Disclaimer: Los personajes de Avengers no me pertenecen.

.


.

90 Días con ella

Prólogo

.


oOo

Otro glorioso despertar con un baldazo de agua helada en el rostro. Asustado y sorprendido, Steve no pudo evitar contener el aliento bruscamente, ni soltar un siseo de dolor cuando al moverse las cadenas que sostenían sus brazos a cada lado de su cuerpo lastimaron sus muñecas en carne viva. Fue entonces que los agarrotados músculos de su cuerpo le pasaron factura una vez más. Con el crudo invierno alemán casi terminando, los nazis aprovechaban los últimos días de paralizante frío como otro eficaz medio de tortura. El pequeño cuarto donde estaba encerrado estaba tan frío como un cubo de hielo, y los huesos de Steve comenzaban a resentir la inclemencia de las bajas temperaturas tras casi dos semanas en ese mismo lugar sin más abrigo que los harapos que un día fueron su uniforme de combate.

—Buenos días, Herr Capitán— sonrió su torturador de turno, el depravado Sargento Arnim Zola. Y apenas pudo recuperar la visión, Steve pudo distinguir su obesa figura frente a él, mirándolo con esa sonrisita hipócrita de todos los días.

—¿Ya es de mañana? —preguntó en un hilo de voz, apenas parándose hasta donde sus cadenas se lo permitían, alzando la vista y parpadeando con confusión. Desde su celda no podía saber cuándo un día terminaba y comenzaba otro. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Había perdido la cuenta después de dos semanas, aunque en realidad no importaba el tiempo. Cuando Steve vio los "juguetes" que Zola usaría ése día, (los cuales incluían pinzas y una batería) pensó que había cosas más importantes de las que preocuparse.

—Debe serrlo en algún lugarr del mundo, querrido amigo —respondió el hombre rechoncho y bajito, y aunque su enfermiza sonrisa no auguraba nada bueno, Steve casi podía alegrarse de verlo a él y no a Rumlow, el soldado más sanguinario que hubiera conocido, a pesar de que no parecía ser alemán, pero estaba igual de enfermo que la mayoría de ellos —¿Listo parra hablarr? —Arnim Zola retomó la palabra, conectando las pinzas a la batería y tocando las puntas entre sí para que despidieran un pequeño pero amenazador chispeo eléctrico para intidarlo. Sin embargo, Steve miró las pinzas fijamente, y luego a los ojos de su torturador, sabiendo lo mucho que Zola odiaba eso.

—Soy el Capitán Steve Grant Rogers —dijo, sin dejar de desafiarlos con la mirada, igual que solía hacer con los bravucones de su antiguo vecindario —, oficial del Ejército de los Estados Unidos de Norteamérica. Nacido en Brooklyn el 4 de julio de mil novecientos...

—Veo que hoy tampoco cooperará —asumió Brock Rumlow, haciéndose visible al fin desde la entrada, vestido como siempre con su impecable uniforme del Ejército Nazi y una sonrisa torcida pintada en su rostro masculinas y todavía efebo. Steve lo miró fijo a él también, aunque, a diferencia de su colega, Rumlow pareció disfrutar enormemente del gesto con sádica diversión —Vaya, vaya, vaya. Alguien se siente muy valiente el día de hoy, ¿verdad?— rió, enlazando las manos tras la espalda mientras se acercaba a Zola y sus pinzas— Dele la primer descarga —ordenó, y el diminuto hombre asintió servilmente, obedeciendo como buen perro faldero y colocando una pinza a cada lado del torso desnudo de Steve, que apenas pudo contener sus gritos de dolor cuando la primer oleada de corriente atravesó su cuerpo. El hombre rechoncho esperó unos pocos segundos que al capitán se le hicieron eternos antes de apagar la corriente, y Steve entonces cayó de rodillas, con las manos aún atadas a las paredes como lo habían dejado el día anterior, luchando por respirar y contener las repentinas ganas de volcar el casi inexistente contenido de su estómago, lo cual no sirvió de mucho.

Vomitando solo un líquido transparente volvió a sentir como sus rodillas cedían del todo, y sus cadenas tiritaron una vez más al tener que contener todo el peso de su cuerpo.

Rumlow y Zola le dieron unos segundos para recuperarse, pero apenas el soldado americano pudo volver a respirar con normalidad sintió que lo sujetaban violentamente del cabello, obligándolo a alzar la mirada una vez más.

—¿Y qué me dice ahora, Capitán? —preguntó Rumlow, sujetándole la cabeza con ambas manos para evitar que volviera a caérsele al no poder mantenerla erguida. Y Steve gruñó ante tan brusca acción, pero, lejos de amedrentarse, escupió al suelo y enfrentó la mirada del nazi con toda la bravura que alguien criado en las calles de Brooklyn podía poseer.

—Soy el Capitán Steve Grant Rogers, oficial del Ejército de los Estados Unidos de...— comenzó a repetir, pero un golpe de Rumlow en la quijada lo silenció. Steve escupió una vez más, expulsando el exceso de saliva mezclada con sangre de su boca y sonrió con altanería— Así que ya empezamos...— siseó, esforzándose por levantarse una vez más— No importa, podría hacer esto todo el día.

Rumlow lo miró; sus facciones eran tan inexpresivas como todos los días, pero su furia fue demostrada con el siguiente golpe a la boca de su estómago, haciendo que más sangre saliera de la boca de un sonriente Steve, que tuvo que tomarse unos segundos para poder volver a respirar y recuperar su altanería.

—No sé si te lo han dicho, pero golpeas como niña— rió, pero su pequeña victoria duró poco cuando el hombre volvió a silenciarlo con un golpe.

—Suéltalo— ordenó, y Zola, algo contrariado, obedeció, soltando las muñecas de Steve, que cayó con todo su peso muerto al piso, y antes de que pudiera siquiera levantar la cabeza Rumlow le rompió la nariz con su bota, arrojándolo nuevamente al piso para empezar a darle patadas en las costillas hasta que pareció cansarse y se arrodilló a su lado, tomándolo de su raída camisa para obligarlo a mirarle, volviendo a alzar el puño, pero Zola lo detuvo:

—¡Teniente, Herr Schmidt lo quiere con vida!— exclamó, y Rumlow, contra su voluntad, lo soltó. El otro oficial se acercó a él y le dijo algo en alemán mientras Steve, golpeado y ensangrentado todavía en el suelo, frunció el ceño, sabiendo que cuando esos dos hablaban en secreto nada bueno podía esperarle. Entonces Rumlow lo levantó como si fuera un simple y pesado muñeco para volver a sentarlo de rodillas, y salió del cuartucho, al fin dejándolo a solas con Zola.

El pequeño hombrecillo tomó otra cubeta de agua y se la arrojó encima una vez más, limpiándole la sangre del rostro con un trapo sucio con la sangre de alguien más, en un gesto por demás innecesario aunque bastante considerado, le acomodó la nariz de un tirón, ahora sí haciéndole gritar de dolor una vez más.

—Es su última oporrtunidad, capitán— le dijo— Díganos lo que querremos saberr y serrá librre— bajó una octava el sonido de su voz, hablándole en complicidad, mas Steve, como respuesta, desvió el rostro, haciendo que el hombre bajito suspirara— Oh... Lástima— musitó, limpiando sus elegantes guantes de piel negra con el mismo trapito sucio con el que había limpiado la sangre de la nariz de Steve—. Erres un excelente espécimen de la perrfección arria, perrro si no vas a darrme nombrres entonces no nos sirrves de nada, mein lieber Freund— le dijo, y Steve parpadeó, tratando de restar tensión con una risilla sarcástica.

— ¿Tan pronto? Hiere mis sentimientos, doc...— sonrió, aunque el simple gesto fue extremadamente doloroso por todo el daño que acababa de sufrir su cuerpo. Y Zola soltó una risita sarcástica, luego se dio la vuelta un momento para elegir entre sus instrumentos el más filoso y mortífero.

—Admito que extrrañarré ése sentido del humorr tan amerricano— le dijo, analizando el filo de un cuchillo antes de decidir que era el indicado para su propósito, soltando un pequeño gemido de satisfacción—. Perrro se ha porrtado usted muy mal, señorr Rrogerrs, y es mi deber...— Zola volvió a darse la vuelta, con el cuchillo que había escogido en las manos, sin esperarse el golpe que lo arrojó al suelo.

Steve, que había usado la olvidada batería para golpearlo casi con sus últimas fuerzas, rápidamente se arrojó sobre él y siguió golpeándolo con sus puños hasta dejarlo inconsciente. Apenas estuvo seguro de que su torturador no despertaría de inmediato, rápidamente le quitó su arma, su abrigo y sus botas, que, a pesar de ser el alemán un hombre considerablemente más pequeño pero demasiado obeso para su altura, le quedaban a la perfección. Se vistió tan rápido como pudo, colocándose el uno forma alemán sobre sus ropas sucias y rotas, riendo ante lo ridículamente suave y cómoda que era la tela. Tal vez cashmere italiano. Hitler sí que procuraba vestir bien a sus tropas.

Antes de salir se ocupó de atar a Zola y ponerse su gorra para cubrir su rostro, vigilando el pasillo antes de poner el primer pie fuera, respirando muy hondo para mantener la calma y avanzar con paso seguro.

Estaba en un corredor algo oscuro, lleno de concreto y puertas metálicas decorando la paredes cada intervalo de tres metros. Todo estaba en silencio, haciéndole sentir una calma casi pavorosa a cada paso que daba hacia la puerta al final del oscuro pasillo, la cual, para su buena suerte, lo llevó a una especie de cuartel de paredes blancas que estaba completamente vacía de no ser por dos guardias que custodiaban la salida. Los soldados detuvieron su charla al verlo, pero en vez de dispararle lo saludaron con mucho respeto, y Steve correspondió el saludo antes de seguir caminando hacia la segunda salida, que lo llevó a un cuarto más grande que el anterior, sin ventanas pero con tres puertas cerradas. Parecía estar en un laberinto sin salida. Sin saber por dónde ir exactamente, Steve tomó la puerta que estaba en medio, la cual lo llevó hacia unas escaleras. El capitán, sin más salidas visibles, comenzó a subirlas con el corazón en un puño hasta que escuchó el sonido de una pesada puerta de metal, y al alcanzar el final del camino vio la luz del día por primera vez en semanas. Las escaleras lo habían llevado a lo que parecía ser una oficina llena de escritorios y telégrafos que aún estaba vacía, sin embargo podían oírse voces no muy lejos.

Steve corrió hacia la salida, forzándose a sí mismo a detenerse por si había guardias fuera, los cuales, en efecto, allí estaban, custodiando los alrededores. El sol lo cegó por un momento, así como también los escasos cúmulos de brillante nieve blanca que todavía seguían derritiéndose en los alrededores; Steve recordó que la última vez que había visto la luz del día la nieve le llegaba casi hasta las rodillas, y se preguntó por cuánto tiempo había estado en esa celda. No obstante, tratando de disimular su turbación lo mejor posible, el soldado americano bajó su gorra, saludó a los soldados que aguardaban con metralletas e intentó actuar lo más natural posible mientras apretaba el paso en busca de algún vehículo. Pero de pronto alguien le gritó. Steve no pudo entender qué decía, pero sabía que le hablaban a él, así que lentamente se dio la vuelta. Los soldados que acababa de saludar esperaban una respuesta, con sus armas hacia abajo pero listas en caso de ser necesario. Steve les sonrió, tratando de recordar algo de todo el alemán que había oído desde que estaba allí, pero no se le ocurrió ninguna respuesta coherente. El soldado repitió su pregunta entonces, terminando con una palabra que sí entendió muy bien, y que le heló la sangre: americano.

Entonces se oyeron más gritos y alguien encendió una alarma. Los dos soldados de la salida se entretuvieron por un momento ya Steven aprovechó para golpear a uno y sacarle su arma para detener al otro, tan rápido como la adrenalina corriendo por sus venas se lo permitió. Dejó inconsciente al segundo guardia golpeándolo con su propia metralleta y rápidamente corrió hacia el bosque que rodeaba el lugar, abriendo fuego apenas vislumbró más soldados alemanes en la entrada. El fuego fue recíproco entonces. Al menos media docena de nazis comandados por Rumlow empezaron a dispararle con grueso calibre, astillando el árbol tras el que se había escondido. Steve entonces se armó de valor y volvió a asomarse para abrir fuego y así abrirse camino para poder escapar, y mientras lo hacía comenzó a correr entre los inmensos árboles que apenas recuperaban su follaje, quedándose sin municiones cuando no había avanzado ni siquiera unos cien metros, así que se deshizo del arma inútil con frustración y siguió corriendo, sintiendo a los alemanes cada vez más cerca, pero aún así les llevaba bastante ventaja gracias a su gran agilidad.

Steve corrió como nunca antes; se cayó, rodó por el suelo húmedo y helado, se levantó y siguió corriendo, o supo por cuánto tiempo ni en qué dirección iba, pero los disparos y gritos se hacían cada a vez más lejanos hasta desaparecer por completo. Entonces al fin pudo detenerse un momento para pensar, dándose cuenta de que debía pasar de mediodía gracias a la posición del sol. Se concentró en esquivar la nieve para no dejar huellas y encontrar una vía de escape, seguro de que su mejor opción sería hallar un vehículo para llegar a la ciudad más próxima y encontrar algo de ropa para pasar inadvertido hasta hallar un campamento Aliado o salir de Alemania. Pero no había nada. Se había metido tan profundo en el bosque que ahora no lograba encontrar una salida.

—¡Maldición! —gruñó, frustrado. Y de repente oyó el sonido hueco de un disparo, y sintió una fuerte mordida en el abdomen, luego otra en su brazo, y algo cálido escapando de su cuerpo.

—Da drüben! —gritó alguien en alemán, y Steve, tratando de sujetarse la herida, apretó los dientes y volvió a correr, mucho más lenta y torpemente a causa de la pérdida de sangre y el dolor. Entonces se desplomó una vez más, rodando por una pequeña colina de hojas secas, escarcha y lodo, y cayendo sobre algo suave y helado. Y su corazón se detuvo cuando, al abrir los ojos, su mirada enfrentó directamente a una apagada y sin vida. Steve se levantó, sobresaltado, y contempló con horror el cadáver que estaba frente a él, así como muchos otros, tal vez decenas o más, de personas sin vida, arrojadas en el lodo, en una fosa deplorable, como si no fuesen nada. Quiso vomitar, pero no tenía el tiempo. Haciendo de tripas corazón al oír a los nazis cerca movió algunos cadáveres del fango y se escondió bajo ellos, conteniendo la respiración para no ahogarse en el agua pútrida y enlodada, cerrando los ojos con fuerza para no gritar de dolor ante la presión en su herida sangrante.

Los soldados llegaron rápidamente tras él, Steve alzó levemente la cabeza para intentar oírlos. Y escuchó sus acuosos pasos sobre los cadáveres, y algunos disparos aleatorios, perturbando aún más el descanso eterno de eso hombres. Entonces escuchó la voz de Rumlow por sobre las demás, y se oía furioso:

Wo bist du?!

—Er ist nicht hier— respondió un soldado joven, y Rumlow lo abofeteó.

Er muss nach Norden gehen, Herr! Der Rest der Straße ist wegen der Regenzeit überflutet.

—Fühlt sich das?

—Ja.

Steve trató de concentrarse y entender, pero no conocía ni una palabra en alemán.

Der amerikanische entkam nach Norden! Finden Sie ihn! Ich will ihn tot!

— Ja!— exclamaron todos los soldados, y después salieron de la fosa con su Capitán a la cabeza.

Steve esperó, una hora, dos. Pese al frío, al dolor y las náuseas, se obligó a sí mismo a esperar hasta que comenzó a atardecer. Cuando decidió levantarse estaba congelado, sucio de pies a cabeza, con los músculos agarrotados y muy débil, pero aún tenía el arma de Zola y unas pocas horas de luz para encontrar un lugar donde al menos pudiera lavarse.

—Resiste... Ya llegaste hasta aquí— intentó darse ánimos mientras inspeccionaba la herida de su abdomen.

Sorprendentemente aún seguía con vida y caminando.

oOo

El sol empezaba a desaparecer tras las tranquilas y coloridas colinas de Württemberg, creando un verdadero espectáculo de luces mientras la ciudad comenzaba a prepararse para dormir.

Natalia Romanova se miró al espejo una vez más y repitió el último movimiento. Su estilizada y esbelta figura se movía con gracia mientras sus manos formaban un perfecto arco sobre su cabeza antes de descender hacia ambos lados, marcando el final del baile. Así que se sacó sus viejas zapatillas de ballet y, cansada y pensativa, contempló el atardecer desde su ventana en la bonita villa donde vivía, alejada del bochornoso centro lleno de oficiales, propaganda y soldados nazis.

Era increíble la falsa sensación de seguridad que aún ella podía sentir, estando en el epicentro mismo de la guerra, donde nada parecía haber cambiado demasiado. Los mercados seguían abiertos, los cines, teatros y restaurantes operaban con normalidad. Las estúpidas e ignorantes damas aún se paseaban con sus joyas más elegantes del brazo de algún hombre, y los más adinerados seguían exhibiéndose por la Ópera como si nada pudiera tocarlos. Era extraño sentirse parte de ellos. La guerra poco a poco menguaba, y Alemania perdía terreno, pero para nadie en Württemberg parecía ser suficiente para quitarles el sueño.

Cuando los últimos rostros de la tarde bañaron su rostro, Natalia (o Natasha, según su nuevo alias) se puso un chal sobre los hombros y suspiró, sintiéndose tan aliviada como molesta mientras cerraba la ventana y empezaba a prepararse para dormir temprano, como era su costumbre.

Su "benefactor", una vez más, no había ido a verla. No que se sintiera triste. Reamente era un alivio no sentir aquellas manos como garras sobre su cuerpo durante toda la noche, pero, le gustara o no, estaba allí justamente para eso, para ser la amante perfecta, sumisa, dedicada y hermosa, de uno de los oficiales nazis más importantes del Tercer Reich.

Johann Schmidt era su nombre, un general de edad media, gran porte y mirada severa. Su rol era la encarnación de la intimidación Nazi, mientras Hitler se mantenía como el líder popular de Alemania. Así Johann (o Red Skull como lo llamaban los Aliados debido a su uniforme), se había convertido en la cabeza designada de las actividades terroristas nazis con un gran rol adicional en el espionaje externo y sabotaje. Tuvo éxito, sembrando caos en toda Europa durante las primeras etapas de la Segunda Guerra Mundial causando un gran efecto con propaganda del partido; era una de las mentes más grandes y peligrosas de Alemania, y sin embargo había caído ante los encantos del una mujer. Igual de predecible que todos los hombres.

Natasha lo sabía todo sobre él, pues era parte de su trabajo.

Noticias del avance de los Aliados llegaban a ella todos los días, pero aún necesitaba más de Schmidt. Información, planes, mapas, todo cuanto pudiera servir a la Unión Soviética, y consecuentemente a los Aliados, pero Rusia peleaba más por sí misma que por otros países, buscando expulsar a los codiciosos nazis de sus tierras, lo que la volvía egoísta igual que su patria.

Schmidt no había ido a verla ese día, y realmente odiaba sentirlo sobre su cuerpo, pero odiaba mucho más los días que no eran productivos. A los hombres como Cráneo Rojo solo podía sacárseles información importante en la cama, pero para eso necesitaba dejar que la tocara, y necesitaba que Schmidt fuera a verla, por más asco que todo eso le representaba.

Suspirando, observó el camino en que unía su solitaria villa con el pueblo a varios kilómetros de distancia, esperando ver a Wanda y Pietro, quienes eran su única compañía en ese lugar, llegar en cualquier momento con las provisiones de la semana. Los gemelos Maximoff eran hijos de un gitano rumano que habían escapado a Alemania con pasaportes falsos para evitar los campos luego de perder a su padre, donde ella los había encontrado al poco tiempo, tres años atrás, dos huérfanos casi congelados, enfermos y muertos de hambre, dos niños de doce años que no tenían dinero o algún lugar donde protegerse del crudo invierno de Berlín. Natasha se había compadecido de ellos, a pesar de que no estaban en su misión y no tenían idea de quién era en realidad, pero los Maximoff tenían algo, en sus enormes ojos claros y sus mejillas hundidas, que le habían recordado a ella misma tiempo atrás. Desde entonces los había protegido de la SS, y a cambio ellos le servían fielmente. Podía decirse que casi eran como una familia, pero Natasha sabía bien que no podría llevarlos con ella cuando tuviera que regresar a Rusia, y Wanda y Pietro no eran estúpidos, así que debían saberlo también, mas de momento ninguno se preocupaba por eso, o al menos no en voz alta.

Tan concentrada estaba en sus pensamientos que se sobresaltó cuando un repentino estruendo la distrajo. Fue un sonido extraño, como un costal de papas cayendo sobre el piso de madera de la sala, llevándose algo que se hizo añicos consigo.

—¿Wanda? —preguntó, asomándose a la puerta. Escuchó pasos, un quejido demasiado masculino para ser de Wanda y una maldición ahogada —¿Pietro? —Natasha tomó el arma que siempre escondía en el corredor y comenzó a bajar las escaleras con cautela, preparando su arma en caso de necesitarla. Avanzó un par de pasos en la sala sumida en penumbras, notando que alguien había tirado una de sus mesitas de cedro, destrozando el elegante juego de té que había sobre ella. Entonces vio algo que la alertó: era sangre. Se inclinó para tocarla y comprobó que aún estaba caliente. Alguien estaba sangrando en su casa.

Preparó el revolver para disparar y entonces sintió el frío metal contra su piel.

—No se mueva— Natasha contuvo la respiración, tan sorprendida como turbada. Sintió una mano grande y fuerte tomando la cintura de su camisón de satén, y un olor hediondo pero al mismo tiempo muy masculino llegó a su nariz— ¿Puede entenderme?— ella asintió lentamente, sintiendo el frío metal del arma contra su costado izquierdo, y un cuerpo mucho más alto y fornido contra el suyo— Suelte su arma. Por favor— La situación era riesgosa, así que obedeció con algo de indecisión, pero al mismo tiempo no pudo evitar que su cuerpo reaccionara ante la cercanía de ese hombre que se sentía tan fuerte contra su pequeña anatomía. Él entonces soltó su agarre, pero siguió apuntándole— No quiero hacerle daño— le dijo, jadeando como si hubiera llegado corriendo desde Berlín— Pero lo haré si grita.

—No voy a gritar— aseguró, preparándose para dar el golpe en el momento indicado y desarmar a su agresor— No me...

—Por favor —la cortó él, separándose ligeramente mientras gemía de dolor —Necesito...ayuda...

Natasha se sorprendió de su forma tan correcta y educada de hablar, lo que indicaba lo desesperado que debía estar. Entonces, cuando él quitó su arma volteó lentamente y se quedó sin aliento ante la imagen que sus ojos veían. Un hombre como de unos dos metros, musculoso a pesar de que se veía algo débil, bañado en lodo de pies a cabeza, pero aun así Natasha pudo distinguir tres cosas muy claras en él: el uniforme americano que llevaba bajo el abrigo del Ejército Alemán, que su cabello parecía ser rubio a pesar de estar muy sucio, y sus ojos, los ojos más azules y expresivos que había visto en su vida. Lo miró fijamente una vez más; por una fracción de segundo vio algo muy familiar en él y sintió un pinchazo de ternura que espantó inmediatamente.

—Por favor...—repitió él, con ése acento americano que ella tanto había practicado siendo una niña, y por eso enfocó sus ojos en los suyos, y por ellos supo que él no estaba allí para hacerle daño, sino que de verdad necesitaba su ayuda.

Y ella, por extraño que fuera, quería dársela.

oOo


.

Continuará...

.


.

N del A:

Hola!

Bueno, tomé clases de alemán como obligación en secundaria, pero realmente por pereza usé el traductor, y creo que la mayoría sabe lo malo que es a veces xD

Nueva historia, de no más de cinco o seis capítulos, ambientado durante la Segunda Guerra Mundial, por ahora solo Romanogers, rating M, puesto que habrá mucho Lime y Lemon a partir del siguiente capítulo, así que están advertid s.

Iré publicando ésta historia y Querido Steve alternativamente.

Y si se preguntan porqué subo una nueva historia sin terminar la otra de antemano les digo que el ser humano es imbécil por naturaleza. Jajaja

Saludos!

H.S.