—Disclaimer

Star Trek: The Original Series [1966-1969] no es de mi propiedad. Todos los derechos son de Paramount Pictures.


NADIE MUERE (DE AMOR NO CORRESPONDIDO) EN LA VÍSPERA


1

—No lo entiendo, doctor.

—¿El qué no entiende?

—¿Por qué no cesa de observar a la alférez Barrows y al oficial Kyle? —preguntó el vulcano con una expresión en el rostro más apagada, y hasta decepcionada, de lo habitual. Al centro de la sala de recreos y debajo de unas ristras decorativas de acebos, los dos oficiales bailaban muy juntos el uno del otro—. Ha estado así toda la noche.

McCoy jugó, vacilante, con el vaso entre sus palmas. ¿Cuánto rato habían pasado allí sentados simplemente mirando al resto hacer y pasarlo en grande?

—Lo lamento, no quería ser un aburrido. Es que… no me hace mucha gracia estar solo.

—¿Solo? —repitió Spock y pronto dejó caer su vista en su propio vaso relleno con agua de Altaír—. Me parece que lo he invitado a venir al baile de Navidad conmigo.

El terrestre sonrió, apenado. Sí, claro que sí. Así había sido dos días atrás, para ser precisos: había sido en el laboratorio y el gesto tan inesperado del Primer Oficial le había puesto nervioso al principio, pero no tardó en rehacerse. Era obvio que no había hallado a nadie más con quien ir y él había sido su última carta que jugar.

—Ya, señor Spock. No pretendía ser grosero — McCoy le dio dos palmadas en el hombro, desde luego que no le guardaba ningún resentimiento—. Lo que quiero decir es que extraño tener… ya sabe, una relación de pareja. Tonia es una buena chica, no sé por qué no lo vi antes. Ni por qué fui tan buenazo, maldita sea.

Spock trató de pasar saliva.

—Ah —exhaló—. ¿Es que aún tiene sentimientos por la alférez?

—Dios, no —McCoy rio. Spock tomó una buena inspiración y el médico dio un trago de su vaso—. En realidad, nunca los tuve luego de esa locura de permiso. Fue mi poca atracción hacia ella y mi honestidad, cómo no, lo que impidió que la relación progresara. Pero no deja de ser una tontería, ¿no le parece? Viendo mis circunstancias, no era para que me pusiera tan exigente. Ya no soy muy joven que digamos y tampoco soy el más atractivo en la nave. Quizás debí darme, no sé, más tiempo con ella. No renunciar a la primera, tener más paciencia.

Pero no la había tenido, pensó McCoy, labios fruncidos y mirando con ansiedad al vulcano a un lado de él ocupado con su vaso: sus pensamientos siempre habían estado yendo sin remedio en dirección de alguien más.

—Comprendo —Spock dijo después de un par de minutos, sobresaltando al médico.

McCoy contuvo un suspiro. Mientras se esforzaba por normalizar su respiración y su pulso, ambos volvieron quedarse callados y continuaron observando a los demás comer, reír, cantar antiguos villancicos terrestres y bailar desde ese rincón de la sala de recreos. Reconocieron a Scotty, que iba ya muy borracho y particularmente hilarante con un par de astas falsas en las sienes; a Uhura que iba acompañada de Christine y M'Benga, y a Jim que estaba dándose el lote cerca del árbol de navidad con una de las nuevas chicas de seguridad.

—Creo que iré a por otro vaso de vino caliente —McCoy se levantó de la silla, y Spock lo vió frotarse las manos y los brazos—. Llámeme usted loco, pero siento las manos frías.

—Loco.

McCoy rodó los ojos.

—Muy gracioso. Ya vuelvo.

El médico se hizo paso y pronto desapareció entre el resto de oficiales que acaparaban el centro de la sala y las mesas donde se servían diferentes platillos de la época y los vinos. En la habitación empezó a sonar fuertemente unas campanillas y luego la voz de una mujer cantando unas letras —que Spock no tuvo remedio que juzgarlas de pobres y frívolas—, acerca de lo que quería para Navidad y lo que no, se hizo oír.

La tripulación chilló muy emocionada, sin embargo. No hubo oficial que no se apuntara a cantar al menos una estrofa de aquel ridículo, a excepción de Spock que hizo lo que su dignidad, que no iba en ese preciso instante en su hora más alta según sus propias estimaciones, le permitió: arquear una ceja y esperar, paciente, a que el médico volviera.


—¡Que le den! —gruñó McCoy y propinó dos sendos puñetazos al tecladillo, apenas podía mantener el equilibrio y arrastraba la voz al hablar. La computadora le había rechazado por quinta ocasión el código de acceso para entrar a sus habitaciones—. ¡Mierda!

—Doctor.

Spock retiró la mano del hombre del aparato y forzó el acceso introduciendo su código. La puerta se abrió.

—Maldita sea —McCoy sacudía la mano, adolorido—, ¿por qué diantres no lo ha hecho antes?

Spock se mostró paciente, sin embargo.

—Usted se aferró en que podía recordar la clave.

—Ya. Bien —McCoy entró a las habitaciones—, pues yo digo muchas cosas.

Spock lo siguió en silencio al interior del dormitorio, vigilando con atención los pasos del médico que iba muy bebido ya y trastabillaba dos pasos, sí, y uno, no. Al parecer el jefe de ingenieros le hubo dado alcance en la mesa donde se servía el vino caliente y el banquete de navidad, y ambos se habían enfrascado platicando y bebiendo por 3, 42 horas.

McCoy se echó en la cama y se puso las manos sobre el pecho. La cabeza le daba vueltas como en un tiovivo.

—Y al final, ¿qué ha hecho el resto de la noche? —preguntó.

A Spock le dolió pensar en la respuesta, pero vulcano como era le contestó con honestidad desde el pretil:

—Estuve esperándolo.

McCoy levantó la cabeza y lo miró. Spock estaba muy erguido y con su acostumbrado semblante de imperturbabilidad. Podía ser una computadora andante y todo eso, pero él sabía que el tipo tenía emociones —aunque se empecinara a negarlas—, y cierta honorabilidad.

—¿Estuvo esperándome? ¿Allí? ¿Sentado? ¿Toda la noche?

—Creo que es lo que he dicho, doctor.

McCoy se sentó rápidamente.

—Joder, lo siento —se pasó la mano por el cabello—. Lo siento. Creí que… Bueno. Dios, ¡no estaba siendo la mejor compañía! La verdad no pensé que…

—¿Que fuera a esperarlo? —Spock completó.

—Mierda, sí. No creí que fuera a esperarme.

McCoy hundió la cara entre las manos.

—No fue con mala intención, señor Spock. Empezaba a ponerme sentimental y usted no quiere oírme cuando soy un tipo con corazón, se lo aseguro.

Spock dio un vistazo al techo, la noche había sido lo que cualquier terrestre habría calificado sin vacilación de «desastre». No sólo no hubo conseguido abrirse con el médico acerca de sus emociones y pensamientos sobre él como se había propuesto, sino que, de una forma que no tuvo modo de prever, el terrestre lo había sentado en el banquillo de los amigos y le había dejado muy claro que no tenía interés alguno en cambiar el sentido de su trato. Pero nunca había sido su intención que el médico se mortificara con sus palabras, su honestidad o con sus expectativas; y si McCoy sólo podía darle su amistad, a él no le quedaba de otra que aceptar y tratar de ser su amigo.

Iba a ser difícil, pero, por el médico, tendría que intentarlo.

—¿De qué habló con el señor Scott?


Familia, amigos, relaciones fallidas. De la conversación que el médico y el jefe de ingenieros, Spock determinó que sólo hubo un momento de completa holgura y fue cuando los dos oficiales discutieron su top diez de canciones navideñas de los últimos tres siglos, o cuando ninguno de los dos conseguía decidirse por una tal Mariah Carey o un tal George Michael para darles el puesto número en la contienda. El resto de la noche McCoy se volcó en hablarle al escocés de las cosas que lo afligían: tenía años sin ver a su hija para esas fechas, y la situación con su exmujer no era algo que lo hiciera sentir más orgulloso o feliz.

—¿Y por qué mierda me divorcié? —McCoy hipó—. Nunca debí firmar esos papeles, ni aceptar sus condiciones. Debí esforzarme más. Hoy por lo menos tendría una familia, a mi hija. Ahora estoy solo, no consigo comerme nada, y ¡hasta a Quirón me quitó!

—¿Quirón?

—Mi mascota, señor Spock. Un gran danés.

Spock alzó una ceja.

—Usted sabe que lo que dice no es realmente lo que piensa.

—Lo dice muy seguro —McCoy parpadeó, tenía los ojos vidriosos. Spock aún junto al pretil, brazos cruzados, lo veía con tal piedad y cariño que traicionaban su acostumbrado refreno—. ¿Quién demonio puede saber lo que yo pienso?

—Usted no es la clase de hombre que posee ese tipo de carácter —le aseguró—. Usted es compasivo y tiene una voluntad de autosacrificio notable, por eso es usted médico. Y tampoco se permitiría estar con alguien a quien no aprecia.

—Vaya si me conoce usted —respondió, sin ironía—. Supongo que «gracias».

Aunque Spock no pareció notarlo, y dolido, a su manera, le replicó contenidamente:

—Siempre lo he tenido en cuenta.

—Gracias —McCoy apretó los puños sobre sus rodillas, muy conmovido por Spock y su amabilidad—. De veras. Ha sido muy amable en escucharme, ni siquiera le he dejado hablar y seguro que usted también tenía cosas para contarme.

¿Por qué no le insultaba un poco —pensó McCoy—, o se mofaba de él y su sentimentalismo un poco para variar? Necesitaba que volvieran a la normalidad, a los lugares comunes de siempre, a los lugares seguros porque —¡Dios!—, en el pecho él sentía su corazón como una bomba de relojería a poco o nada de estallar. Ese hombre lo volvía loco.

—No importa —Spock apretó los puños detrás de sí y tomó aire. Luego procurando corresponder al cumplido del terrestre, agregó—: Es lo que hacen los amigos.

Amigo.

Oh, mierda. Mierda. ¡Y más mierda! Spock y él nunca se hubieron molestado en ponerle nombre a ese intercambio de insultos y preocupación mutua del uno por el otro; y ahora el vulcano había elegido la palabra que menos quería de todas. Amigo.

Él no quería ser su amigo.

—Oh. No… —el médico comenzó a tartamudear y a tocarse la frente con una expresión de dolor franco. Se dejó caer de espaldas, pesadamente, en la cama. Los ojos y la garganta le ardían—. No… no me siento bien.

—Ha bebido mucho, doctor. Será mejor que descanse.


Spock le quitó las botas, le dio un masaje de muerte en los pies y luego lo arropó en la cama. McCoy aguantó todo estos gestos y amabilidades con mucho estoicismo, aunque lo único que quería era que el vulcano se fuera de allí de una maldita vez por todas. ¿Cómo demonio podía tratarlo y acariciarlo de esa manera? ¡Eso no era de Dios! Y cualquiera que tuviese corazón hubiera considerado todo eso una muestra de cruel y perversidades absolutas.

McCoy bostezó, se hizo dramáticamente hacia el extremo de la cama, se puso sobre su costado y le dio la espalda para ver si así captaba la idea. Largo rato esperó fingiendo dormir, sin llegar a escuchar al vulcaniano salir de sus habitaciones. Probó fingir que roncaba un poco, nada. Cuando el sueño de verdad empezó a golpearlo, McCoy creyó sentir un peso caer con ligereza hacia el otro lado de la cama y después, sin conseguir darle importancia debido al sopor, escuchó dos golpes sordos en el piso.

—Doctor —susurrante, la voz grave de Spock lo llamaba—. Doctor.

—¿Mmmh? —gruñó, cansado.

Spock se recostó y deslizó sobre la cama hasta quedar detrás suyo. Observó largamente la nuca del médico, sus hombros recubiertos en la tela azul del uniforme.

—Es verdad que he querido decirle algo ayer por la noche—admitió Spock. Presionó la lengua contra su paladar y pasó el brazo por el costado.

¿Qué estaba haciendo? Sólo un abrazo. Nada que no hubiese visto con anterioridad entre Christine y Uhura, o entre el mismo médico y el capitán. Aunque quizás el detalle estuvo en que peinó el dorso del médico con los dedos y luego los entrelazó con los de su mano, para decirle humildad y sin complicación:

—No está solo.

El puño del doctor tembló un poco entonces, cerrándose, y le apretó las falanges.

Una sacudida hípnica —pensó Spock—, sin duda.