Disclaimer; Los personajes, así como la ambientación y parte de la historia, pertenecen a Rooster Teeth.
Cría cuervos…
Dolor, pesadumbre, decepción, rabia, desesperanza, y un sin número de sensaciones pasaron por la cabeza del joven Branwen. A pesar de que debería estar lleno de júbilo y alegría, dispuesto a pasar toda la noche celebrando el nacimiento de sus mellizos, como era la costumbre, lo único que quería, era desquitarse destrozándolo todo a su paso y maldiciendo al cruel destino, por haberle arrebatado a su esposa. Ella no lo había soportado, le habían dicho que no siguiera adelante con un embarazo diagnosticado de riesgo, pero estaba realmente ilusionada y con la expectativa de que las cosas mejoraran a lo largo de los meses, así que decidió seguir adelante y traer al mundo, la vida que llevaba en su interior. Pero no lo superó, la desgracia estaba marcada y predicha, con el pasar del tiempo solo pudo empeorar su salud, se debilitó tanto que tenía que permanecer en cama la mayor parte del día, guardando reposo. Vomitaba casi todo lo que ingería y sin embargo, ella no se quejaba. Físicamente no se sentía bien, emocionalmente estaba terriblemente deprimida, pero no se quejaba de nada, sentía que tenía un propósito, que tenía un deber, en el fondo de su corazón ella sentía que pasara lo que pasara, sus hijos debían nacer, tenían que llegar al mundo, y por extraño que pareciera, las circunstancias de cómo ocurriera ese echo, no le preocupaba en absoluto.
Hacia el final de una oscura tarde, en plena tormenta inmersa en las profundidades del bosque, llegó el primer bebé, berreando con unos pulmones de acero, blanco y enrojecido por el esfuerzo. La partera lo envolvió enseguida en una piel de borrego, le limpió los ojos, la nariz y la boca, y se lo enseñó a su padre. "Un varón", le había dicho aquella mujer, sin ápice de entusiasmo. Él había recibido con suma delicadeza y una sonrisa deslumbrante al pequeño, pero pocos minutos después, se estremeció al escuchar un agudo alarido de su mujer. No le habían dado ni una tregua de descanso, ese primer alumbramiento la había agotado tanto, que ya no le quedaban fuerzas para resistir. La partera había aconsejado abrirla, hacer una cesárea y sacar al otro bebé, pero la madre se negaba en rotundo, y aquella tajante decisión acabó con toda perspectiva de un futuro feliz. El que cualquier padre querría junto a su familia.
Cuando el siguiente bebé llegó, ya era demasiado tarde, ella había hecho todo cuanto pudo, se arriesgó a más no poder, ciertamente, dio su vida por ellos. La matrona, de inmediato envolvió a la criatura en otra piel de borrego, pero no hizo ademán de que el padre se hiciera cargo. Lo observó unos segundos con cierto pesar, no era la primera vez que veía esa escena y no sería la última. El padre no apartaba la mirada de su esposa, estaba paralizado, absorto, sin poder creer lo que estaba sucediendo, su mundo se le vino encima, de repente y en un abrir y cerrar de ojos, ella ya no estaba, estaba muerta.
"Es una niña", Le había comentado esa vez la matrona, sacándolo de su ensimismamiento. Él no respondió, no la miró, no hizo nada, sólo tuvo la desagradable sensación de haber sido traicionado, traicionado por sus propios hijos que apenas acabados de nacer, ya llevaban el peso de la culpa y la desdicha en su camino. Entendía que no los podía culpar de aquella desgracia, pero aún así lo hacía, no lo podía evitar. Si no hubiera sido por ellos, su esposa estaría viva, estaría a su lado, lo único que había querido siempre.
Dejó al niño en una canasta en el suelo, y se colocó su capa. Cogió su arma y un saco en el que metió algunas provisiones. Cogió de un estante, un pequeño cofre con todo el dinero que poseía, le entregó una parte sustancial a la partera, "por las molestias" había aclarado. Sus instrucciones fueron claras; él se marchaba de la cabaña en ese mismo instante, y ella se ocupada de entregar a los mellizos a alguna institución que los aceptase. Le había dado dinero de sobra, tanto para ella como para que se hiciera más fácil la acogida de los pequeños. Ya no soportaba estar allí, no era capaz de tolerar la presencia de los niños. Sabía que hacía mal en abandonarlos, pero si se los quedaba, si los criaba, no estaba seguro de poder ser un buen padre para ellos, no pensaba que algún día fuera capaz de amarlos. Aquella decisión no sorprendió a la anciana, lo que no significaba que no sintiera verdadera pena por lo que estaba ocurriendo, y más que nada, lástima por el destino incierto que les esperaba a las criaturas. Él se ocuparía después de enterrar como era debido a su esposa, pero en ese instante, necesitaba irse, necesitaba desaparecer incluso de su propia sombra.
Durante cuatro largos años, nadie fue a visitar a los mellizos Branwen, y tampoco nadie se extrañaba por eso. Algunos niños del orfanato tenían familiares o amigos o vecinos de sus padres, que a veces les llevaban dulces por sus cumpleaños, o algún regalo en las festividades, pero de los mellizos, nadie se acordaba, nadie sabía nada de sus orígenes, excepto el apellido y los nombres que llevaban. Nombres que en cuanto se supieron, causaron revuelo, preocupación y rechazo por parte de los encargados del orfanato y de los chismosos de la aldea. "Qrow y Raven", "¡hay que ser muy estúpido para ponerle esos nombres a unas criaturas!", habían comentado muchos, "¡sus destinos están sellados!", "¡esos niños llevan el mal augurio en las venas!". En un primer momento se hizo caso omiso de la mayoría de los comentarios desagradables, eran niños y ya está, como todos los demás, no podían hacer daño a nadie, sin embargo... poco a poco y progresivamente, las cosas empezaron a cambiar, y no solo en el orfanato, sino en toda la aldea.
Un viejo chisme comenzó a circular y a ensombrecer el ambiente, un viejo rumor mitad verdad, mitad invento, pero en un lugar tan pequeño como ese y lleno de personas enfadadas con sus vidas, por haber sufrido desgracias y pérdidas, sin mucho más oficio que hablar de las vidas ajenas, aquello prendió como la pólvora. Siempre que se mencionaba a los pequeños Branwen, era para decir algo negativo, no se les apreciaba en la aldea, y se insistía a los visitantes de que los adoptaran para librarse de ellos. Los que no tenían nada en contra de los mellizos, simplemente guardaban silencio y no interferían ni para bien ni para mal.
La gota que colmó el vaso, fue la mañana de la excursión al río, todos los niños estaban felices y ansiosos de que llegara el día. Se había preparado una merienda y se les daba permiso a los más mayores de poder nadar un rato. Lo que nadie se esperó, fue que el pequeño Qrow, quien estaba jugando con una pelota, saliera corriendo tras ella, y se metiera también en el agua para poder recuperarla. Nadie vigilaba al niño, solo se dieron cuenta de que se encontraba en el río por los gritos de ayuda que lanzó. Se estaba ahogando. Una cuidadora no lo dudó y corrió a sacarlo del agua. Nadie se esperó que la chica fuera atacada por un Grimm en pleno intento de salir del agua, con Qrow colgado de su cuello. El niño calló en la orilla llorando desconsolado, la chica cayó detrás de él, agotada por el esfuerzo y segundos después, fue arrastrada río adentro por el Grimm que acabó con su vida.
Un suceso bastante inusual y aislado. Por lo general, los Grimm no aparecían mucho por esas zonas y estaban bien protegidos de ellos, algo completamente fortuito, solo que... en todo el lío estaba mezclado el pequeño Qrow, el chiquillo desobediente era el causante de aquello sin haberlo querido. A cualquiera se le habría perdonado esa desgracia, un niño nunca tiene la culpa, sin embargo... todos empezaron a decir lo que se temía, no era un niño cualquiera, era uno de ellos, uno de los hermanos Branwen.
Tras la muerte de la cuidadora, a quienes todos tenían en gran estima, y al finalizar el funeral de la chica, la decisión de los aldeanos fue unánime; Los niños tenían que irse.
