Capítulo I
Cuando me ordenaron que volviese al castillo supe que era ya demasiado tarde. En cualquier caso, no podía desobedecer y tratar de eludir aquella divina empresa sólo causaría desgracias, no sólo a mí. Me aposté frente al puente levadizo que comenzaba a descender con un agudo chirrido, viendo que el cielo se había teñido de un gris argénteo y amenazante, los rayos se cernían impíos sobre la campiña y la lluvia no dejaba de regar con lágrimas celestiales el castigado reino de Hyrule.
Entonces, pude volver a verla. La princesa del destino, a lomos de un corcel blanco y arropada por su aya Sheikah huía de la ciudadela. Su rostro estaba desencajado, sus ojos de un penetrante azul zafiro me dirigieron una última mirada desesperada antes de lanzar algo que sobrevoló mi cabeza y acabó hundiéndose en el foso. Sin recuperarme de aquella visión, mi estupor se tornó en espanto cuando vi frente a mí al mismísimo rey del mal. El árbol Deku ya me había hablado de él, pero tenerle frente a mí me hizo estremecer en un doloroso escalofrío que no pude reprimir.
-¿Has visto pasar a una joven en un caballo blanco? ¿hacia qué dirección fue?-me interrogó con seguridad, intuyendo la respuesta pero esperando de mí una obediencia que alimentase su ego.
Desenvainé. Era un inconsciente, un niño de apenas 10 años que intentaba asumir su destino. Quizá era demasiado pronto, pero algo en mí me impulsaba a combatir ese gélido temor que me impedía pensar con claridad. Necesitaba una chispa de valor, pero sólo pude lograr temeridad cuando saqué la espada Kokiri, era un arma modesta, pequeña… no era la hoja que terminaría derrotando a aquel poderoso Gerudo. Pero en aquel instante yo desconocía todo aquello.
-¿No vas a decir nada?-su alazán negro relinchó con fuerza y él me miró como si tratase de desentrañar mis pensamientos.
Mi silencio hirió su orgullo y comenzó a crear un orbe de energía oscura en su mano con una sonrisa malévola. Calculé mentalmente las posibilidades de repeler el ataque, el escudo Deku se desintegraría al contacto con aquella poderosa magia y huir no era factible.
-Bien, la encontraré yo mismo.-descargó aquella esfera sobre mí y salí volando unos metros retorciéndome por el dolor-¡No eres rival para mí!
Espoleó al animal y galopó con rapidez perdiéndose en la campiña, siguiendo el rastro de Impa y Zelda. Intenté normalizar mi respiración e incorporarme al tiempo que una furiosa serie de dentelladas eléctricas me recorrían el cuerpo haciendo que me estremeciese. Ganondorf tenía razón, en aquellas circunstancias no podía enfrentarme a él, era demasiado joven e inexperto. Él había usado una ínfima parte de su poder y le había bastado para dejarme fuera de combate, obviamente no estaba a su altura.
El cielo iba clareando poco a poco, como si la tempestad la hubiese creado el propio Ganondorf y su aura de oscuridad y destrucción. Me lancé al foso y buceé hasta encontrar el objeto que Zelda había arrojado, se trataba de la ocarina del tiempo, me había hablado de ella la primera vez que nos encontramos. Era un instrumento legendario, junto con las piedras espirituales era la llave de acceso al reino sagrado, el lugar en que se ocultaba la divina reliquia de las diosas: la trifuerza. Salí del foso empapado y crucé el mercado de la ciudadela, perdido en mis pensamientos y esquivando el gentío. No podía enfrentarme a Ganondorf ahora y aquello me hacía dudar.
El árbol Deku me había revelado que no era un Kokiri corriente, sino un hyliano y que era el legítimo portador de la trifuerza del valor. Sin embargo, aquel encontronazo consiguió que me lo replantease todo. Entré en el templo del tiempo y coloqué las piedras espirituales sobre el altar. Primero la esmeralda kokiri, verde como el follaje de los bosques perdidos, luego el rubí goron, rojizo y ardiente como el corazón de la montaña de la muerte y, finalmente, el zafiro zora, cerúleo al igual que las profundidades del lago Hylia.
Una vez que las 3 joyas estuvieron alienadas toqué la canción del tiempo con la ocarina que Zelda me había legado. Mis dedos se deslizaron con rapidez arrancándole a aquel instrumento las notas de una melodía mágica que jamás olvidaría. Las pesadas puertas del tiempo se abrieron al instante, con lentitud. Tras ellas apareció una sala circular con un pequeño pedestal en el centro. La luz de una gran ventana en forma de ojiva caía a plomo sobre el arma incrustada en aquella piedra. Era el arma definitiva, una hoja capaz de repeler el mal con su brillo sagrado: la Espada Maestra.
Avancé con paso inseguro, conteniendo la respiración, como si temiese que aquello pudiese ser una trampa. Llegué al centro de la estancia e inspiré hondo aferrándome a la empuñadura tratando de disipar todo rastro de duda e imbuyéndome del poder que parecía emanar de ella. Ni siquiera sabía si podría ser capaz de sacarla de donde se encontraba, no sabía si tendría fuerzas suficientes para sujetar una espada cuya hoja era casi tan grande como yo en aquel entonces.
"Si el destino lo ha querido así, tendré que confiar en todos los que me auguran un porvenir tan importante." Cerré los ojos y saqué la espada del pedestal con algo de esfuerzo. Un haz de luz azulada me golpeó los párpados haciendo que los abriese, la luminosidad se elevó extendiéndose por la estancia y envolviéndome súbitamente.
"Esta es sólo una de las leyendas que se cuentan desde tiempo inmemorial…"
