un manjar digno de reyes que ella comía como migas de pan. Estaba fascinada por su historia y la pasión adormecía su paladar.
Grantaire sabía que nadie más que ella lo hubiese creído. E incluso si así fuera, en nadie más podía confiar. El bosque era vasto y antiguo como el tiempo, y en su sombrío corazón inexplorado brotaban las fuentes de supersticiones y leyendas, historias fabulosas de incautos viajeros que juraban haber visto prodigios imposibles. Cazadores de todos los reinos habían batido el bosque durante décadas, persiguiendo quimeras y sombras, espoleados por la promesa de riquezas sin igual.
Imposible, decían sus ojos. Su corazón, no obstante, latía con emociones extrañas, y los ojos de Éponine brillaban como espejos a la luz de la luna. Era tan niña todavía, y tan deprisa había tenido que crecer...
―¿Y si fuera peligroso? ―preguntó Grantaire.
―Nada temo, valiente príncipe ―dijo ella sonriendo con picardía―. Sé que tú me protegerás.
Grantaire rió y dobló un brazo bajo su cabeza. Ella se recostó junto a él y susurró distante:
―Mañana es tu gran día. ¿Crees que sea una señal?
―Es un día como otro cualquiera ―dijo Grantaire con un deje de amargura―. Otro baile pomposo más.
―Quisiera ver uno alguna vez ―dijo ella, soñadora―, aunque no sepa bailar.
―Las damas de la corte parecerían prostitutas cojas a tu lado ―rió él―. Son bestias feroces y te destruirían.
Ella sonrió aunque supiera que mentía. No era bonita ni elegante como ellas, sólo una tosca moza que siempre olía a caballo. Su padre era el encargado de las caballerizas reales, y ella una sombra triste bajo el yugo de su ambición. Algunos sabían que el príncipe la visitaba por las noches, y al verla pasar, cuchicheaban. Se preguntaban qué había visto su Alteza en ella, pero sus padres, no. Ellos la cebaban y se quejaban de que no engordara, temiendo que perdiera la redondez de sus caderas y con ellas tan regia atención. Su mayor aspiración en la vida era verla engendrar un bastardo real que les permitiera retirarse con comodidad. En palacio vivían de forma sencilla, y aunque nada les faltara era intolerable tener que trabajar. Qué decepción se llevarían si supieran la verdad. La verdad era que su príncipe no compartía más que sus sueños y que ella suspiraba por otro, por un joven guardia de palacio sin apellido ni posición.
―Tráeme flores de la fiesta ―pidió, caprichosa.
―¿Y dulces?
―Dulces también.
―Te traeré pastas y guindas.
―¿Me llevarás al bosque?
Grantaire fijó la vista en las vigas del techo y desgranó las semillas de la granada. A lo lejos, una campana sonó. Tañó doce veces, y después su voz se apagó. Éponine se inclinó y depositó un casto beso en sus labios.
―Feliz cumpleaños, mi príncipe.
Sería rey algún día, más pronto que tarde, aunque no supiera reinar. El rey se estaba muriendo y él ya era mayor de edad.
•••
Una música lejana flotaba en la quietud de los jardines. La luna estaba alta y las estrellas brillaban en todo su esplendor. Ni una nube empañaba aquel día de júbilo. Tras los luminosos ventanales se oyó una aclamación.
En el gran salón de baile, las copas se alzaron y la multitud aplaudió. Alguien había propuesto un brindis y el príncipe probó su copa. Después la vació. Por lo menos el vino era bueno y abundante. La orquesta retomó la pieza interrumpida y el baile se reanudó.
Su padre, el rey, se había retirado muy temprano. Los asuntos de estado requerían sus mermadas energías y las fiestas lo fatigaban. El joven príncipe ejercía de anfitrión en su ausencia, custodiado celosamente por el consejero real.
―¿Puedo sugerir que habéis bebido suficiente? ―murmuró discretamente el anciano.
―Podéis, mi buen Leroux, mas pensad en mis invitados ―Grantaire hizo un gesto a un copero para que se acercara―. Si yo no bebiera, ¿no creéis que ellos tampoco? No sería educado ni decoroso, y mi fiesta acabaría tristemente y muy temprano. Sería una gran decepción.
―Su Majestad me ha pedido que vele por vos, Alteza ―le recordó el anciano cansadamente―. Sus palabras exactas han sido: "No permitas que se avergüence de nuevo".
Grantaire sonrió divertido.
―Ardua tarea os confían, consejero general. Habéis ganado guerras, pero mucho me temo que esta batalla la tengáis perdida. ¡Vamos, probad el vino, bailad con una dama, celebrad!
El anciano carraspeó y mantuvo su estricta pose. Sus pobladas cejas blancas se juntaron un poco más.
―Con permiso de su Alteza, es su Alteza quien debiera bailar. Allí veo a vuestra prima, a quien no prestáis la debida atención.
―No la diviso ―dijo Grantaire entornando los ojos con aire teatral―, aunque sí a sus pretendientes, cuervos con cola de pavo real. Como gustéis, ejerceré de espantapájaros. Sostened esto mi ausencia. ―Le dio su copa de vino―. Así tendréis algo que custodiar.
Los caballeros se apartaron al ver que se acercaba el príncipe, saludaron y se dispersaron. Grantaire y la dama quedaron así frente a frente, y ella inclinó graciosamente la cabeza y lo miró. Era sin lugar a dudas la joven más hermosa del reino, su belleza sólo comparable a su melancolía. Cuando sonrió, sus ojos no lo hicieron, y Grantaire la compadeció.
―Os veis deslumbrante esta noche, mi señora Cosette. Concededme este baile, ¿me haréis ese honor?
Las otras parejas abrieron un pasillo para ellos mientras avanzaban hacia el centro del salón. Grantaire tomó a la joven del talle, y la orquesta, a un gesto de batuta, comenzó a interpretar el waltz.
Bailaron sin hablarse, mirándose brevemente. Ambos eran excelentes bailarines, y su danza era armoniosa entre el torbellino de colores y sedas. El vestido de Cosette era de un pálido dorado, casi virginal, y aunque no necesitara más joyas que sus ojos, lucía un sencillo collar de granates que resaltaba contra la blancura inmaculada de su piel.
―Las damas dicen que no es apropiado para la corte ―dijo la joven al notar que había llamado su atención―. Dicen que es vulgar. Sé que no son diamantes ni esmeraldas, pero perteneció a mi madre, es una antigua herencia. Para mí posee un gran valor.
―Os acostumbraréis a las frivolidades de la corte ―le dijo Grantaire con pesar.
―Quizá, mas no sé si lo deseo. Todo es tan... opulento. Nuestra vida solía ser sencilla. Es algo abrumador.
Sin duda lo era; y Cosette, que brillaría si quisiera como un diamante entre guijarros, encajaba allí tan poco como él aunque fuera por razones bien distintas. Su compasión no era fingida como la de otros nobles cuando, al salir de la iglesia, daba limosna a los pobres como era tradición. Cosette miraba a los ojos a aquellas gentes, tomaba sus manos y les hablaba con dulzura. Parecía frágil como un cervatillo pero sus recatados modales tenían facetas ocultas. Éponine la había visto entrar a hurtadillas en los establos y escapar al bosque con su yegua, sin sus damas y sin escolta. Cosette, huérfana de padre y madre, era la única sobrina del rey y seguía a Grantaire en la línea de sucesión. El pueblo, sin embargo, ya la había coronado. Aunque no se habían prometido todavía, era cuestión de tiempo y ambos lo sabían.
Pobre muchacha, avocada a tan infeliz destino mientras su corazón aun guardaba luto por su padre, condenada a ser reina y bella esposa de un feo marido de costumbres licenciosas que no la amaría nunca como merecía ser amada. Grantaire pondría todo su empeño en hacerla feliz y fracasaría como fracasaba en todo. Su único don consistía en defraudar a todo el mundo.
La pieza tocó a su fin y los bailarines se saludaron. Algunas parejas se alejaron y otras se sumaron a la diversión. Cosette seguía junto a él pero, al mirarla, Grantaire vio que sus ojos se perdían entre el gentío: algo o alguien había llamado poderosamente su atención. Grantaire se giró siguiendo su mirada... y su corazón se volvió piedra y se paró.
Al otro extremo del salón se encontraba el joven más hermoso que sus ojos hubieran visto. Su rostro era mármol venido a la vida, sus labios, rosado terciopelo de la flor más espinosa. Lo estaba mirando a los ojos, y sus ojos eran del luminoso azul de las estrellas.
Luz de estrellas...
Grantaire había olvidado cómo respirar. Se sentía invadido por una sensación extraña, entre el temor y la familiaridad, que no sabía explicar.
―¿Alteza?
Junto a él había un caballero que solicitaba bailar con Cosette. Ella aceptó gentilmente y Grantaire la dejó marchar. Cuando buscó con la mirada al desconocido, lo vio cruzar las grandes puertas acristaladas que se abrían a la escalinata del jardín. El joven miró atrás una sola vez para encontrar sus ojos y después salió a la noche.
•••
Grantaire lo encontró sentado en el borde de la fuente, rozando con los dedos el agua cantarina. Sus largos cabellos, recogidos holgadamente en su nuca, escapaban para enmarcar su rostro como rayos de luz.
Grantaire se sentó a su lado y contempló las ondulaciones del agua. Los peces dorados, usualmente curiosos y hambrientos, habían huido al otro extremo de la fuente.
―Sé que nos hemos visto antes ―dijo Grantaire, aunque no alcanzaba a adivinar cuándo o dónde.
―Sin duda yo sí ―dijo él. Su voz era suave y vibrante y pulsó cuerdas ocultas en su alma―. Todos conocen al futuro rey.
―No recuerdo haberte visto en la corte ―dijo Grantaire―. ¿Cuál es tu nombre?
―Me llamo Enjolras.
―Enjolras... ―repitió Grantaire―. No es un apellido noble.
―Entonces yo tampoco.
Grantaire lo miró con escepticismo. ¿Se burlaba? Decía no ser noble y parecía de la realeza. Tenía el aspecto que un príncipe debería tener. Su porte, su atuendo... Sus ropajes eran sobrios, pero tan finos que parecían tejidos con sombras y luz de luna. Grantaire nunca había visto nada semejante, pero tampoco había visto a nadie como él. Por alguna razón que trascendía su sobrenatural belleza, se sentía intrigado y fascinado por su presencia.
―Eres extranjero ―creyó adivinar.
―Nací en la ciudad de Re'em ―dijo él.
―Jamás oí hablar de ella.
―No está lejos.
Tras los grandes ventanales, las siluetas danzaban en un teatro de sombras. La música llegaba apagada hasta ellos y las voces enmudecían en la distancia. Hasta los grillos callaban, y las aves nocturnas habían desaparecido.
―Hermosa fiesta ―comentó Enjolras mirando a lo lejos―. Fastuosa, a decir verdad.
―¿No lo son todas? ―suspiró Grantaire―. La corte siempre encuentra motivos para festejar.
―¿Qué se festeja esta noche?
―¿Es que no lo sabes?
―Debe ser muy importante cuando la ciudad se ha vestido de gala. En la plaza he visto unas curiosas guirnaldas... colgadas de sogas...
Grantaire lo miró confuso hasta que comprendió. La mirada de Enjolras era sombría cuando añadió:
―Parece que los cuervos también festejan. Hoy habrán cenado bien.
―Eran criminales ―argumentó Grantaire.
―¿Lo eran? ¿Qué crimen cometieron?
Grantaire fue a responder y descubrió que no podía. Los labios de Enjolras se fruncieron con desdén.
―Príncipe del reino ―susurró―, rey de las tabernas de mala reputación.
Grantaire lo miró con desconfianza.
―¿Es ahí donde nos hemos visto? ―preguntó cautelosamente.
―Tú no ves nada, príncipe.
―¿Qué es lo que debo ver?
―Que tu pueblo es miserable y sufre. Te mezclas con la plebe y bebes su vino, te acuestas con ellos, pero cuando mueren no preguntas por qué.
Grantaire entornó los ojos. Era suficiente.
―Cuidado, quien quiera que seas. Soy más paciente que mis semejantes, pero te aconsejo prudencia.
―¿Es un crimen decir la verdad? Entonces soy un criminal y merezco el cadalso.
El cadalso...
―¿Quién eres? ―siseó Grantaire con un escalofrío. Se puso de pie.
―Un ciudadano ―dijo Enjolras con calma― de la ciudad de Re'em.
―Ese lugar ni siquiera existe.
―Existe ―dijo él sombríamente―, pero tú no lo ves.
En el salón, los invitados aplaudieron entre exclamaciones de asombro. Un paje salió, divisó a Grantaire y corrió hacia él.
―¡Alteza! ―llamó―. ¡Alteza, el pastel!
―Voy enseguida ―dijo Grantaire. Se volvió hacia Enjolras...
...pero ya no lo vio.
―¿Dónde ha ido? ―exclamó mirando en derredor. El paje lo miró con incomprensión.
―Alteza, ¿quién?
Grantaire palideció. Había enloquecido y veía espíritus y sombras.
No ves nada...
O todos estaban ciegos y el clarividente era él.
