Siempre le había gustado la vista de Beika por la noche, la Torre Touto brillando como una antorcha roja en medio de un racimo de lucecitas. Desde el austero piso de alquiler, amueblado con las comodidades mínimas, observó el incesante tráfico, que incluso de noche infestaba las carreteras como un enjambre.

La gente caminaba por la calle en manga corta, disfrutando de aquel día de verano. Los amigos reían entre ellos, las parejas se cogían de la mano intercambiando miradas cómplices, niños corriendo frente padres que no podían mantener el frenético ritmo de sus hijos.

Tras verlos a todos ellos sólo se le ocurrió una palabra: futuro.

Toda esa gente tenía planes; reunirse con alguien mañana, encontrar el trabajo de sus sueños, planificar la inminente boda.

Y eso le arrancó una mueca de odio. Pues no puedes tener un futuro cuando toda fuerza humana y divina ha hecho todo lo posible por arrebatártelo.

Toda esa gente, las millones de vidas que conformaban Beika, daban el futuro como algo sentado, tan seguro como que el sol se alzaría al día siguiente.

"Nunca echas de menos el aire hasta que no puedes respirar", pensó.

Encendió un cigarro y expulsó el humo contra la ventana, sumiendo la panorámica de la ciudad en una borrosa óleo.

Sí, el sol se alzaría de nuevo mañana. Pero cuando volviese a caer la noche nada sería lo mismo.

Volvió a sentarse frente al ordenador. Había pasado más de la mitad del día escribiendo un documento de tan solo tres páginas que conformaban una nota de despedida y una declaración de intenciones.

Su testamento.

"Algún día la gente encontrará este documento y sabrá por qué lo hice. Me llamarán genocida. Me llamarán terrorista, pero nada de eso importará porque ya me habré ido y entonces. Sólo entonces. Os acordaréis de él y tendréis que darle la razón"

Repasó una última vez el documento, lo firmó y lo subió a un sistema de archivo en la nube cifrado. Si dentro de cuatro días no introducía una contraseña en su cuenta principal, el servidor mandaría automáticamente ese documento a todo medio de comunicación conocido en Japón.

Cuando terminó la operación se reclinó en la silla, que gruñó bajo su peso, terminó el cigarro y aplastó la colilla contra un cenicero lleno.

En el marco de la pantalla del ordenador había pegada una fotografía. El único rostro que salía en ella tenía varios círculos rojos trazados con furia alrededor.

Expulsó el humo con furia contra el rostro de aquel hombre de cabello corto y bigotillo que, a pesar de su expresión bobalicona había conseguido resolver casos tan complicados que se había vuelto un elemento indispensable para el Departamento de la Policía Metropolitana.

Su presencia al día siguiente había sido un problema imprevisto. Pero si había algo que se le daba bien, era convertir las dificultades en ventajas.

"Tengo curiosidad por ver cómo resolverá este caso".

Encendió una cerilla, arrancó la foto de Kogoro Mouri de la pantalla y dejó que esta se consumiese bajo el fuego.