Disclaimer: Nada del universo de "Mononoke" ni de "Pet shop horrors" me pertenece. No gano dinero con este fic.
A: A modo de señalamiento, si bien no es estrictamente necesario haber leido la saga "Kitsune" para la comprensión del fic, su previa lectura actúa como un valioso complemento. Que lo disfruten!
Se encuentra frente a la arcada de estilo oriental. El barrio es bullicioso, lleno de vida y de transeúntes que van y vienen negociando, adquiriendo productos. Él está inmóvil y algunos compradores apurados lo miran despectivamente, no tanto por su apariencia extravagante y pasada de moda, sino más bien por su estado de inmovilidad ¿Qué derecho tiene él de ser un obstáculo que impide la libre circulación? Como una roca que frena el fluir de una corriente, la marea de gente pasa a su lado pero él no se mueve. No lo hace porque finalmente no tiene que hacerlo. Se ha movido toda su vida, siglos de ir de un lado a otro pesan sobre su espalda. Por eso se queda quieto y respira, disfrutando por un momento de la certeza de saber que al fín se encuentra a pasos de su objetivo y que, si todo resulta como espera, ya no tendrá que correr para ganarle al tiempo.
La estancia está poco iluminada y se halla envuelta en tonalidades rojizas. El incienso crea pequeñas nubes sobre los objetos dandoles un aspecto difuso, casi onírico. El boticario siente que una sensación de irrealidad lo invade y debe aferrarse a la espada para tener un soporte material que lo ate al mundo físico y le diga que esto es real, que no es otra fantasía, que en verdad ha dado con el lugar.
El dueño de la tienda se deja ver entre unas cortinas. Es un jóven de aspecto delicado, con sus ojos desiguales y su apariencia andrógina, el boticario obtiene la evidencia de que se haya en el sitio correcto. Los dos se observan, se examinan. La certeza de que ninguno de los dos es humano pende en el aire como un saber no sabido. Por un momento no emiten palabra. El vendedor de medicinas percibe los interrogantes formulándose en la mente del jóven, pero no dice nada. Espera.
Al cabo de unos minutos el dueño de la tienda se presenta y lo hace pasar con una sonrisa que dice que no hará preguntas y que jugará al juego de pretender que su curioso visitante es un cliente más, un simple humano en busca de una mascota. El vendedor sonríe y agradece en silencio. Los dos pueden jugar este juego.
Le es ofrecido té y una variedad de dulces locales. Él acepta, no tanto porque lo desee sino más bien porque necesita nuevamente asegurarse que todo esto no es producto de su mente, que no se trata de un espejismo de sus deseos. El té insoportablemente dulce y la textura esponjosa del pastel le comunican que esta vez no tiene nada que temer. Que no despertará bañado en sudor con la decepción a flor de piel.
Ese pensamiento lo anima y lo dispone a pronunciar su petición. Las palabras se sienten ajenas en su boca, danzan en el aire y permanecen suspendidas entre los dos, invisibles pero con una presencia casi tangible. El conde D lo mira y las preguntas parecen querer escapar por sus labios pero él se contiene, duda. El boticario espera, no le molesta. Ha esperado tanto tiempo que unos minutos más ya no pueden dañarlo.
Finalmente el jóven pone en órden sus pensamientos. La situación es extraña, lo ha tomado por sorpresa y hace tanto que algo así no le ocurría, que no puede evitar sentirse inseguro. No sabe si la llegada de este inesperado visitante es un presagio pero por lo pronto decide ir a lo seguro, moverse por territorio conocido. Ante todo es un comerciante, peculiar sí, pero un comerciante al fín. Entonces habla de números y de existencias y en su discurso vuelve a ganar confianza. Luego pensará con cuidado el significado de todo aquello.
El boticario lo escucha con respetuosa atención. Por supuesto que conoce los costos y por esa razón ha tenido que esforzarse en vender la mayor cantidad de medicinas posibles. Él jamás le ha dado importancia al dinero, pero esta vez es esencial. Ésta vez el dinero es el primer paso.
Concretan la transacción como dos buenos negociantes. Un comprador y un vendedor, simple. Como si las preguntas del conde no tuvieran la relevancia suficiente para ser verbalizadas. Como si ambos hubieran llegado a un acuerdo tácito de naturalizar la rareza de toda la situación.
Se encuentran intercambiando cortesías cuando el detective León Orcot decide aparecer. Es su costumbre ingresar a la tienda sin anunciarse para dejarse caer en uno de los sillones, de modo que el acompañante del conde lo toma por sorpresa y lo hace detenerse en el lugar. Para disimular, en un acto de fingido profesionalismo frente al extraño, le comunica a D que su razón para visitarlo se debe a un asesinato ocurrido a unas calles de distancia. Lanzando curiosas miradas al sujeto de apariencia estrafalaria, consulta si alguno ha visto o escuchado algo. Ante la negativa de ambos, se queda ahí sin saber muy bien qué hacer y ese es el pié que aprovecha el visitante para retirarse.
Unos cuantos minutos después y luego de invitar a León con los dulces que han quedado, el conde puede permitirse meditar sobre los acontecimientos del día. Muy veladamente puede percibir que el detective se queja en uno de sus acostumbrados monólogos acerca de la gente que visita su tienda (Es que en serio ¿No hay nadie normal?), pero él solo puede pensar en una cosa.
"Curioso"
León lo mira, con esa expresión tan suya que dice que no tiene ni idea de lo que está hablando.
"¿Por qué un kitsune querría visceras de sirena?"
