El tic tac de un reloj de pared y el constante golpeteo de dedos en un teclado era lo único que se escuchaba en la oficina. El bullicio propio del lugar hacía rato había cesado, cuando todos los trabajadores del lugar habían emprendido la retirada apenas dio la hora de su salida, ansiosos por volver a sus hogares, donde una mascota, una cena caliente o una pareja quizás igual de cansada les esperaba.
Pronto, el reloj de pared sonó campanadas suficientes para marcar las seis de la tarde, y casi como por designio, la luz que atravesaba los ventanales de esa gran oficina comenzó a tomar tonalidades doradas y hasta cierto punto, rojizas.
Si le hubieran preguntado hace un par de años, Lantis hubiera respondido que este era su momento preferido del día.
Los tonos rojos y dorados reflejados en algunas de las piezas de cristal ubicadas en su oficina, solían arrancarle una suave sonrisa y el sonido del reloj solía ser el indicativo de que era momento de volver a casa, pues alguien especial también le esperaba.
Hace algunos meses, el sonido de ese reloj de pared, más que indicarle que era momento de volver a casa, se convirtió en un generador de estrés, al recordarle hora por hora, segundo a segundo, que el tiempo no se detenía, que el trabajo no se terminaba y que con cada minuto que pasaba encerrado en esas cuatro paredes, la vida y los sueños que había diseñado se escapaban de sus manos como cenizas que volaban al viento.
Últimamente, el sonido hueco del reloj de pared lo único que hacía era recordarle su existencia vacía, que no importaba ya si se retiraba pronto o en dos o tres horas más, pues el lugar al que ahora se veía forzado a llamar hogar se encontraba tan frio y vació como cualquier otro lugar impersonal en esa vasta ciudad.
Suspirando pesadamente, su mirada se dirigió al calendario que descansaba inocentemente en su escritorio; diciembre se encontraba comenzando su segunda mitad, situación que explicaba el alegre humor de varios de sus compañeros de oficina.
También explicaba el cambio en la iluminación de las calles y la decoración de las tiendas.
Iluminación y decoración que, si era honesto consigo mismo, estaba desesperado por evitar.
Y es que… si el tono rojizo de los rayos del sol reflejados en cristal solían arrancarle una sonrisa, al asemejarse a los ojos marrón de su esposa, que brillaban de manera especial cada vez que sonreía, las luces navideñas que adornaban la ciudad le recordaban muchísimas historias que se dieron al pie de un árbol de navidad, junto a una cajita de luces de colores o alrededor de una deliciosa cena navideña adornada con velitas y listones.
Recuerdos de días felices.
Recuerdos de días pasados, lejanos.
Suspirando nuevamente, exhalando como si el peso del mundo se encontrara sobre sus hombros, apagó su computadora y procedió a cerrar su oficina.
Lantis sabía que ya nadie le esperaba en casa, y también sabía que no quería volver aun a ese espacio vacío. Sin embargo, también sabía que no quería lidiar con nadie ese día y que entre más volviera a casa, mayor era la probabilidad de que alguno de sus amigos decidiera esperarle en la entrada para ver cómo se encontraba.
Un largo suspiro y el sonido del seguro de la puerta fue lo último que se escuchó al interior de esa oficina.
Pues no fue epílogo, pero si una historia complementaria. ( que si, dirá que pasó después de año nuevo)
en fin, espero disfruten esta pequeña historia tanto como disfrutaron Cenizas al Viento.
Nos leemos el domingo.
