Disclaimer: nada me pertenece. Lo que es de George RR Martin, a Martin.

Este fic participa en el reto "¿Qué pasó con...?" del foro Alas Negras, Palabras Negras, tu mejor foro de Canción de Hielo y Fuego.

Advertencias: Maquiavelo ha inspirado este fic.

¿Qué pasó con Varys desde que fue castrado hasta su llegada a Desembarco?


I. Rivales.

Silencioso como una sombra, ligero como una pluma, rápido como una serpiente. Tranquilo como las aguas en calma. Le resultaba difícil decir dónde y a quién se lo había escuchado. Probablemente esas palabras perteneciesen a una vida anterior, no estaba seguro.

El puerto estaba abarrotado, suceso habitual en Myr, ya que se caracterizaba por su fina y rica artesanía y por ello comerciaba constantemente con otras ciudades. Mujeres de todas partes del mundo lucían orgullosamente sus encajes myrenses, haciendo volar sus vestidos con un gesto coqueto para lucirlos mejor, para despertar la envidia de sus amigas, para arrancar suspiros. Sólo recordaba haber tenido encaje myrense en las manos una vez, aquella en la que su antiguo amo recibió una invitación de la corte de Desembarco del Rey y fueron a actuar frente al rey Aegon V, al que sus súbditos llamaban El Improbable por alguna razón de linaje que no le interesó saber en su momento. Tyene, una muchachita de ojos marrones que también formaba parte del grupo de actores, le había enseñado a robar, cometiendo su primer hurto en una de las habitaciones de la fortaleza. Se había encaprichado de cierto vestido dorado con encaje y él se lo había conseguido por ganarse su favor. Probablemente esos hechos también perteneciesen a una vida anterior.

Los marineros de una galera mercante estaban descargando la mercancía levemente ralentizados por la fina lluvia que caía y empapaba sus ropas. La Sirena Azul, se llamaba, según pudo leer en el casco de la embarcación. Tenía un bonito mascarón de proa bastante acorde con el nombre, las velas azules flameaban con el murmullo del viento y un hombrecillo flaco, erguido como un junco, pregonaba los artículos como un auténtico heraldo. La gente se detenía a comprar pese al orvallo, ordenaba abrir baúles para comprobar la calidad de lo pregonado, y se rascaba los bolsillos en busca de algunas monedas. El chico sonrió de medio lado, su rostro dibujó una curva etérea y aguda que engrandeció la comisura de los labios, consciente de que tenía que ser entonces.

Desde que su amo lo había vendido a aquel brujo y éste lo echó a patadas como a un perro viejo tras aprovecharse de su miembro para el más oscuro ritual —casi había preferido que lo utilizase sexualmente y no como ofrenda en magia de sangre—, tuvo que arreglárselas en las calles de Myr como bien supo, aprovechando de una manera inteligente los conocimientos que adquirió en la compañía de actores y mimos. Descubrió con cierta sorpresa y profundo placer que no le resultaba tan difícil. Una vida fragmentada en diversos sacrificios era la suya. Primero, un niño esclavo en Lys, donde aprendió el trabajo duro y constante. Después actor, viajando aquí y allá, de Volantis a Antigua, instruyéndose en diversas disciplinas. Luego, ladrón, la más veleidosa de las artes.

Los primeros días el estómago rugía, su zona más íntima escocía y sus articulaciones se desentumecían paulatinamente pasado el efecto de la pócima que le había impedido moverse o hablar. Apenas si se había atrevido a mirar, la sensación de pérdida lo turbaba y su rostro se veía anegado por las lágrimas en pocos minutos. Quería tocar, pero su mano se detenía sobre el abdomen. En cierto modo, se sentía casi roto, incompleto y tan vejado como una vulgar prostituta. El hambre le hizo reaccionar y, poniendo en práctica una recién aprendida técnica, comenzó a robar. Sólo eran sardinas de los cubos de algún pescador, hogazas de pan para acompañar las palomas que conseguía atrapar con un palo, algún objeto que cayese al suelo y él tuviese la rapidez de echar el guante.

—¡Naranjas sanguinas de Dorne! —vociferó el hombrecillo.— ¡Deliciosas naranjas sanguinas!

La lluvia le hacía las botas más pesadas, se dio cuenta. Sus pasos resonarían con más fuerza, los charcos delatarían su posición para todos los transeúntes; aunque ellos no le preocupaban en exceso, no había demasiados hombres con complejo de héroe en Myr, lo que sobraban eran artesanos. Artesanos y ballesteros. Las ballestas eran el arma oficial, de excelente calidad y trágico fin. Había guardias en el puerto empuñando sus ballestas, separados cada siete u ocho varas, atentos a los vendedores y compradores. El muchacho era ágil, los había esquivado más de una vez y pocos lograron quedarse con su cara, una que siempre intentaba tapar o disimular con la capucha. Intencionadamente, de forma ocasional, fingía una leve cojera, una seca tos, un enfermizo tembleque, suficiente para que no se acercasen demasiado a él y camuflar las manos diestras de un joven ladrón por las de un doliente.

Ya no necesitaba aprovecharse de situaciones como esa, sus habilidades se habían desarrollado mejor de lo que esperaba, y había llegado a un acuerdo con una posadera. Lanny mantenía el pico cerrado, le guardaba un sitio caliente donde dormir, un poco de vino especiado y un delicioso capón un par de veces por semana —había desarrollado un perverso gusto por el pollo castrado, una irónica muestra solidaria—; él, a cambio, se encargaba de mantener a los ladrones de poca monta alejados, contribuyendo además con un poco de calderilla para hacer que funcionase el local.

Era casi involuntario, cuestión de práctica y costumbre. Simuló interesarse por las naranjas, se caló la caperuza y caminó entre el gentío buscando lo que sería un buen capón. El día tocaba a su fin, con noche sería más sencillo, pero debería darse prisa o los marineros recogerían sus cosas.

—¡No están maduras! —dijo un hombre a su lado.— Miradles bien el color.

—Nuestras naranjas son exquisitas —replicó el heraldo visiblemente alterado.— Puede usted comprobarlo si gusta.

El hombre se adelantó unos pasos abriéndose camino entre la multitud. Varys sólo tuvo que deslizar la navaja debajo de la manga y, con un rápido y certero corte, esperar a que las monedas cayesen sobre su mano. El ruido de la lluvia camufló el sonido metálico y el movimiento disimuló el roce. Dio un paso atrás metiendo su pequeña fortuna en el bolsillo y se dio media vuelta, temblando ligeramente. Una mujer se apartó con un rictus de desagrado pintado en la cara. Él volvió a sonreír.

Los callejones eran buenos amigos de los ladrones y, cuando uno llevaba tanto tiempo en el negocio, los conocía mejor que las lavanderas. Caminó distraídamente, observando su buena suerte: cuatro monedas de bronce y una de plata. No era gran cosa, pero ese tipo se quedaría sin naranjas.

—¿Una caza poco satisfactoria, eunuco?

La clave de su éxito iba más allá de unas piernas rápidas y una cuarentona asustada por el futuro de su posada. Pocos lograban reconocerlo tras cada robo, disfrazarse era un arte que había aprendido a conciencia como actor; mas aquellos que compartían su profesión también habían medrado por su propio bien. Varys pensó en echarse a correr. Desechó la idea, seguro de que su acompañante no estaba solo. Se giró sobre los talones, todavía semioculto por la ropa, y sonrió por tercera vez.

—Supongo que compartes mi pesar. —Él era conocido como el Príncipe de los Ladrones de Myr. No por su cara, sino por su nombre. Entre los de su calaña, era casi un mito.— Hoy no ha sido un buen día para el pobre.

—Hace tiempo que te tengo echado el ojo, poco hombre. —Sabía quién era, lo había visto un par de veces, reconocía la cicatriz en su frente. En una ocasión le había levantado un robo importante con el que comió langostas con miel durante una semana.— No me gustan los extranjeros, menos si son como tú. Y no sólo has acaparado mi zona, sino que te has buscado una putita que te mantenga. A decir verdad, poco hombre, y con el escaso honor que poseemos los ladrones, eres la vergüenza del gremio.

El chico avanzó hacia él. Varys se dio cuenta de que algo metálico le brillaba entre los pliegues de la túnica. Tenía la daga a mano, pero poco podría hacer contra ese muchacho, que era casi el doble de grande que él. Sus ropas parecían caras, se las habría comprado para lucirse como un pavo real, los pobres siempre ansiaban parecer menos desgraciados de lo que eran, aunque eso supusiese llamar la atención más de lo que les conviniese. Sus pasos no eran tan ágiles, su voz demasiado sonora. No pasaba inadvertido, quizá hacía varios días que no se metía algo en la boca.

—Tu odio es injustificado, amigo mío —le dijo.— La gente de nuestra condición debería hacer justos pactos, tal y como hice yo con la posadera. Es mejor dormir sobre un colchón con tus secretos resguardados que sobre la fría piedra de la calle. Las minorías no tienen sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse.

—Me temo que no lo entiendes, amigo —respondió con la voz teñida de desprecio.— Te quiero fuera de esta ciudad y no mañana ni pasado, sino ahora. Tu posadera demostró que tenía la lengua muy suelta en cuanto dimos con ella a solas.

—¿Tenía? —se oyó preguntar.

—Dungen, Roger.

Otros dos ladrones aparecieron en el callejón. El sol se había puesto y nadie caminaba a esas horas por las calles. Los ballesteros no malgastarían su tiempo separando a cuatro ladrones, sino que los asetearían sin piedad. Los nombrados Dungen y Roger sacaron sus aceros, robados sin lugar a duda, y se aproximaron a él.

—Primero vas a darnos lo que llevas en la mano —aseguró el chico de la cicatriz—, y después vas a dejar que te recordemos por qué debes irte.

No fue tan doloroso como perder su miembro viril, pero esa noche Varys volvió a gemir silenciosamente de dolor mientras las puntas de las dagas le grababan la advertencia en la piel.