Todo le pertenece a George R. R. Martin.
My name under your skin.
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Albor era blanca y los cabellos de Elia eran negros y contrastaban perfectamente.
Tan negros como una noche sin estrellas, pero que reluce por la luz de la luna, grácil y firme. No se consideraba un hombre romántico o sensible, pero Elia era el tipo de mujer que te hacían escribir poemas sobre su cabello o sus ojos y cómo atrapaban los colores y los hacía parecer dos pozos profundos. Ni siquiera Albor poseía esos poderes, de bruja encantadora y hermosa.
Le averguenza decir que su nombre arde debajo de su piel (Elia, Elia, Elia), canta y canta cuando ella se acerca y lo roza, piediéndole que busque a Rhaegar o Rhaenys. Canta cuando lo mira a través de la habitación y siente que podría estalla allí mismo. Canta cuando su nombre sale de sus labios, suave y ritmico, con un ligero acento, el mismo que adorna sus propias palabras. Canta cuando el olor de su perfume o de su cabello se queda en la habitación y él hace todo lo que puede para no paralizarse. Cantó cuando fue su último aborto, y la consiguió en el piso, cerca de su habitación, llorando y llena de sangre, roja, contrastando con su capa.
Su deber era cuidar a la familia real, al rey, a Rhaegar (su amigo, dijo una voz en lo profundo) y a ella y a sus hijos. Se avergonzaba del hecho de que la protegería a ella primero antes que al rey, su rey.
Arthur menea la cabeza y trata de despejar su cabeza, no era propio de un caballero de la Guardia Real el estar soñando con la princesa. Y menos cuando esta se encuentra junto a su esposo, quien no le presta atención sino que discute acaloradamente con el rey. Suspira y sabe que iban a estar allí un largo rato.
«No debería estar pensando en ella» se dice, otra vez.
Y como si le hubiesen leído la mente, sintió una mirada. Era Elia, que lo observaba. Arthur trató de dejar su cara impasible, sin ninguna evidencia de sus pensamientos, nada que lo dejase quedar como un tonto. Ella le sonrió ligeramente y volteó los ojos, señalando a su esposo y rey. Oh, era difícil no mirar (pensar, sentir) cuando ella le llamaba la atención como si fueran cómplices en alguna travesura. Ya no eran niños en los jardines de agua, jugando y siendo inocentes.
Le devolvió la sonrisa, un poco más tensa, preocupándose para que no se transformara en una de idiota enamorado.
