:: Bestias ::

Miré a lo lejos y reprimí un escalofrío. No eran cientos, como Arturo había supuesto.

Eran miles.

Casi por inercia, palpé el mango de mi espada. No obstante, la nieve en el rostro me trajo a la realidad a tiempo. Me volví con un resoplido y busqué mi caballo. Lo acaricié con suavidad.

-Si huyeras, lo entendería. –Murmuré. –Y sin embargo, las bestias tienen tanto más honor que los hombres.

Monté sobre él lleno de pena. Si las leyendas eran ciertas, el pobre moriría dos veces por la misma causa. ¿Qué pasaría con los caballos que parten en la guerra? ¿Renacerían como niños?

Ah... como niños. Cuando aún no cumplía los siete años, ya me había ganado el apodo de salvaje. Cuánto hubiera dado por vivir libre en la pradera, verdaderamente salvaje, sin estas cadenas que me atan a Britania y a Roma desde siempre. Verdaderamente salvaje...

Hay quienes pensaban, ingenuamente, que ahora estaba más cerca de las bestias que de los hombres, sólo por mi gusto por matar. ¡Tonterías! El asesinato era mi única faceta humana.

Y si decía que lo hacía por placer no era más que como excusa para soportarlo. Galahad jamás lo entendería-- no era más que un muchacho, un hijo de todos nosotros. Pero Arturo... Arturo sabía que no podía desconfiar de mí, sabía que sería puro y fiel por la eternidad, como las bestias. Sabía que si debiera intercambiar mi vida por la suya, lo haría sin dudar. Aunque eso lo habríamos hecho, seguramente, todos sus caballeros. Era algo inevitable.

Un relincho me hizo levantar la vista para encontrarme con Lancelot. Su expresión preocupada fue suficiente para presentir sus palabras.

-¿Cuántos?

Le dediqué una mirada oscura, guardando silencio. Sonrió con ironía y chasqueó la lengua.

-Me imaginaba, ¡Arturo se volvió loco! No podemos enfrentar un ejército con todo un pueblo muerto de hambre a cuestas.

-Arturo cumple órdenes.

-¡Mentira! A Roma no le interesan los siervos. Si fuera por ellos, los dejarían en el camino para entretener a los sajones al menos un rato.

-Cumple órdenes de la moral, Lancelot.

-¡Pero...!

Mis ojos negros le callaron la boca. Lancelot era otro muchacho: no sabía nada de la vida y eso era lo que realmente lo desesperaba. Su amor por Arturo era quizás todavía más grande que el mío pero no tenía idea de cómo manifestarlo, y sus rabietas infantiles se volvían un obstáculo para todas sus decisiones.

Al pasar junto a él, lo palmeé en el hombro con compasión. Me contempló, angustiado.

-El orgullo está bien, Lancelot. Pero que eso no te impida decir la verdad.

-Es que... no entiendo por qué lo hace. Quisiera... quisiera irme de esta maldita isla y que seamos buenos amigos lo que queda de nuestras vidas. No es justo, no es justo que siempre... Tristán, ¿Cómo podés ser tan impasible?

-Simplemente, lo soy. En general, da resultado.

Volvió a sonreír con sorna. Cabalgamos lentamente hacia el campamento.

Cuando comuniqué lo que había visto al capitán, no pestañeé ni me vi turbado en forma alguna. De la misma manera, mi corcel se mantenía inmutable. Y Arturo me observó con piedad, porque no hay nada más triste que la mirada de un animal.

:: ::

Notas de la Autora: por supuesto, Arturo y sus caballeros no me pertenecen. No tienen dueño y andan libres de leyenda en leyenda. Ojalá llegaran a este mito que es la Argentina, donde necesitamos un líder que no se las dé de padre en una guardería. Tristán es mi personaje favorito, como habrán comprobado los que ya me conocen. Al fin, después de tanto, escribo algo que no es yaoi y ni siquiera tiene atisbos de romances. Estoy conforme con ello. Lo que no pude dejar de lado fue lo triste. Es que eso lo llevo en el alma. Si querés participar en el intento de volverme una muchacha feliz, podrías empezar por dejarme un review. Muchas gracias.

Lila Negra

Domingo, 19 de Septiembre de 2004