Seguía teniendo esos inexplicables sueños. Sus instintos de augur le decían que eran importantes, un vistazo de algo futuro. Pero después de semanas de detalles inútiles, ya estaba cansado, cansado de no poder interpretarlos.
Una salvaje cabellera pelirroja, unos confiados ojos verdes, mejillas y brazos salpicados con cientos de pecas, una prenda blanca, un cepillo azul... Por más que lo intentara, no podía juntar todas las piezas, ya que minutos después de haberse despertado, se olvidaba de lo esencial. La forma de los ojos, el tono exacto de rojo, qué era lo que esa mano solitaria pintaba. Era imposible.
Ahora estaba tirado en su cama de la Primera Cohorte. Como centurión, debía hacer que todos se levantaran y fueran a desayunar, para que estuvieran listos para su primer actividad del día. Pero todavía faltaban unas horas para la hora del desayuno y todo estaba a oscuras. Tuvo la salvaje idea de ir a consultar a los dioses nuevamente sobre qué significaban esos sueños. Todos los días dedicaba un par de horas a leer las voluntades de los dioses en peluches, pero últimamente no lograba encontrar nada.
Ya no podía volver a dormir. Suspirando, se levantó haciendo el mínimo ruido posible y se sacó el pijama, para ponerse unos simples jeans con una remera púrpura del campamento. Fue al baño y se lavó la cara, despertándose un poco más. Al mirarse al espejo vio que tenía el rubio cabello despeinado y los fríos ojos azules hinchados. Se lavó los dientes y salió del lugar donde su cohorte descansaba. Ya volvería para asegurarse de que se levanten.
Todavía era de noche, pero se podían apreciar los primeros anuncios del amanecer.
Pasó por el templo de Apolo y recitó una oración mientras dejaba unas ofrendas (un pequeño racimo de uvas y unas hojas de laurel). Le gustaba pasar por allí, el lugar donde se había enterado de que poseía el don de la profecía. Con una sonrisa recordó lo orgulloso que se veía su padre, era todo un honor. Aunque también era molesto. De vez en cuando sufría terribles jaquecas, vistazos de lo que podría pasar, pero siempre cosas bastante irrelevantes. Además se encontraba con dioses caprichosos que no querían que leyera sus voluntades, a pesar de que tenía el peso del futuro del campamento y Nueva Roma en sus hombros. Esas cosas empeoraban su constante mal humor.
Salió y caminó hasta el Templo Jupiter Optimus Maximus, deseando encontrar algo que abale su decisión de destruir a esos estúpidos graecus. Estaban en guerra desde que el idiota de Valdez decidió disparar a Nueva Roma. No confíaba en ninguno de ellos y no esperaba mucho de sus pequeños cerebros, pero ¿Disparar estando él mismo en el barco? Era idiota.
Habían cambiado de estrategia. No podían mover a todo el campamento de un lado para el otro, por más que pudieran desmantelar y reconstruir la ciudad entera en unos días. Era mucho trabajo e innecesario, por lo que se llevaron a los más hábiles y fuertes para perseguirlos. Claro, desistieron cuando los griegos decidieron ir al Mare Nostrum, algo completamente suicida. Ahora estaban planeando un ataque a su campamento, el "Campamento Mestizo". Era principalmente una cuestión de orgullo, nadie podía atacarlos sin esperar que respondieran. Aunque también él quería derrotarlos y destruirlos.
Vivía viajando. Iba del Campamento hacia donde se había establecido los que organizaban el ataque y volvía, era agotador. Tenía que batallar con Reyna, quien parecía querer retrazarlos lo más posible, la muy inútil, y en los últimos días tenían unos serios problemas sobre robos, cortesía de unos enanos peludos, seguramente enviados por los griegos.
Al llegar se puso la toga que utilizaba para los rituales y tomó unos ositos de peluche, que colocó en su cinturón, junto a un cuchillo especial.
Luego de quemar unos inciensos y dejar unas ofrendas, comenzó el ritual.
Nada. Exactamente como lo esperaba. No tenía sentido, sólo leía palabras sueltas, mezcladas, incoherentes. Podía sentir a los dioses riéndose de él en esos momentos.
El estómago le rugía con fuerza, ya había pasado más de una hora y el sol brillaba en el cielo. Caminó lentamente hacia su cohorte, tenía que despertarlos a todos para poder saciar su hambre.
-¡Arriba, vamos, a desayunar! ¡Los quiero a todos levantados en diez minutos!
Gritó en la puerta de los dormitorios. Consiguió como respuesta un coro de quejas, gemidos e incluso una almohada voladora que le dio en la cara.
Ser centurión no era nada fácil. Tenía que asegurarse de que todos los integrantes de su cohorte (Y, como si eso fuera poco, la cohorte más importante del Campamento Jupiter) estuvieran listos a determinada hora, que cumplieran todas sus obligaciones y que asistieran a todas sus actividades. Además, debía organizar algunas de ellas, y tener planes y estrategias a la orden del día para cuando realizaban los juegos bélicos. A todo eso se le sumaba su papel como augur, que le ocupaba horas del día, y su puesto en el senado de Nueva Roma.
Todos sus cargos eran dignos y honrosos, se sentía orgulloso de ellos y de su linaje, a pesar de lo agotador que era cumplir con todo.
Ya con el estómago lleno, preparó su bolso de viajes y emprendió el trayecto hacia la base establecida cerca de su objetivo.
-Octavian, ya era hora. -Reyna le reprochó, sin mucho sentimiento puesto en ello. Estaba nerviosa por algo, sólo personas que la llevaban observando desde hacía años lo notarían. Claro, que él sólo la observaba por necesidad. Siempre es bueno conocer a los que tienes al lado.
-¿Qué pasa? Los augurios dicen que algo importante pasará hoy.
Mintió fácilmente. Se le daban muy bien las palabras, y las mentiras. Para no ser un hijo de Venus, era bastante persuasivo, y sacaba provecho de eso.
Reyna lo miró fijamente. Sus oscuros ojos, fríos e imponentes apenas hicieron efecto en él. Había quienes temblaban por esa feroz mirada. Pero no Octavian, él la consideraba bastante torpe para el mando, un estorbo.
-Los griegos nos dejaron un mensaje. Ahora, enviarán un emisario. Dicen que es de suma importancia que lo escuchemos.
Dijo secamente, él no creía que estuviera muy convencida.
Casi se rió con el inútil intento de espionaje de esos brutos graecus.
-¿Los vas a dejar entrar? ¡Es el caballo de troya de nuevo, pero en vez de un regalo, un mensaje! ¡Mandarán un espía, alguien que nos arruine desde adentro!
Reyna lo miró unos segundos antes de responder.
-No creo que sea un juego, o una trampa. No se arriesgarían, no son estúpidos.
Ya no pudo aguantarlo y rió sarcásticamente.
-¿Que no son estúpidos? ¡Ellos nos atacaron, sólo un estúpido lo haría! Y ellos lo hicieron, y huyeron como los cobardes que son.
Escupió las últimas palabras con desprecio, consciente de la furia contenida de la praetora.
-No los atacaremos. Entrarán, nos dirán lo que sea que quieran decirnos y se irán. Entonces la tregua terminará. Seguiremos en guerra, salvo que su dichoso mensaje nos convenza de lo contrario.
-¿Se puede saber cuál era el mensaje?
-Sólo que iban a llegar para entregarnos algo muy importante.
Octavian negó con la cabeza, estupefacto ante la ignorancia de su superiora.
-Cuando nos ataquen, cuando Nueva Roma esté debilitada por una mala decisión tomada por su estricta praetora Reyna Ávila Ramírez-Areyano, cuando todo el mundo se de cuenta de lo asquerosos y traidores que son esos graecus, en ese momento, utilizaré todo lo que tenga en mis manos para hacerte caer, mi querida praetora.
Susurró mordazmente todo en el oído de la chica, la que no reaccionó y tuvo todo el tiempo una expresión en blanco. Era la primer amenaza directa que le hacía.
Se dio media vuelta y se fue, saliendo de la tienda de campaña. Estaba a punto de volver al campamento cuando uno de los centuriones, el de la sexta cohorte, pasó corriendo a su lado, directo a la tienda de la praetor.
-¡Llegaron los griegos! ¡Una chica y un fauno!
Octavian sonrió cruelmente, se quedaría para ver qué era ese mensaje tan importante.
En menos de cinco minutos, un grupo de centuriones, Reyna y algún que otro curioso estaban alrededor de los visitantes.
Al primero que vio fue al fauno, o más bien debía ser un sátiro. Tenía barba y cabellos castaños, rizados y rupidos. Llevaba una rídicula camiseta verde con dibujos de especies en peligro de extinción y la leyenda "Conservación Natural". Toqueteaba nerviosamente un conjunto de flautas de caña que colgaban de su cuello y el borde de la camiseta.
Luego, vio a la chica. Casi se tropieza de la impresión. Su cara, bonita, llena de pecas, estaba enmarcada de un salvaje pelo pelirrojo, que parecía indomable. Llevaba puestos unos jeans rotos y pintarrajeados, zapatillas de lona usadas y una simple blusa blanca, con manchas de pintura. Sus brazos y manos también tenían manchas de colores. Golpeaba un cepillo azul ansiosamente contra su pierna. Y entonces cayó en la cuenta. No la reconoció hasta que la miró a los ojos. A la mañana no lo recordaba, pero ahora estaba seguro. Eran verdes, hipnotizantes, no como los del griego ese, Percy Jackson, sino más de un tono esmeralda más misterioso. Ella era la chica con la que había estado soñando. Era la causante de tanto enigma en los últimos días.
Un deseo lujurioso brotó de su interior.
Sonrió para sus adentros, esa chica estaba destinada a él de algún modo u otro. Encubrió su alivio e interés con su habitual máscara de desprecio.
Esa pelirroja sería suya.
Todavía estoy trabajando en lo que espero que va a ser, no estoy segura si centrarlo en Octavian o también escribir partes donde se describa lo que siente y piensa Rachel. Podría ser un Rachtavian, pero tal vez más tirando al final. No quiero hacer a Octavian muy OoC, al contrario, planeo "explicar" sus acciones por medio de sus pensamientos.
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