Había una muchedumbre en las aceras debajo de los almendros.

Por eso, la niña y su madre caminaron por la calle hacia el cementerio. Todos los poblanos se juntaron alrededor de ellas, observando las llaves y las flores marchitas en las manos.

-Madre del ladrón!- alguien llamó. La madre no le contestó. Siguió andando y se mantenía la cabeza alta.

-¿Por qué han venido ellas?- otro susurró al vecino.

-No sé, pero la razón no será buena.

La madre no parecía oír el chisme. El sol caía a plomo.

-¡Qué vergüenza!- el yerno de la Sra. Rebeca gritó. La gente empezaron a acercarse a la familia. La madre impidió la arremetida por extender la mano.

-Carlos Centeno era un buen hombre-dijo la madre-. Sólo robaba cuando era completamente necesario; sólo robaba para comer.

La multitud prorrumpió en gritos estupefactos, pero la mujer y la niña ya se habían acercado al cementerio. Entraron en él, y la mujer cerró la puerta después de ellas.

Eran las tres cuando encontraron la tumba de Carlos Centeno. La niña dejó las flores con cuidado. Una ave solitaria trinaba. La madre rezó brevemente y, por la primera vez desde cuando había oído de la muerte, empezó a llorar.

-Ay, mi hijo. Mi hijo.

La niña se sentó en la hierba y se quitó los zapatos. Los puso al lado de las flores. Parecía que el mundo no giraba hasta que la madre secó las lágrimas.

-Ponte los zapatos- dijo.

Cuando salieron del cementerio, dejó las llaves sin limosna. Caminaron a la estación del ferrocarril flanqueadas y retrasadas por los poblanos. Llegaron a las tres y treinta y dos. El tren ya se había ido.

La familia pequeña quedaba en el calor por un momento. La madre giró y miró al hotel con turbación apacible. No tenía dinero.

Entonces, una mujer salió de la acera. El cuchicheo cesó.

-Buenas tardes. Mi casa es demasiado grande para mí, y, si quiere, Uds. pueden hospedarse la noche conmigo.

La madre titubeó y miró a su hija. -Gracias. Me llamo Cristina Ayala Jiménez, y ella se llama Alejandra Centeno Ayala.

-Me llamo Diana Rebeca Muñoz.