La isla

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Regina Mills era una contradicción en sí misma. Odiaba los aviones, y a la vez le encantaba la idea de volar en uno. Odiaba profundamente ir sentada en el lado de la ventana, y a la vez amaba ver cómo el paisaje se hacía cada vez más pequeño, a medida que se alejaba. Siempre lograba relajarla el hecho de abandonar su ciudad e ir en busca de nuevos destinos y aventuras, pero también adoraba la tranquilidad y comodidad de su hogar.

Podía contradecirse en muchas cosas, pero en lo que todas las partes de su cuerpo estaban de acuerdo era en que no soportaba viajar en clase turista. Los asientos eran demasiado estrechos, y tenía siempre la mala suerte de que le tocase un compañero parlanchín. Y a Regina no le gustaba hablar. Menos, con desconocidos. Por eso siempre viajaba en primera clase. Asientos amplios, comida, servicio atento y cómo no, cama en los vuelos largos, como ese. Tenía un compañero de asiento, pero afortunadamente se encontraban a una distancia prudencial como para no tener que cruzar ninguna palabra con él, y el hombre parecía tener las mismas intenciones que ella. Dormir hasta que el avión hubiese aterrizado. Sin duda, un descanso era lo que ella necesitaba. Ese día había empezado mal y solo empeoraba por momentos. Regina estaba de mal humor. Para empezar, el día anterior había recibido una llamada que le comunicaba que habían encontrado el cadáver de su marido, y tenía que volver inmediatamente a Nueva York con motivo de la investigación policial. Sospechaba que la habían implicado en el asesinato. Tendría que declarar e ir a la comisaría una y otra vez, a sufrir. Estaba segura. Había reservado vuelo en ese mismo instante, al día siguiente a primera hora. Así, a las 8:25 de la mañana saldría su vuelo desde Heathrow, el aeropuerto más importante de Londres, con destino a la ciudad soñada por tantas personas en el mundo.

Nada más llegar al aeropuerto y después de facturar, se dirigió al Starbucks a por un espresso, su café favorito. Quizás eso conseguía despertarla y mejorar su día, al menos un poco. Pero justo al llegar su turno, la mujer que iba antes – rubia, más o menos de su edad y algunos centímetros más alta que ella – se giró sin cuidado y terminó derramando su café en su finísima y nueva camisa de Armani.

- ¿Es usted ciega? – casi gruñó Regina mientras hacía la pregunta. – Ni se moleste en contestar, bastante ha hecho ya desgraciando mi camisa.

- Lo siento. – intentaba disculparse la otra mujer, pero sus palabras apenas salieron en forma de susurro debido al respeto que imponía la morena y su mal humor.

- Vaya con más cuidado, ¡por el amor de dios! ¡Este mundo cada vez está más lleno de torpes! – Regina había continuado con su discurso, pero esta vez más para sí misma que para los demás. No llevaba ninguna blusa de repuesto y aquello iba a tardar en secarse. Por no hablar de la enorme mancha que iba a dejar.

Sí, su camisa se encontraba ahora seca, pero su enfado seguía intacto. Había intentado limpiarla en el baño, pero no había logrado sacar ni una mínima parte de la mancha, y la incomodidad de pasearse por el aeropuerto con una blusa que no estuviera impecable había sido el colmo. Bastantes miradas se habían dirigido hacia ella, quien se encargó de apartarlas todas gracias a su fulminante mirada. ¿Podía empeorar el día?

Sí, sí que podía. Pero Regina Mills no era consciente de ello todavía.

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Unos asientos más atrás, una mujer rubia se debatía entre tomarse una pastilla para dormir o directamente pegarse un tiro y acabar con aquel sufrimiento.

- ¿Qué sientes al montar en avión por primera vez? – había preguntado uno de sus compañeros el día anterior, durante la fiesta de despedida que le habían preparado deseándole suerte y ánimo.

- Pánico. – había respondido ella.

Tal vez el resto de su equipo había estado riéndose media hora debido a su pánico a los aviones, pero para Emma Swan no había otra respuesta posible a esa pregunta. ¿Cómo no iba a sentir miedo? Iba a volar en una máquina de metal muy pesada con alas, que debía mantenerse en el aire aproximadamente unas 7 horas y media, y de verdad pretendían que estuviese tan tranquila. En el último momento pensó en dar la vuelta y volver, no montar en el avión y quedarse en Londres, donde se encontraba más que cómoda. La ciudad de siempre, con la gente de siempre. Sin embargo, allí se encontraba, en un asiento estrechísimo, en medio de dos hombres de considerables dimensiones. Emma pensó que no podía haber un asiento peor que ese. Dentro del avión hacía calor. El hombre a su derecha, el de la ventana, sudaba. Y el de la izquierda se abanicaba como si el suceso siguiente fuera a ser el apocalipsis.

Era contradictorio, pero hacía unos minutos que se había terminado su café y ahora quería dormir. Quizás debería haberse olvidado de aquella bebida con cafeína y simplemente dejar que el sueño apareciese de forma natural, porque lo haría. No había dormido nada la noche anterior, y eso la hacía estar completamente despistada, lo que había terminado en un accidente que le había costado la mitad de su café y el enfado de una malhumorada morena con cara de pocos amigos.

El ruido de los motores empezó a sonar y lentamente el avión comenzó a realizar un movimiento marcha atrás con el propósito de colocarse en pista y prepararse para el despegue, lo que reactivó sus nervios y pudo observarse a sí misma temblar. Si no fuera por un motivo tan importante como el haber encontrado a sus padres por fin, ya habría fingido un ataque de pánico para poder bajar de aquella máquina infernal, lo juraba.

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La cafeína parecía no hacer ningún tipo de efecto en la morena, quien se había quedado dormida a la media hora de iniciar el trayecto, después de colocarse su antifaz y reclinar su asiento en la postura perfecta para descansar. Otro detalle que empleaba siempre eran tapones para los oídos. Cuando dormía le gustaba estar en completo silencio.

Mientras tanto, Emma intentaba dirigir algo de aire frío hacia ella, pero parecía que sus dos grandes amigos habían acaparado los pequeños orificios de aire acondicionado que se situaban sobre los asientos para ellos. Se iba a derretir. No tenía movimiento posible, no podía dormirse sin miedo de recostarse y acabar apoyada en alguno de los dos. No podía hacer nada y se estaba desesperando.

A las dos horas y media aproximadamente, la voz del piloto interrumpió los pensamientos o cualquier otra actividad que estuviera realizando cada persona que se encontrase despierta en ese avión, avisando de que estaban atravesando una zona de turbulencias. El avión se adentró en un cúmulo de nubes y comenzó a sacudirse levemente, durante unos minutos. Después paró. Luego volvió a sacudirse otros minutos, y volvió a parar. Y así durante una media hora, o eso calculó la rubia. En su mente era posible que aquel momento se hubiera alargado.

De pronto, una gran sacudida agitó todo el avión, lo que hizo despertarse incluso a la morena, a quien le había dado tiempo hasta de soñar. Estaba acostumbrada a viajar, las turbulencias no le afectaban, pero nunca había vivido un movimiento tan grande, lo que la hizo preocuparse y quedarse alerta unos minutos, por si volvía a suceder. Cuando se convenció a sí misma de que sólo fue un susto, un movimiento mayor terminó por despertarla del todo. A Regina no podía estarle pasando esto. Era una situación transitoria, saldrían en breves momentos y todo iría bien. Esas fueron las palabras del comandante y las que ella quiso creer. Sin embargo, diez minutos después, el piloto se volvió a comunicar a los pasajeros. Una de las sacudidas había producido una avería en el avión e iban a perder altura.

"Intentaremos que el descenso sea lento y gradual para la supervivencia de los pasajeros, nos comunicaremos con la torre de control y mandarán un equipo de rescate a las coordenadas que les facilitemos." Buenas, grandiosas palabras del equipo de control del avión. Pero no tranquilizadoras. Una última y gigante sacudida hizo a aquel aerodinámico medio de transporte descender una altura considerable de golpe, y las luces del interior se encendían y apagaban intermitentemente. Aquello pintaba peor de lo que habían dicho, y empeoró. Segundos después el descenso comenzó a ser más rápido, y debían dar gracias de no estar cayendo en picado.

Emma, desde su asiento, asumió lo más difícil que podía haber asumido en su vida. No iba a sobrevivir. Y si por suerte el impacto del avión no la mataba, lo harían sus compañeros aplastándola. Intentó tomárselo con humor internamente, pero era muy complicado. La primera vez que montaba, estaba superando algo que la aterraba completamente, y así iba a acabar todo. Con su muerte.

Por otra parte, Regina no estaba preocupada por sí misma, ahí o fuera ya estaba condenada. Sabía que la justicia estadounidense no iba a declararla inocente si así se libraban más fácilmente del caso, lo fuera o no. Regina pensaba en su pequeño de apenas 4 años, al que no volvería ver. Sólo esperaba que pudieran encargarse de él como era debido y que no sufriera demasiado, ahora que ella no estaría. Así, su último pensamiento antes de la total oscuridad, fue para su hijo. Henry.


Bueno, aquí estoy con una nueva historia. Espero que os guste, la disfrutéis y me dejéis vuestras opiniones. Estaré encantada de leerlas y tenerlas en cuenta. :)