Publicado originalmente el 27/06/2016


En su momento lo llamó una "reacción química". Dos elementos que, de ser mantenidos por separado, nada sucedería, pero al combinarse producen un cambio irreversible, extraordinario. Un encuentro entre dos personas que pueda cambiar el mundo, sin embargo, tiene que ser algo mucho más poderoso que mera química. Tiene que ser impulsado por algo mucho más poderoso que el azar.

Más de seis billones de personas en el mundo, cada una de ellas gestando incalculables posibilidades en su interior, posibilidades que no harán más que multiplicarse al cruzarse en su camino a otra persona igual de plétora de posibilidades. Muchos de esos encuentros, es muy factible, jamás conduzcan a nada más que un roce, un leve entrechocar de moléculas, la más tenue perturbación del aire antes de que cada cual prosiga la senda ya trazada. Sólo unos pocos encuentros a lo largo de una vida dejarán una marca; señalarán, quizás, una bifurcación en la senda, un cambio de dirección, un nuevo universo de posibilidades.

Y en el curso de toda la historia, los encuentros capaces de cambiar el curso tienen que ser los más extraños, los más difíciles. Con más de seis billones de personas esparcidas a lo largo y ancho del mundo, imposible sería siquiera intentar calcular las probabilidades infinitesimales de que se produzca el encuentro entre aquellas dos personas destinadas a desencadenar aquella reacción química que pueda cambiarlo todo.

Si tan solo una de las variables se modificase, si tan solo un paso hubiese sido dado en una dirección diferente, aquel encuentro jamás se habría producido. Que las piezas hayan encajado en su lugar para pavimentar el camino hacia tal encuentro, ¿puede explicarse por la estadística o la química, acaso?

¿O pecaría tal vez de romántico al llamarlo "milagro"?

Un gimnasio sea quizá un escenario un tanto prosaico para el surgimiento de lo extraordinario; un torneo de vóley de chicos de secundaria difícilmente inspire un asombro reverencial.

Y sin embargo, él no puede menos que sentirlo cuando aquel chico de aspecto tan pequeño, tan engañosamente frágil, toma carrera para saltar y al estirarse su cuerpo en el aire casi puede ver las alas negras desplegándose hacia el cielorraso. Cuando la pelota parece convertirse en una extensión de su mano y retumba al chocar contra el parquet al otro lado de la red, tan rápido que apenas alcanzan a captarlo sus ojos. El asombro no se diluye por más veces que lo contemple, encontrando siempre una nueva arista que logra dejarle boquiabierto mientras la multitud suelta una exclamación colectiva, sus miradas atraídas como imantadas hacia el muchacho con la camiseta número 10.

Una reacción química precisa dos elementos, empero, y allí está el muchacho alto apartándose el flequillo negro de la frente al secarse el sudor con el reverso de la mano. Ojos azules se encuentran con ojos castaños y podría asegurar que ve la corriente eléctrica que parece unirlos, un gesto triunfal idéntico dibujándose en sus rostros, una simbiosis perfecta en cada uno de sus movimientos. Sus cuerpos parecen girar en su propio campo gravitacional que los atrae, y tal vez hayan aprendido a seguir el compás del resto de sus compañeros de equipo, tal vez Kageyama haya dejado de ser el "rey" para adecuarse a los demás jugadores de Karasuno, quizá Hinata ya no dependa solamente de los pases de Kageyama para anotar un tanto. Pero ninguna de las combinaciones de Karasuno parece a sus ojos tan perfecta, tan orgánica como la suya, ninguna le hace pensar en reacciones químicas con el poder de producir cambios irreversibles.

Hinata podría haber doblado por otro recodo con su bicicleta y jamás habría conocido la fascinación del Pequeño Gigante; podría no haber conseguido la gente suficiente para participar en aquel último torneo en su tercer año. Los organizadores podrían haber decidido cualquier otra combinación al determinar los partidos; Kageyama podría haberse tragado su orgullo y asistir a Seijo en lugar de Karasuno. Sawamura-kun podría haber tomado una decisión diferente, la chispa podría no haberse encendido nunca.

Pero los dos sin saberlo siguieron por años aquel impulso que los llevaría a compartir la misma órbita gravitacional a pesar de todas las otras sendas inexploradas que podrían haber caminado, y quizá para muchos sea demasiado romántico, quizá suene un tanto tonto.

Para él sigue siendo nada menos que un milagro.