I. Lo que soy

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Un dieciocho de junio, de 1994, mi vida comienza a tomar forma, si es que a una deformidad llena de curvas y trazos se puede llamar "forma"… ¡Y yo que pensaba que tendría una vida pacífica!

—¡Nymphadora Tonks! —gritó el Jefe del Cuartel general de Aurors, Rufus Scrimgeour "Cara de Culo de León" como le llamaba para mis adentros. Al menos, yo me reservaba el comentario, porque, que en plena ceremonia me nombraran por mi maldito, asqueroso, horrible y poco armónico nombre, era peor, mucho peor comparado con el supuesto atrevimiento de decirle "Cara de Culo de León". Eso no era ofensivo, aparte de ser verdad. Mi nombre, en cambio, sí lo era. ¿Cuándo la gente iba a aprender a decirme "Tonks"? Era más corto, mucho más simple, fácil de recordar y normal.

Pero no. Tenían que hacer trabalenguas con mi nombre, ¿lo hacían para fastidiarme? Sí, generalmente sí. Si mi madre no fuera mi madre, la crucificaría de por vida por haber sido tan cruel conmigo.

Sonríe, sonríe me dije a mí misma, concéntrate. Sí, eso, tenía que concentrarme para dar los pasos correctamente hacia el pequeño estrado donde esperaba Scrimgeour con mi certificado. No era mi intención tropezarme, menos con mis padres y mis dos mejores amigos de público, definitivamente no podía arruinar uno de los momentos más trascendentales de mi vida. Los cuatro estaban con las manos en posición de aplaudir con desesperación para cuando recibiera ese brillante cartón color oro con letras negras y elegantes. Las sonrisas las tenían plasmada en las caras, tanto como los otros familiares de mis dos compañeros que se graduaban conmigo.

Mis ojos no distinguían ni las formas ni los colores de la ornamentación de la sala de eventos del Ministerio de Magia. Era un lugar amplio, pero de pronto se me había hecho pequeño. Sentía a la gente encima, todo lo contrario al camino que comenzaba a tomar, el cual se me hizo eterno. Scrimgeour parecía estar a kilómetros de mí, cuando sólo nos separaban cerca de diez metros.

Lo único que sabía, era que guirnaldas de colores vivos colgaban de todos lados, y prendido del techo colgaba una pancarta que citaba "Generación de Aurors 1993-1994".

No pude evitar soltar un suspiro de alivio cuando llegué hasta aquel hombre. La cara la tenía brillante de sudor y el sombrero de bruja lo tenía demasiado derecho para mi gusto. Tendría más estilo si estaba torcido, pero no me atreví ni a levantar las manos para acomodarlo, por temor a perder el equilibrio. Aparte que mi madre estaba más tranquila si el pelo no se me veía, el color le disgustaba tanto como ver cucarachas.

—Felicitaciones a la señorita Tonks —por fin, hombre, ¡Alabada sean las Pantuflas de Merlín! ¡Me dijo "Tonks"! —, por su trabajo, esfuerzo y disposición en la carrera de Auror durante los últimos tres años.

Me pasó un brazo por el hombro con brusquedad, tal como lo había hecho con mi compañera anterior y me hizo mirar al pequeño fotógrafo. Afirmamos mutuamente mi diploma. Definitivamente, no tenía aire paternal alguno.

Creo que, más que sonreír, formulé una mueca. Puede que haya salido con los ojos cerrados por la potencia del flash, aunque, por suerte, ésta tenía movimiento. Esperaba abrirlos en algún segundo. ¿Por qué en situaciones como esa tenía que ser tan poco fotogénica?

Por unos segundos, la mitad de la gente tosió gracias al tóxico humo que soltó la cámara, pero eso no les impidió soltar un estruendoso aplauso. Juré haber oído un silbido, y apostaba que había sido mi padre el autor de ese acto tan vergonzoso en una ceremonia elegante como aquella.

Fue tanto lo aliviada que quedé que, al caminar de vuelta, se me olvidó poner el mismo cuidado que de ida y pateé, sin querer, el trípode de la cámara del mago, mandándola al suelo por poco, si no es porque el mismo brazo del hombre la ataja justo a tiempo. Esa era la ventaja de ser pequeño: estás más cerca del suelo. Y esa era la desventaja de ser tan despistada: derribar todo lo que encontraras en el camino.

El sujeto se limitó a dirigirme una mirada asesina antes de enderezar el aparato para seguir tomando fotos a quien pillara. Gracias a la cámara, poco a poco, el lugar se fue llenando de una niebla maloliente.

Me fui hasta donde estaba mi compañera ya llamada, cruzándome con Brightman, el último graduado, que ya había sido convocado por Scrimgeour.

—¿Casi derribas la cámara? —preguntó Christine cuando estuve a su lado. Era una pregunta normal, no había burla en ella. Más le valía.

—Sí. Tenía que hacerlo, ¿no? Es el último día en la escuela —contesté con un gruñido.

Y, al final, solté una risa liviana: ya estaba graduada. ¡Ya era una Auror e iba a poder desenvolverme independientemente, por fin! ¡Iba a entrar definitivamente en el Ministerio de Magia! Graduada a los veintiún años, a no mucho de cumplir los veintidós —claro que, en el currículum, la edad hacía la diferencia, lo que me daba cierta satisfacción al pensar en que la gente me admiraría por ser joven para ejercer la carrera, porque Christine y Brightman me pasaban por varios años—, feliz, completa. Podría tener mis cosas y ahorrar para mi vida futura de soltera exitosa.

De pronto quise ponerme a saltar en una pata. Sin embargo, preferí no hacerlo: había muchas probabilidades de que hiriera a la gente con alguna patada en el culo y no era mi idea hacerles pasar un mal rato, o que les quedara un segundo agujero hecho por la afilada punta de mi bota.

Fui aplastada, casi reventada, por abrazos desbordantes de felicidad y cariño de parte de mis amigos cuando terminaron de hacernos los honores y nombramientos. El orgullo de mis padres les superaba con creces las demás emociones. Drómeda tenía las lágrimas estancadas en los globos oculares, pero la voz ni siquiera le salió. Yo creo que estaba esforzándose por no parecer demasiado sensible delante de otra gente, aunque a nadie le habría importado: la mayoría de las mujeres lloraban con cierto estruendo. ¡Tampoco era un funeral!

—Dora, eres la mejor, de verdad, cariño —dijo mi padre dándome unas bruscas palmadas en el hombro, a pesar de haberme estrujado entre sus brazos y su panza de cerveza.

Asentí, no sabía qué decir aparte de "Gracias, gracias" y "¡Lo sé! ¿No es genial?". Lo único que quería era irme a la casa para presenciar la celebración que habían preparado mis padres, junto con mis abuelos muggles, padres de Ted. Dudaba mucho que un Black fuera a darme algún regalo por mi graduación. Bueno, que mala era: es que no quedaba ningún Black en la familia, o uno que estuviera libre o fuera simpático. Y si me llevaban un regalo, de seguro sería La Muerte.

—¿Cuánto tiempo esperaste para esto? —inquirió Margaret con una sonrisa de oreja a oreja en su sonrosada cara. Los bucles dorados caían en cascada por su espalda. Habría estado guapa si no hubiese sido por esa cara de cansancio extremo que tenía hace meses. La cara la tenía más delgada. Y la verdad, sus rizos se estaban estirando demasiado.

No podía dejar de admirarme de que fuera una mujer casada. Una argolla brillaba en el anular izquierdo, lo mismo en la mano del morenazo aquél, a su lado. A ratos me olvidaba que yo había sido una de las madrinas de boda. Dos años que ya habían transcurrido desde eso, y yo, seguía esperando hijos, digo "sobrinos".

— Años y años —contesté con sinceridad. Era cierto: desde que tenía conciencia de haberme enterado del historial familiar y de la existencia de la carrera de Auror, no lo había dudado dos veces.

—Y habrías sumado dos trimestres más si hubieras reprobado el examen de Sigilo y Rastreo —agregó Kingsley con severidad.

Bufé. No me lo había dejado de sacar en cara desde que había tenido ocurrencia hace dos meses atrás. La prueba final consistía en rastrear algún tipo de mafia, y creí haberlo hecho, hasta que me di cuenta que fui a parar a una casa muggle, asumiendo que, lo que me había engañado, habían sido la mención de la frase "Magia Negra". Luego me enteré que era un grupo de música Rock.

Cuando los muggles recibieron mi amenaza de "entréguenlo todo o se arrepentirán", con mi varita mágica apuntándoles, quedaron hechos un ovillo en el suelo del puro miedo. Allí supe que no eran magos; un mago no habría actuado así. Los desmemorizadores se encargaron de borrarles la memoria y, por otro lado, los profesores estuvieron a punto de reprobarme. Pero rogué para que me dieran una oportunidad más para el mes siguiente reforzándome Rastreo. Lo hicieron, y esa vez, salió mejor.

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Giré mis ojos azules hacia el cielo, paciente, como si estuviera asombrada del extenso firmamento azul con textura de terciopelo, bañado de estrellas. Tenía que reconocer que nunca había sido buena en Astronomía, pero traté de distraerme diferenciando las estrellas unas de otras, junto con las constelaciones. Acabé inventando nombres, como siempre. Era y soy un cero a la izquierda para la materia. Creo que recién me acabé de dar cuenta de eso en ese instante, cuando me pillé con el cerebro vacío de información astronómica.

La espera comenzaba a cansarme. Había estado horas y horas a la vigilia, atenta a que los sospechosos aparecieran, pero con suerte uno que otro gato saltaba sobre los contenedores, y el susto momentáneo que me provocaban, era lo más emocionante que me había ocurrido hasta el momento.

Suspiré. ¿Me habían dado bien la información? Tal vez yo me había equivocado de calle; no me habría sorprendido si ese hubiera sido el caso. Sin embargo, comprobé el nombre de la calle por si acaso y supe que estaba en el lugar correcto.

Atusé mis rizos rubios con desgana sin atreverme, bajo ningún concepto, a guardar mi varita en los bolsillos de la capa: estaban rotos.

De pronto…

¡Pum!

Dos explosiones secas dieron pie a la materialización de un par de hombres en frente de mí, uno extremadamente gordo y alto, y el otro demasiado flacucho y lo suficientemente bajo para que yo le pasara. Reaccioné justo para ponerme en guardia, pero ninguno atacó. A pesar de que ya estaba acostumbrada a ese tipo de situaciones repentinas por tanta práctica, el corazón se me aceleró. Nunca estaba exenta de salir malherida en esta profesión, pero si manejaba bien el asunto, salía de lujo.

El que parecía oso encendió su varita para darme con la luz en plena cara. Esperaba a que comenzara con un cumplido —las facciones de mi rostro eran provocativas —, una mujer atractiva podía sacar fácilmente el lado violento de un hombre. Mas hizo una pregunta.

—¿Quién eres tú? —gruñó con renuencia. Buena manera para comenzar. Alguien estúpido habría partido preguntando "¿Tú eres tal persona?, y yo habría dicho que sí, pudiendo engañarle. Pero, no era realmente necesario andar con mentiras, todo estaba listo. Cada parte del plan estaba medida con cinta métrica.

—Soy Ninfa —contesté con voz segura.

—Tú eres la que enviaste la carta, entonces solicitando lo que ya sabes —inquirió el flacucho. Éste tenía una voz asombrosamente ronca para su complexión.

—Sí, soy yo. Es mejor hablar en un lugar privado y seguro…

—No, no será necesario. Sólo tú dinos cuantos, y de alguna manera te los haremos llegar. No te preocupes, te encontraremos… —siguió el gigantón.

—No—dije tajante, señalándolos también con mi varita encendida. Apenas pude verle las caras por las capuchas grandotas que llevaban. Claro que no tenían la habilidad ridícula de los Mortífagos para utilizar máscaras —. Tengo que saber el costo. Además, tengo mis exigencias. No quiero a cualquiera.

Los desconocidos se miraron y asintieron.

—Bien, vamos al Cabeza de Puerco.

Qué estupidez, pensé, ¿este es el lugar más seguro que se les ocurre para discutir negocios ilegales?

No negaba que fuera un bar silencioso y turbio, sin embargo, demostraba el poco cuidado que tenían. ¿Cómo no los habían atrapado antes? Ni siquiera me hicieron una advertencia como, por ejemplo "no intentes nada que no corresponda, porque lo lamentarás", o, "si eres del Ministerio, lo sabremos de todas maneras y no cansaremos de perseguirte hasta que te encontremos… y escribamos tu nombre con sangre". Bueno, lo último era un tanto exagerado, pero podía esperarse cualquier tipo de cosa de parte de mafiosos. Aunque, claro, esto parecía ser todo lo contrario.

Esos seres, bajo esa coraza de hombres expertos en negocios indebidos, eran unos imbéciles irremediables, era totalmente evidente.

Aparecimos casi al mismo tiempo en frente de la sucia taberna. No tenía nada de sospechoso lo que estábamos haciendo, ni siquiera nos miraron cuando entramos y buscamos una mesa libre en uno de los más oscuros rincones. Era una plaga de gente rara, verrugosa, hedionda y borracha. Había unos duendes ebrios muy bulliciosos cerca de nosotros, lo que impediría que se pudiera oír algo ilícito.

Por supuesto, daba igual. Yo era el único peligro existente en ese instante para ellos.

Me ubiqué frente a ellos con la espalda derecha, por fin apreciando la cara lampiña del oso, y la peluda del enano. Ambos tenían ojos claros y narices pequeñas.

—Hagamos esto rápido —solicitó el flacucho con voz sombría —. Si no pedimos nada, el tabernero nos echará de aquí. ¿Qué es lo que busca?

—Primero, dígame lo que tiene —insistí yo con voz de "especialista en la materia". Supuse que esa voz decidida y mandona era de alguien "especialista en la materia".

Vamos, di la palabra clave. Dila. Mientras no la digas, completar mi plan, pensé abrumada.

—Tenemos de todo —contestó el grandulón —, y tardaríamos horas en nombrarlos.

Formulé una leve sonrisa. Pensé que, si me daba muchas vueltas en el asunto, terminaría a la hora en que Merlín lava sus calzoncillos. Por eso, decidí tomar el camino más fácil: lo ridículo. Viendo a los hombres como eran, caerían fácilmente en la trampa.

—Necesito uno de treinta por treinta metros, que sea rosado tornasol —hice una pausa, porque me miraron con incredulidad. Eso era lo que yo buscaba precisamente —, que no tenga párpados y sus colmillos se auto-regeneren… ¿Qué? ¿Qué sucede?

—Esto es una broma, ¿no? No podemos conseguir lo que usted dice —explicó el flacucho con preocupación —. Es imposible. Dudo que exista.

Entrecerré los ojos, extrañada.

—Un momento… ¿Estamos hablando de lo mismo?

El hombre gordo bufó.

—Por supuesto que sí. Usted —bajó la voz — viene a pedirnos huevos de dragón, ¿no?

¡Justo en el blanco, idiota!

—Claro que sí. Entonces, ¿cómo me dice que no existen? ¡Lo leí en un libro! —alegué ofendida en un susurro dramático.

—Mire, Ninfa, Nosotros no conocemos a los dragones, sólo tenemos los huevos de éstos, y conocemos las razas por la forma, colores y texturas de estos — "aburrido", pensé, triunfante, obligándome a oírle —. Así que, le diré lo que tenemos, y tendrá que conformarse con lo que tengamos…

—¿Tienen alguno de muestra, ahora?

—¡Claro que no! ¿Cómo quiere que andemos llevando huevos de dragón para todos lados? —me espetó el barbudo—. Los tenemos en nuestra guarida, por supuesto.

—Pero no es necesario que la llevemos —apoyó el otro —. Nos lo sabemos de memoria.

—Miren —comencé, intolerante —. El huevo del dragón que quiero es azul intenso. Con esto, quiero decir que quiero ver todos los huevos para ver el que tenga el color que más me guste.

—¿Y el tipo de dragón? ¿No le importa? —terció el otro con incredulidad.

—Después ustedes me lo describirán —y más amenazante, añadí mi última jugada, porque la partida ya la tenía ganada —. Si no me muestran los huevos —oh, eso sonó raro —, señores, tendré que recurrir a otras fuentes. Claro, que he recibido informaciones de que ustedes son los mejores. Pero si no colaboran con mis exigencias, entonces, les haré mala fama.

Ambos sujetos se miraron con exasperación.

—Bien, bien… Vamos.

¡Era tan fácil!

Salimos del bar, seguidos por la acusadora mirada del tabernero.

—Haremos desaparición conjunta —anunció el corpulento, ofreciéndome el brazo —. Así la guiamos hasta la casa misma.

Acepté. Toqué apenas el brazo del desconocido, y a los pocos segundos reaparecimos en un tipo de bodega, iluminada por una gran araña que colgaba del techo. Hacía un calor infernal: al menos diez cocinas con seis huevos cada una estaban encendidas para darles calor.

Bien, ya tengo la prueba. A trabajar en busca de la graduación, pensé animada; era mi último paso para convertirme en lo que soñaba ser.

—Maravilloso —suspiré, volviéndome hacia ellos —, los colores son fantásticos.

—¿Cuál se quiere llevar?

—Ninguno.

—¿Cómo?

—En realidad —suspiré mirándolos con falsa tristeza —, me los quiero llevar a ustedes. ¡Expelliarmus!

Hice un amplio movimiento para abarcar a los dos hombres. Las varitas salieron volando hacia atrás, lejos de sus dueños. Éstos me miraron aterrados por un segundo, hasta que luego sus caras se trastornaron de ira pura. Iban a lanzarse contra mí.

—No malgasten energías, por favor —dije moviendo mi varita una vez más contra ellos, para atarlos de pies y manos, y luego, silenciándolos —. Luego tendrán que vérselas con el juez y los del Wizengamot, así que, prepárense para hablar.

Cayeron atados al suelo. Luego, los aparté hasta una pared para reincorporarlos, y así hacer más fácil la desaparición conjunta.

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Luego de todo eso, Rufus Scrimgeour en persona, me felicitó por mi gran labor junto con otros tantos funcionarios — y me ofreció un puesto inmediato apenas me graduara. Pero tuve la leve sospecha que Kingsley era en parte responsable de aquello — muy efusivos en comparación con él. Los profesores de la Escuela de Aurors no pudieron estar más orgullosos (o aliviados de que me fuera pronto, tal vez).

Ya esperaba con ansias ponerme a trabajar, y rogaba porque fuera el lunes siguiente.

¡Cómo mi trabajo iba a cambiarme la vida! Junto con unos cuantos sucesos más.