Está historia es la adaptación de un libro. Ni está ni Glee me pertenecen.


JUNIO

La canción se llama Canción de cuna. La habré oído no sé, más o menos un millón de veces. Más o menos.

Durante toda mi vida me han contado cómo la compuso mi padre el día en que nací. Estaba de gira en algún lugar de Texas, ya separado de mi madre. Según dicen, se enteró de mi nacimiento, se sentó con su guitarra y la escribió, allí mismo, en un motel barato. Una hora de su tiempo, unos cuantos acordes, dos estrofas y un estribillo. Llevaba toda la vida componiendo música, pero al final fue la única canción por la que sería famoso. Incluso ahora que estaba muerto, era un artista de un solo éxito. O dos, supongo, si me cuento a mí.

Ahora sonaba la canción mientras yo estaba sentada en una silla de plástico en el concesionario de coches, en la primera semana de junio. Hacía calor, por todas partes brotaban las flores y prácticamente ya era verano. Lo que quería decir, claro, que a mi madre le tocaba volver a casarse.

Era su cuarto matrimonio; quinto, si contamos a mi padre. Yo prefiero no hacerlo. Pero para ella estuvieron casados, si es que una unión en medio del desierto oficiada por alguien al que habían conocido en un área de descanso unos minutos antes cuenta como matrimonio. A mi madre le parece que si. Pero claro, ella cambia de marido como otras cambian de color de pelo: por aburrimiento, apatía o por la sensación de que el próximo lo arreglará todo, de una vez para siempre. Cuando era más pequeña, si le preguntaba sobre mi padre y cómo se habían conocido, cuando todavía sentía curiosidad, ella suspiraba, hacía un gesto con la mano y decía: "Oh, Rachel, eran los años setenta. Ya sabes".

Mi madre cree que lo sé todo. Pero se equivoca. De los setenta sólo sabía lo que había aprendido en el colegio y en la tele, en el History Channel: Vietnam, el presidente Carter, la música disco. Y lo único que conocía de mi padre, en realidad, era Canción de cuna. Llevaba toda la vida oyéndola como música de fondo de anuncios y películas, en bodas, dedicada en los programas de radio. Puede que mi padre ya no esté, pero la canción empalagosa, estúpida e insípida—sigue viva. Al final me sobrevivirá incluso a mí.

Fue en mitad del segundo estribillo cuando Don Davis, de Automóviles Don Davis, asomó la cabeza por la puerta de la oficina y me vio.

—Rachel, cariño, siento haberte hecho esperar. Pasa.

Me levanté y lo seguí. Dentro de ocho días Don pasaría a ser mi padrastro, entrando a formar parte de un grupo no muy selecto. Era el primer vendedor de coches, el segundo géminis y el único con dinero propio. Mi madre y él se conocieron aquí mismo, en su oficina, cuando vinimos a comprarle un Camry nuevo. Yo la había acompañado porque conozco a mi madre: pagaría el precio del cartel, pensando que era fijo, como si estuviera comprando naranjas o papel higiénico en el supermercado, y por supuesto nadie se lo impediría, porque mi madre es bastante conocida y todos piensan que es rica.

Nuestro primer vendedor parecía recién salido de la universidad y estuvo a punto de darle un ataque cuando mi madre se acercó a un modelo nuevo con todos los extras y metió la cabeza para aspirar una bocanada de ese olor a coche nuevo. Aspiró hondo, sonrió y anunció: "¡Me lo llevo!", con su teatralidad característica.

—Mamá –dije, intentando no apretar los dientes. Pero ella tenía que hacer las cosas a su manera. Había venido aleccionándola todo el camino, con instrucciones especificas sobre qué decir, cómo comportarse, todo lo que debíamos hacer para lograr un buen precio. Ella decía una y otra vez que me estaba escuchando, aunque no dejaba de juguetear con las salidas del aire acondicionado y las ventanillas automáticas de mi coche. Juro que esa fue la verdadera razón de esta fiebre por un coche nuevo: que yo acababa de comprarme uno.

Así que cuando metió la pata, me tocó a mí hacerme cargo. Empecé a hacerle preguntas directas al vendedor, que se puso nervioso. No dejaba de mirar por encima de mí, hacia ella, como si yo fuera una especie de perro de presa entrenado y ella pudiera lograr fácilmente que me sentara. Ya estoy acostumbrada. Pero justo cuando ya no sabía dónde meterse, nos interrumpió el propio Don Davis, que se ocupó de llevarnos a su oficina y enamorarse de mi madre en cuestión de quince minutos. Allí estaban ellos lanzándose miraditas mientras yo le regateaba tres mil dólares y conseguía que me regalara un seguro de mantenimiento, una capa selladora y un cambiador para el reproductor de CD. Seguramente fue la mayor ganga en la historia de Toyota, aunque nadie se diese cuenta. Simplemente se supone que yo me encargo de todo, sea lo que sea, porque soy la mánager de mi madre, su terapeuta, sus manitas y, ahora, su organizadora de bodas. Vaya suerte que tengo.

—Bueno, Rachel —dijo Don cuando nos sentamos, él en su gran trono de cuero tras el escritorio, yo en la silla justo lo bastante incómoda como para acelerar las ventas, enfrente. En el concesionario, cada detalle estaba pensado para lavarles el cerebro a los clientes. Como esos memorandos para los vendedores animándolos a hacer descuentos que dejan "tirados" a la ligera, para que los leas, y la disposición de los despachos, para que puedas "oír casualmente" cómo el vendedor le ruega a su superior que le deje hacerte una buena oferta. Además, la ventana que estaba enfrente de mí se abría a la parte del estacionamiento donde la gente recogía sus coches nuevos. Cada pocos minutos, uno de los vendedores acompañaba a alguien al centro de la ventana, les entregaba las relucientes llaves nuevas y sonreía con benevolencia mientras los propietarios se alejaban hacia la puesta de sol, justo como en los anuncios. Qué montón de estupideces.

Don se removió en su asiento, ajustándose la corbata. Era un tipo corpulento, con un estómago voluminoso y una ligera calvicie: te hacía pensar en el término "blandengue". Pero adoraba a mi madre, el pobrecillo.

— ¿Qué quieres de mí hoy?

—A ver —dije mientras sacaba del bolsillo trasero la lista que había traído—. Volví a llamar al sitio del esmoquin y te esperan esta semana para la prueba final. La lista para la cena de ensayo está más o menos decidida en setenta y cinco, y el del servicio de banquetes necesita un cheque por el resto del depósito para el lunes.

—De acuerdo —abrió un cajón, tomó el archivador de cuero donde guardaba su chequera y sacó una pluma del bolsillo de la chaqueta—. ¿Cuánto para el servicio de banquetes?

Bajé la vista al papel, tragué saliva y dije:

—Cinco mil.

Asintió y comenzó a escribir. Para Don, cinco mil dólares no era dinero, prácticamente. Esta boda iba a costarle ventitantos mil, y tampoco parecía perturbarlo. Si sumamos las obras que habíamos hecho en casa para que pudiéramos vivir todos juntos como una familia feliz, más la deuda que le había perdonado a mi hermano por su camioneta, más el costo diario de vivir con mi madre, estaba haciendo una inversión considerable. Pero claro, era su primera boda, su primer matrimonio. Era un novato. Mi familia, en cambio, era profesional desde hacía mucho tiempo.

Arrancó el cheque, lo deslizó sobre el escritorio y sonrió.

— ¿Qué más? —me preguntó.

Volví a consultar la lista.

—Bueno, sólo el grupo de música, creo. Los del salón de bodas me han preguntado…

—Está controlado —dijo, con un gesto de la mano —. Estarán allí. Dile a tu madre que no se preocupe.

Sonreí al oír aquello porque era lo que él esperaba, pero los dos sabíamos que ella no se preocupaba en absoluto por la boda. Había elegido el vestido y las flores, y luego me había endilgado el resto a mí, alegando que necesitaba cada segundo libre para trabajar en su última novela. Pero la verdad era que mi madre odiaba los detalles. Le encantaba zambullirse en nuevos proyectos, se dedicaba a ellos durante unos diez minutos y luego perdía el interés. Por toda la casa había montoncitos de cosas que en algún momento le habían llamado la atención: kits de aromaterapia, pilas de libros de cocina japonesa, una acuario con cuatro paredes cubiertas de algas y un único superviviente, un pez blanco y gordo que se había comido a todos los demás.

La mayoría achacaba el comportamiento errático de mi madre al hecho de que era escritora, como si eso lo explicase todo. Para mí, no era más que una excusa. Vamos, que los neurocirujanos también pueden estar locos, pero eso a nadie le parece bien. Afortunadamente para mi madre, soy la única que tiene esta opinión.

— ¡…tan pronto! —exclamó Don, dando golpecitos con el dedo sobre el calendario —. ¿Lo puedes creer?

—No —dije yo, preguntándome qué habría dicho en la primera parte de la frase. Añadí—: Es increíble.

Me sonrió y volvió a bajar la vista hacia el calendario, donde había marcado el día de la boda, el 10 de junio, trazando varios círculos a su alrededor con tinta de varios colores. No se le podía reprochar que estuviera ilusionado. Don tenía esa edad en la que todos sus amigos habían perdido la esperanza de que se casara, hasta que conoció a mi madre. En los últimos quince años había vivido sólo en un apartamento junto a la autopista y pasaba todas las horas del día vendiendo más Toyotas que cualquier otra persona del estado. Y ahora, dentro de nueve días, iba a tener no sólo a Shelby Corcoran, célebre autora de novela rosa, sino también en el mismo lote, a mi hermano Noah y a mí. Y se alegraba de ello. Desde luego que era increíble.

Justo entonces sonó el interfono de su escritorio muy fuerte, y se oyó la voz de una mujer.

—Don, Jason tiene a punto un ocho cincuenta y siete, necesita hablar contigo. ¿Te los mando?

Don me lanzó una mirada, y luego apretó el botón y dijo:

—Claro. Dame cinco segundos.

— ¿Ocho cincuenta y siete? —pregunté.

—Es el código del concesionario —respondió con soltura, mientras se levantaba. Se alisó el cabello para tapar la pequeña calva, que yo sólo le veía cuando estaba sentado. A su espalda, al otro lado de la ventana, un vendedor rubicundo le entregaba las llaves de su coche nuevo a una mujer con un niño pequeño. Ella las tomó mientras el niño le tironeaba de la falda, intentando llamar su atención. Su madre no pareció darse cuenta —. Odio tener que echarte, pero…

—Ya he terminado —le dije, metiéndome la lista de nuevo en el bolsillo.

—Te agradezco mucho todo lo que estás haciendo por nosotros, Rachel —me dijo mientras rodeaba el escritorio. Me puso una mano en el hombro, estilo padre, e intenté no recordar a los padrastros anteriores que habían hecho lo mismo, con el mismo peso, y con el mismo significado. Los otros también creyeron que eran permanentes.

—No hay de qué —le dije mientras retiraba la mano y me abría la puerta. En el pasillo nos esperaba un vendedor, junto a lo que debía ser ese ocho cincuenta y siete, el código para un cliente casi convencido, supongo: una mujer bajita aferrada a su bolso, que vestía una sudadera con un gatito bordado.

—Don —dijo el vendedor hábilmente —, te presento a Ruth. Estamos haciendo todo lo posible para ponerla al volante de un Corolla nuevo.

Ruth dirigió su mirada nerviosa de Don a mí, y de nuevo a Don.

—Yo sólo… —balbució.

—Ruth, Ruth —intervino Don en tono tranquilizador —. Vamos a sentarnos todos un momento para ver qué podemos hacer por ti, ¿de acuerdo?

—Si, eso —dijo el vendedor, dándole un ligero empujoncito hacia delante —. Sólo vamos a hablar.

—De acuerdo —aceptó Ruth, algo insegura, y se dirigió a la oficina de Don. Al pasar a mi lado me lanzó una mirada, como si yo formara parte de aquello, y tuve que contenerme para no decirle que saliera corriendo, rápido, sin volver la vista atrás.

—Rachel —añadió Don en voz baja, como si se hubiera dado cuenta —, luego te veo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —les dije, y observé cómo entraba Ruth. El vendedor la condujo a la silla incómoda, de cara a la ventana. Ahora una pareja asiática se subía a su minivan nueva. Los dos sonreían mientras se ajustaban los cinturones y admiraban el interior: la mujer bajó el retrovisor y comprobó su reflejo en el espejo. Los dos respiraron hondo, aspirando ese olor a coche nuevo, mientras el marido introducía la llave en el contacto. Y se pusieron en marcha, despidiéndose con la mano de su vendedor al alejarse hacia el horizonte.

—A ver, Ruth —comenzó Don, acomodándose en su silla. La puerta se estaba cerrando y apenas le veía la cara —. ¿Cómo podría darte una alegría?

Estaba a medio camino de la sala de exposiciones cuando recordé que mi madre me había pedido que por favor, por favor, le recordara a Don el coctel de esa noche. Su nueva editora estaba en la ciudad, al parecer de paso desde Atlanta, y quería hacer una parada para socializar. En realidad, el verdadero motivo era que mi madre le debía una novela a la editorial y todos estaban empezando a ponerse un poco nerviosos al respecto.

Di la media vuelta y recorrí el pasillo de nuevo en dirección a la oficina de Don. La puerta seguía cerrada y oía voces que murmuran al otro lado.

El reloj de la pared opuesta era como los del colegio con números grandes y negros y un segundero tembloroso. Ya era la una y cuarto. Un día después de mi graduación en el colegio y ahí estaba, ni de camino a la playa ni durmiendo por la resaca como todos los demás. Estaba haciendo recados para la boda, como una empleada, mientras mi madre seguía en su cama tamaño gigante Sealy Posturepedic, con las persianas bajadas, para lograr las horas de sueño que decía que necesitaba para su proceso creativo.

Y con eso bastó para notarla: esa quemazón que me hervía a fuego lento en el estómago y que sentía siempre que me reconocía a mí misma cuánto se había inclinado la balanza a su favor. Sería resentimiento o lo que quedaba de mi úlcera, o tal vez las dos cosas. La música ambiental sonó más fuerte por encima de mi cabeza, como si alguien estuviera jugando con el volumen, de forma que me estaba ametrallando con una adaptación de alguna canción de Barbra Streisand.

Crucé una pierna sobre la otra y cerré los ojos, al tiempo que apretaba con los dedos los brazos de la silla. Unas semanas más de esto, me dije, y luego me largo.

Justo entonces alguien se desplomó en la silla de mi izquierda y me lanzó contra la pared de un empujón; fue muy brusco y me golpeé el codo con la moldura, justo en el hueso de la risa. El latigazo hizo que sintiera un cosquilleo hasta la punta de los dedos. Y de pronto, por las buenas, estaba irritada. Muy irritada. Es increíble cómo un solo empujón basta para ponerte furiosa.

—Qué demonios —dije, separándome de la pared de golpe, lista para arrancarle la cabeza al estúpido vendedor que había decidido pegarse a mí. El codo todavía me zumbaba y noté como la sangre me subía por el cuello: mala señal. Conocía mi mal genio.

Volví la cabeza y vi que no era un vendedor. Era una chica con el pelo rubio y lacio, más o menos de mi edad, con una camisa de color naranja chillón. Y por alguna razón estaba sonriendo.

—Hola —dijo alegremente —. ¿Cómo estás?

— ¿Cuál es tu problema? —salté, frotándome el codo.

— ¿Problema?

—Me acabas de estampar contra el muro, idiota.

Parpadeó.

—Dios mío —dijo al fin —. Vaya lenguaje.

Me le quedé mirando. Mala suerte, chica, pensé. Me has agarrado en un mal día.

—La cuestión es… —continuó, como si hubiéramos estado hablando del clima o de política internacional —que te he visto ahí en la sala. Yo estaba junto al expositor de neumáticos.

Estaba segura de estar taladrándola con la mirada. Pero ella seguía hablando.

—Y pensé, de repente, que teníamos algo en común. Una química natural, por así decirlo. Y noté que algo grande iba a pasarnos. A las dos. Que tú y yo, de hecho, estábamos predestinadas a estar juntas.

—Y todo eso —insistí, para aclarar las cosas —, ¿junto al expositor de neumáticos?

— ¿Tú no lo notaste?

—No. Pero lo que sí he notado es que me has lanzado contra la pared —declaré tranquilamente.

—Eso —reconoció, bajando la voz y acercándose —ha sido un accidente. Un descuido. Simplemente un resultado desafortunado del entusiasmo que he sentido al saber que estaba a punto de hablar contigo.

Me le quedé mirando. Sobre nuestras cabezas sonaba una versión animada del tema Automóviles Don Davis, con muchos repiques y tintineos.

—Vete de aquí —le dije.

Volvió a sonreír, pasándose una mano por el pelo. Sobre nosotras la música de fondo iba ganando intensidad y el altavoz chaqueaba como si estuviera a punto de producirse un cortocircuito. Las dos levantamos la vista, y luego nos miramos.

— ¿Sabes una cosa? —soltó, señalando el altavoz, que volvió a emitir un chasquido, esta vez más fuerte, y siseó antes de seguir con la canción a todo volumen —. A partir de ahora, para siempre —volvió a señalar con el dedo, levantándolo —, está será nuestra canción.

—Uf, por Dios —dije, y justo entonces me salvé, aleluya, porque se abrió la puerta del despacho de Don y salió Ruth, precedida de su vendedor. Portaba un fajo de papeles y en su rostro cansado se veía esa expresión aturdida de alguien que acaba de despojarse de miles de dólares. Pero tenía el llavero chapado en oro falso, todo suyo.

Me levanté y la chica se puso en pie de un salto, justo a mi lado.

—Espera, sólo quería…

— ¿Don? —llamé, ignorándola.

—Sólo llévate esto —insistió la chica, mientras me agarraba la mano. Antes de que pudiera reaccionar le dio la vuelta para poner la palma hacia arriba, saco un bolígrafo del bolsillo trasero y se puso a escribirme en ella, no bromeo, un nombre y un número de teléfono entre el índice y el pulgar.

—Estás trastornada —le dije, apartando la mano de un tirón, lo que hizo que los últimos números se corrieran y el bolígrafo se le cayera de la mano. Rebotó por el suelo y se metió bajo una máquina de chicles.

— ¡Eh, Romeo! —gritó alguien desde el salón de exposición y se oyeron carcajadas —. ¡Venga, vámonos!

Levanté la vista hacia ella, todavía incrédula. Hablando de no respetar el espacio personal… Les había tirado copas por encima a chicos y chicas por tan sólo rozarme en un bar, algo mucho menos inaceptable que agarrarme la mano e incluso escribir en ella.

Dirigió su mirada a su espalda y luego volvió a mirarme.

—Hasta luego —dijo, y me sonrió.

—Hasta nunca —contesté yo, pero ya se estaba marchando, esquivando la camioneta y la minivan en la sala. Salió por la puerta principal de cristal, donde una furgoneta blanca destartalada estaba esperando en marcha junto a la acera. La puerta trasera se abrió y ella se adelantó para subir, pero entonces la furgoneta dio un salto hacia adelante, lo que le hizo tropezar, antes de volver a detenerse. Suspiró, se metió las manos en los bolsillos, levantó la vista al cielo, volvió a agarrar el picaporte y, cuando iba a subir, el vehículo se puso de nuevo en movimiento, esta vez acompañado por el sonido del claxon. La secuencia se repitió varias veces por todo el estacionamiento, acompañada por las risitas de los vendedores, antes de que alguien sacara una mano por la puerta trasera y se la ofreciera, a lo que ella no hizo caso. Los dedos de la mano se movieron, al principio ligeramente, luego con más energía, y por fin se agarró y se subió de un salto. La puerta se cerró de golpe, el claxon volvió a sonar y la furgoneta abandonó traqueteando el estacionamiento, golpeándose el tubo de escape al salir.

Bajé la vista hacia mi mano, donde estaba escrito con tinta negra 933-54algoalgo, con una palabra debajo. Dios, qué letra más descuidada tenía. Una Q grande, un borrón en la última letra. Y qué nombre tan estúpido. Quinn.


¡Hola!

Decidí hacer otra adaptación, esta vez de uno de mis libros favoritos. Espero que les guste, tanto como a mí.

¡Saludos y un gran abrazo constrictor!