Una sonrisa cubrió sus rostros como una tormenta cubre todos los océanos del universo. Una sonrisa, un simple gesto de alegría que bien ocupaba todo su rostro, todo su ser. Bien es sabido que una risa es un simple gesto que puede hundir en una fuente de dicha y jolgorio a la más triste de las Ceres.
En sonrisas, caricias y besos se cubrieron dos disimulados cuerpos que brillaban bajo la luz de las estrellas, la luna y su pasión. Uno de ellos se mostraba pequeño y delgado, un minúsculo cuerpo cubierto por estrellas en toda su extensión; un rostro dulce con dos carnosas y rosadas serpientes adornando la base de la montaña siempre cubierta por cálida nieve. El otro: musculado y con el calor de arabia recubriendo su interior, su figura estaba coronada por un rostro afilado de rasgos rocosos y poderosos que le otorgaban la amenazante imagen de un tigre; esta corona estaba cubierta como lo estaría la de un emperador por una larga y oscura esencia.
El segundo cuerpo tomó al primero, sujetándolo entre sus brazos mientras el primero pinzó su musculado abdomen. Besos, de nuevo dulces y apasionados besos cubriéndolos, cubriendo todo su cuerpo, llenándolos por dentro y fuera.
El segundo cuerpo desabrochó como pudo la camiseta del primero, dejando al descubierto todo lo que él era, dejando al descubierto un océano de galaxias y constelaciones. Apoyó al chico sobre la cama, colocándose él como el cielo que cubría el estrellado océano y rozó con su mano su extensión. Dejó caricias y besos por cada estrella, caricias y besos por cada día de pasado sentimiento escondido que ahora florecía, caricias y besos por cada segundo separados.
Un caminante perdido recorrió la montaña dentro del sistema estelar, caricias que cubrían los cuerpos como el propio oxígeno se pegaba a ellos con cada movimiento que pudiesen realizar. Habían perdido su dualidad, su recelo o sus miedos y los cambiaron por unidad, amor y aprecio. Eran noche y día, eran norte y sur, eran frío y calor, cercanía y lejanía, luz y oscuridad. Eran todo eso, pero también eran uno, eran unidad, eran la perfecta combinación.
Mientras las caricias subían también lo hacía su tono. El viajero recorrió de arriba abajo reiteradamente el tronco estelar, la velocidad iba en aumento poco a poco, su caminar era más rápido, más fuerte; el estelar ser lo agradecía con suspiros, gritos o mordiscos al vacío.
Las estrellas estaban complacidas, las estrellas reían, se sonrojaban incluso, haciendo que su dios, su humano hecho divinidad, o su divinidad hecha humana, sonriese de vuelta con la mayor devoción y aprecio que un humano podría sentir un humano por el aire que respira, por la tierra que pisa o la comida que degusta. Él era suyo, las estrellas mismas le pertenecían y eran su sueño entero y eterno.
El Dios volvió a colocarse en su posición de cielo de las estrellas que había perdido por unos segundos y mordió el cuello de las constelaciones: mordió a los gemelos, a la doncella, a la osa mayor… Mordió cada una de las constelaciones que se encontraban a su disposición y rio. Rio como nunca antes lo había hecho, rio y mordió disfrutando de cada segundo que pasaba junto a su universo.
—Carlos —Susurró el dios a los oídos del universo infinito— podríamos probar la posición del perrito…
Solo unos segundos fueron necesarios para que su universo entero se convirtiese en un torbellino. Las estrellas que habían estado en calma se mostraron en peligrosos y activos meteoritos y todo lo que componía el arco estelar se movió. El arco estelar corrió. Huyó gritando como pocas veces había hecho antes.
Quién lo diría: El universo temía a los perros más de lo que los humanos temen a los dioses.
