Prólogo.

Hogwarts siempre fue especial. Cada minuto en el que viviste en él lo fue. Cada segundo. Por ese mismo motivo, quizás, te mudaste a Hogsmeade y pusiste allí la taberna. Pero no había nada tan especial como el volver a su casa. Saber que te estaría esperando, igual que tú esperabas cada verano con ansias. Ella creía que tú trabajabas en un internado de lujo, te habías dado el lujo de hacerle creer eso. A veces le escribías, ella te respondía. Vaguedades.

Nunca jamás esperaste nada más de ella. Nunca. Menos aún cuando estabais ambos a punto de ser ancianos. Y de repente dejaste de quedarte en tu maldita taberna cada día, volvías a su lado y observabas cómo esa maravilla de Dios crecía. Primero en ella. Más tarde por su cuenta.

Evitaste que nadie supiese su existencia. ¿Una nueva persona en esta familia? Mejor su desconocimiento. Tal fue tu presión que N., como solías llamarla en tu pensamiento, cedió y se mudó a España.

Ella no estaría cerca de dónde murió, de donde vivió, de nada. Estaría lejos. A salvo. Ambos estuvisteis de acuerdo, una vez le explicaste quién eras.

N. no estaba contenta con ello. Claro que no. Llevabais unos 50 años "juntos" y nunca le dijiste que eras un mago. Que acababais de salir de una guerra horrible que te hizo perder a toda tu familia desde el principio. Nunca abriste la boca. Pero cuando viste a tu pequeña, cuando la sentiste bajo tus manos, caíste enamorado. Más enamorado de lo que lo estabas. De una forma diferente. Especial. Como Hogwarts. Pero más allá. Mucho más.

Cuando ella fue más mayor, solía decir "Hasta el infinito y más allá, ¿verdad, papá?", y tú sonreías y afirmabas. A. hacía feliz a todo el que la veía, sobre todo porque sonreía y miraba, con sus ojos azules que parecían ver más allá de ti, como si nada importase excepto tú.

No dijo nunca nada, solo aceptó con la cabeza que tú no eras el típico padre que se quedaba allí, y cada vez que aparecías, sonreía. Desde pequeña comprendió que todo iba más allá de ella. De N. De todo. Él era diferente. Era una cabra loca, como definieron alguna vez las dos mujeres de su vida, una vez la más joven se hizo mayor.

Y entonces tú viste cómo te plantaba cara, completamente seria por primera vez. No ibas a evitar que consiguiera esto. Necesitaba hacerlo. Era para lo que había nacido. Y ni tú, ni nadie evitaría que lo lograra. Aceptaste, sin querer aceptar. Tenía 20 años y no podías evitar que avanzara por su cuenta.

¿Pero volver allí? ¿Quién le aseguraba que no apareciese un nuevo Tom? ¿Qué no muriese? Nada. Nada ni nadie lo afirmaba. Pero ella tenía esa mirada. La que había visto en su hermano siempre. Y supo que nada podría impedírselo.

Y Aberforth Dumbledore cedió, dejó que su pequeña, Ariana Dumbledore II, fuese a Hogwarts a pedir trabajo.