Algunos lo llamaban el regreso.

Hubo quienes se reunieron en manadas frente a todo tipo de representaciones teológicas, incados de rodillas con las manos en alto, y de verdad le dieron la bienvenida a aquel evento con lágrimas en los ojos y una sonrisa en los labios, rápidamente convencidos de que se trataba de algún tipo de evento divino que estaba siendo llevado a cabo por un salvador que regresaba a librarlos de sus vidas mortales.

Algunos esperaron en iglesias, sentados en los bancos con sus familias, silenciosos grupos de cuatro o cinco personas; mientras otros esperaban en los patios, cavando tranquilamente sus propias tumbas mientras trataban de convencer a sus angustiados niños de que todo estaría bien.

Otros reunieron armas y fuego y procedieron a destruir refugios. "Arrepiéntete y sé salvo" era su mensaje, clamando acerca de las llamas infernales y la miseria que vendría, a aquellas almas lo suficientemente perdidas en su propio terror y decadencia como para volver su corazón a Dios y aguardar por una intervención celestial, con nada más que esperanza y oraciones.

Peter Kirkland piensa que todos ellos estaban dementes, y que cualquier persona con medio cerebro en la cabeza habría reconocido exactamente de qué se trataba.

El fin del mundo. Armagedón. El apocalipsis.

Los científicos le pusieron un nombre más agradable. Ellos lo llamaron "la Calamidad"; como si fuera solo un simple infortunio, y no la extinción de la humanidad, y los periódicos lo creyeron de inmediato. Era más suave. Una amigable, gentil presentación de información; un codazo en las costillas en el subterráneo, comparado a un aterrado hombre con un cartel en la terminal, gritando al rostro de todo aquel que pasaba. Los presentadores de noticias estaban más que felices de especular que, a pesar de que la vida cambiaría; no necesariamente sería el fin del hombre, siempre y cuando todos encontraran un refugio a tiempo.

Hubo más personas asesinadas por el escaso espacio en los búnkeres que quienes murieron en el primer flash.

Los días precedentes a la Calamidad, Sealand no estaba seguro de qué pensar. Había estado en Inglaterra durante el evento del siete de junio, en una "visita diplomática" a su tutor de medio tiempo, esperando hecho una densa masa de nervios y temor en la sala de espera de Arthur, mientras el agotado inglés corría, metafóricamente, de aquí para allá entre otras representaciones de las naciones europeas, tratando de mantener la situación bajo control, manteniendo a su gente en refugios, o al menos, dentro de construcciones lo suficientemente fuertes como para resistir los primeros golpes.

Se suponía que aún tenían otra semana para prepararse, cuando el primer flash llegó.

Un horrible calor; mucho más abrasador de cualquier cosa que Peter hubiera conocido antes, arrasó sobre ellos en un único y puro destello de luz, e inmediatamente incineró a todo y a todos los que se encontraran al aire libre, convirtiéndolos en nada más que una grasosa sombra en las calles, y las paredes de los edificios; con los ladrillos derritiéndose y el pavimento convirtiéndose en una humeante sopa negra bajo sus pies. Millones se fueron en un instante.

Los terremotos no llegaron sino hasta que el segundo flash diezmó el hemisferio sur, un día más tarde. Todos los contactos radiales con Asia se cortaron en menos de una hora, seguidos por Italia, Grecia y Turquía, poco después. Sumideros se abrieron en la tierra en miles de ciudades, y con ello llegaron tsunamis, e inundaciones, y pronto las ciudades bajo el nivel del mar se ahogaban, y las naciones se desmoronaban tan rápido como lo hacían sus edificaciones.

El tercer flash de nuevo golpeó Europa central y del norte unos días más tarde; pero aquella vez, Peter estaba demasiado afectado por la fiebre como para recordarlo, aún escondido en la sala de espera de Inglaterra, bajo lo que había quedado del colapsado techo; y presionado entre las espaldas de Arthur Kirkland y Francis Bonnefoy, empapado con el sudor de su propia enfermedad, mientras Inglaterra golpeaba débilmente el roto radio, gritando con la voz ronca por ayuda a cualquiera que aún estuviera respirando.

Peter no puede recordar quién fue el que finamente llegó por ellos, o cuántos días habían pasado entonces.

Había flotado dentro y fuera de la consciencia, apenas enterado de las fuertes sacudidas del suelo bajo él y la abrumadora esencia de óxido, salada, de sulfuro, sangre, y humo. Por muy poco fue consciente de que se encontraba en un bote, pero toda su consciencia se detuvo ahí, y no sería hasta un mes después que él sería consciente de que sido un había sido uno de los ciudadanos enviados quien lo sacó de los escombros y lo llevó al búnker en Múnich.

Se despertó con la sensación de unas manos sobre sus brazos, demasiado suaves como para pertenecer a alguien como él, y se encontró frente a una joven mujer con solo la mitad de su rostro, que se hallaba frotando una botella de aloe sobre su piel. Inmediatamente se aterró al verla. No tenía cabello y solo poseía un ojo, su piel estaba negra y roja, además de mojada bajo los delgados vendajes empapados de rojo que obviamente necesitaban ser cambiados, y sus labios se encontraban agrietados sobre sus dientes y punteados con lo que restaba de muchas ampollas.

Gritó.

O, al menos, intentó gritar. Trató de llamar a Berwarld primero, y luego a Tino, a Arthur o Francis o a cualquiera, pero todo lo que salió de sus labios fue una serie de estrangulados jadeos y toses que atrajeron ceniza negra y roja a su lengua. La mujer lo haló, con esfuerzo y llorando, hacia su pecho y acariciando su cabello con ambas manos, manos que seguían siendo demasiado suaves, susurró algo en alemán en un vano intento por calmarlo, su voz susurrante y ronca, que le recordó a Peter el sonido de un papel arrugarse.

Se resistió ferozmente. Estaba aterrorizado de ella y de su rostro derretido; luchó y pataleó, tratando de librarse de su agarre, pero únicamente consiguió retorcerse débilmente, su piel encendiéndose con dolor cada vez que se frotaba contra las sucias ropas de la mujer. Necesitaba liberarse de ella. Necesitaba alejarse de ella, de su piel enrojecida y sus empapados y apestosos vendajes. Aun así, ella no lo dejó ir y él se disolvió en lágrimas, aferrándose a la desgarrada tela de su camisa, cubierta de ceniza, y suplicó por Suecia. Con ello, la mujer le arrulló y dejó pasar un momento de silencio antes de preguntar en inglés si ese era el lugar de donde provenía. Él solo lloró más fuerte, y la mujer inclinó la cabeza, susurrando que Escandinavia se había ido.

Al oír aquello, se congeló. En el tercer flash, explicó ella, el norte de Europa había recibido la peor parte del calor, y hasta el momento, ni un alma había sido encontrada viva más allá de los restos carbonizados. Se disculpó y acarició su cabello, diciéndole que no había posibilidad de regresar ahí.

Ella lo sostuvo mientras él lloraba hasta dormirse.

Durmió por varios días, entrando y saliendo de su brumoso estado febril por solo unos segundos cada cierto tiempo, antes de acurrucarse contra sí mismo y tratando de ahogar los sonidos de gente gritando, tratando calmar el revuelo de su estómago y la picazón ardiente y dolorosa de sus propias quemaduras crudas y peladas como si hubiesen sido provocadas por el sol. Por muy poco, había sido consciente de aquellas suaves manos; tocándole gentilmente todo el tiempo, tranquilizándolo al frotar gel frío contra su abrasadora piel y aceitosos trapos en su sudorosa frente, de manera suave y cuidadosa, aunque sin las duras callosidades a las que se había acostumbrado sentir tras todos sus años junto a Berwald y Tino.

Él, después de un tiempo; le preguntó por su nombre, pero en ese punto los labios de la mujer se hallaban demasiado ampollados y agrietados para que pudiese volver a hablar, por lo que simplemente lo peinó con sus largos dedos y le arrulló de nuevo para que durmiese, con una mano apoyada sobre la suya.

Cuando se despertó nuevamente, su macabra cuidadora yacía muerta en el catre junto a él.

Su cara se encontraba ya podrida y amarilla, y su cuerpo había sido despojado por los demás de sus botas y su ropa, dejándola completamente desnuda y llena de moretones, bajo la escasa luz del búnker. De nuevo lloró, llegando hasta ella y rogándole que despertara otra vez, tomando sus suaves manos y dando un chillido cuando todo lo que encontró fueron montones de pústulas y trozos de piel desprendida, donde antes habían estado sus suaves y gentiles dedos.

Un hombre dos camas más allá le gritó para que se callara y él obedeció, volviendo su rostro hacia la pared; temblando, y sollozando en sus manos.

Tuvo que pasar casi una semana para que alguien finalmente viniera a recoger sus fétidos restos de la camilla, y fuera reemplazada por otra mujer casi inmediatamente, mucho menos amable, pero que no se encontraba enferma, aparentemente. Nunca le dirigió una palabra a Peter, y en unos cuantos días estaba muerta también. El ciclo se repitió por meses hasta que Sealand estaba por fin lo suficientemente bien para arrastrarse temblorosamente desde su cama hasta el final del búnker, lejos de las luces y lejos de las masas fétidas.

Cinco meses pasarían antes de que pudiera ponerse de nuevo en pie, e inmediatamente le fuera asignado un trabajo. Un hombre le forzó a tomar un balde de agua marrón y un trapo roto entre sus manos, y le explicó que se encontraba en un refugio comunitario en Múnich, y que si esperaba permanecer allí, debía aprender a mantener su puesto. Su trabajo era limpiar las camillas, junto con otros tres chicos, quienes le dirían luego que el búnker era un refugio para los ciudadanos de los países vecinos que habían sido recogidos por los botes de rescate.

"Corre por cuenta de la gente, no del gobierno" le explicaron.

Los botes iban y venían en ciclos de dos meses, y cada vez que regresaban, traían consigo más personas, de la cuales, ninguna se hallaba en buen estado de salud; y el búnker había sobrepasado ya su capacidad. Las personas demasiado débiles para mantenerse en pie, eran simplemente arrojadas al suelo, donde se quedaban hasta que alguien inevitablemente llegaba a deshacerse de sus cadáveres.

Peter había recorrido cada centímetro del refugio y aun así no había podido encontrar a Arthur o a Francis.

Ya había pasado medio año limpiando las sábanas de la muerte que se impregnaba en ellas. Se había convertido en una rutina: despertar, comer su porción de raciones exigidas, ayudar a despojar los cuerpos para ser quemados afuera, lavar las sábanas, regresar a su propia cama e intentar dormir. Durante los meses que pasaron hizo amistad con asmático chico polaco. El niño había perdido a su familia y debía usar una negra y gruesa máscara respiratoria sobre su nariz y boca para filtrar el pútrido aire. Le mostró a Peter la gran bolsa de filtros de repuesto que poseía, y le hizo prometer que no se lo enseñaría a nadie más, porque si los perdía, no podría respirar correctamente. Peter aceptó rápidamente, y, sin poder evitar sentir pena por el escuálido niño, le invitó a dormir en su cama.

Cuando el chico murió unas semanas más tarde, Sealand no se sintió sorprendido o perturbado. La gente iba y venía, y sería tonto de su parte volverse demasiado cercano a cualquiera de ellos. Sencillamente retiró al joven muchacho de su cama y procedió a tomar posesión de sus pertenencias; una rutina común cuando alguien perecía. Se adueñó de las botas del chico, exactamente de su talla y su máscara con los filtros, ocultándolos en la manchada funda de su almohada, antes de arrastrarlo hasta las puertas, donde más tarde sería tirado afuera, y quemado junto con el resto.

No derramó ni una sola lágrima.

No lloró cuando les vio llevarse al niño la mañana siguiente, demasiado delgado, blanco y desnudo. Simplemente miró, con el trapo apretado en su puño cerrado y volvió a su trabajo de limpieza tan pronto como se cerraron las puertas.

Algunos seguían llamándole el regreso.

Peter Kirkland seguía pensando que todos estaban dementes.