Disclaimer: Todo lo que reconozcáis pertenece a Suzanne Collins. El resto nos pertenece a mí y a mi gusto por el drama.

Nueva historia con el mismo fandom que la anterior. Me siento bastante cómoda con el fandom de los Juegos no sé si es porque me deja explotar mi vena dramática que al final es la que mejor se me da a la hora de escribir o qué pero ahí queda. Más cosas. En primer lugar, tengo pensado que esta historia sea algo más larga de mis habituales, calculo que serán más o menos cinco capítulos. De hecho el último ya está escrito :P En segundo lugar, quiero decir que adoro a Finnick y a Annie, juntos y separados. La suya me parece una historia de amor increíble que levanta muchas preguntas. No voy a decir que vengo con todas las respuestas pero traigo lo que pudo haber pasado para que Finnick, el hombre que podía haber tenido a la mujer que quisiera, se enamorara de Annie, la pobre chica loca de su distrito. Espero que os guste.

Capítulo 1: Maiden of the sea

Finnick terminó lo que estaba haciendo y, dado que ya no le quedaban excusas para no salir, se dirigió a la plaza mayor donde el alcalde ya estaría recibiendo a los invitados del Capitolio. Eran los septuagésimos Juegos del hambre. Los quintos desde que había ganado y tenía que participar como mentor. Odiaba ser mentor. Odiaba dirigir a aquellos chicos sabiendo que lo más probable era que murieran. Además, este año iba a ser mentor solo. Mags le había preguntado si le importaba hacerlo sin ella este año. Lo cierto es que sí le importaba, pero entendía que ella estaba mayor y que llevaba más de sesenta años siendo mentora en los Juegos. Se merecía quedarse en casa. Cuando Finnick llegó, todo el mundo estaba ya en la plaza. Saludó a las autoridades pertinentes, entre las que se encontraba Sarah MacKenzie, la encargada de sacar los nombres de los tributos de la urna, y esperó a que acabaran con aquello de una vez por todas.

Annie Cresta. Ese era el nombre de la chica a la que iba a acompañar a morir, pensó Finnick sombríamente. Annie era de estatura media, tenía el cabello oscuro y unos grandes ojos verde oscuro. Por la mirada en estos se notaba que pensaba que acababan de firmar su sentencia de muerte. Finnick también lo pensaba. Estaba tan distraído mirando a Annie que ni siquiera se enteró de que la cosecha había terminado. El tributo masculino debía de tener unos trece años. Va a ser un año fantástico, pensó con sarcasmo para sí mismo.

Después de unos minutos en los que Sarah despidió la ceremonia, se dirigieron todos hacia el ayuntamiento. Sarah no era el prototipo de ciudadano del Capitolio. Vestía con colores suaves y su físico no tenía ninguna modificación física aparente. Finnick se acercó a ella suspirando.

−Hola, MacKenzie.

−Hola, Odair. Parece que vamos a tener un año complicado.

Finnick gruñó. Sarah tenía razón si considerabas que complicado era sinónimo de «vamos a volver a casa con dos cadáveres». Finnick odiaba los Juegos pero los odiaba aún más cuando tenía que ser mentor de unos niños que no tenían la más mínima posibilidad. El ayuntamiento tenía una puerta trasera casi tan amplia como la delantera que daba a las vías del tren. Se dirigió allí a esperar a que los niños terminaran de despedirse de sus familias. Como mínimo uno de ellos no volvería a verlos, el pesimismo de Finnick ese día le susurraba que ninguno de ellos lo haría.

Finalmente, se reunieron todos en el andén y subieron al tren. Finnick fue directo al vagón comedor y dejó que Sarah les explicara a los chicos dónde estaban sus dormitorios. Cuando terminaron, se reunieron con él. Estuvieron charlando un rato sobre cosas intrascendentes, pero la mayoría del tiempo estuvieron callados. Los chicos eran conscientes de sus escasas posibilidades de supervivencia. Annie, sobre todo, se limitaba a mirar por la ventana abstraída en sus propios pensamientos.

Para cuando las dos semanas de preparación llegaron a su fin, Finnick había estudiado a sus chicos a la perfección. Al ser del Distrito 4 ambos eran capaces de crear anzuelos prácticamente de la nada. Eso era bueno porque si había agua y, desde que un año la mitad de los tributos murieron de sed, solía haberla, no se morirían de inanición. Además, sabían usar los cuchillos para limpiar el pescado lo que significaba que también sabrían usarlos contra otra persona. Desgraciadamente, Finnick, que podía odiar los Juegos pero, después de cinco años de mentor y de ganar uno, entendía cómo funcionaban como si los hubiera creado él, había llegado a una conclusión. El chico no tenía ninguna posibilidad. Era débil y, por mucho que lo intentara, no se le ocurría una estrategia de presentación que le fuera a hacer ganarse al público y, por tanto, a los patrocinadores. Y si había alguien en Panem que entendía la importancia de los patrocinadores, ése era Finnick.

Pero Annie... Annie era una historia totalmente diferente. Él sabía que había muy pocas posibilidades de que pudiera ganar, puesto que no tenía ni la fuerza, ni la violencia necesarias para matar a alguien, sobre todo si hablábamos del hipotético caso en el que sólo quedara ella y otro participante. Pero Annie tenía algo que podía atraer a los patrocinadores. Era guapísima, de eso no había duda, pero además poseía una belleza cautivadora sumada a una dulce fragilidad. Era el súmmum de la feminidad. Él sabía lo que esa clase de mujeres provocaba en los hombres. El deseo de proteger pero, sobre todo, de poseer. No abandonarían a esa chica a su suerte si salvarla podía significar poseerla. Finnick ya lo había comprobado en sus propias carnes. Sabía que había obtenido el tridente porque los patrocinadores lo deseaban y había tenido que vivir acorde con esa idea durante cinco años. Se suponía que los vencedores obtenían una vida más segura y mejor que la de los demás. Siempre y cuando acataran las reglas del Capitolio, por supuesto. También sabía que no era eso lo que quería para Annie, pero era algo en lo que prefería no pensar. Para qué preocuparte por algo que no crees que vaya a suceder.

Así que lo consultó con el estilista de Annie y decidieron que se presentara a la entrevista con Caesar con un vaporoso vestido de color verde que resaltaba el color de sus ojos. El estilista optó por maquillarla lo más ligeramente que pudo para conservar su frescura. El resto fue la propia personalidad de Annie.

La entrevista fue magnífica. Caesar estaba fascinado con la chica y ella era toda dulzura y timidez. Cuando Caesar le dijo que esperaba volver a verla, y parecía sincero, ella le dedicó una preciosa sonrisa llena de tristeza. Finnick era consciente de que la mayoría de los patrocinadores, al menos los hombres, estaban en su casa deseando que esa sonrisa estuviera dirigida a ellos. Habían conseguido lo que querían. Annie parecía una trágica damisela en apuros y todo Panem quería acudir a su rescate.

Esa noche se reunieron todos y Finnick le dio unas últimas recomendaciones.

−No entréis en la Cornucopia. No tendréis ninguna posibilidad. Vuestra mejor opción es salir cuanto antes de allí y dejar que los demás se maten entre ellos. Manteneos escondidos todo lo que podáis.

Poco después de eso el chico se fue a dormir. Annie y Finnick estuvieron sentados un rato en silencio. Annie lo miró fijamente hasta que él le devolvió la mirada.

−No crees que tengamos ninguna posibilidad, ¿verdad?

Finnick la miró. Ambos sabían que ella tenía razón pero no quería decirlo en voz alta. No quería que ella perdiera la poca esperanza que le podía quedar.

−No pasa nada, Finnick− dijo ella incorporándose y besándolo en la mejilla−. No es culpa tuya.

Finnick la observó mientras se marchaba. Aquella chica era peligrosa, pensó. Le recordaba a un tiempo en el que él también había sido inocente y pensaba que el mundo podía ser un lugar mejor. Ahora había crecido y había aprendido que en Panem las cosas sólo podían ir a peor. Para confirmárselo, al día siguiente empezaron los septuagésimos Juegos del hambre.