Después de mucho tiempo, ni siquiera recuerdo cuánto, por fin he reorganizado mi vida tras la mudanza y tengo nuevamente tiempo para escribir. Espero que las vacaciones estén resultando estupendas y que las aprovechéis al máximo; yo haré lo mismo.

Como de costumbre, publicaré todos los domingos si nada grave me lo impide. De antemano, pido disculpas si me he dejado algún error; no he tenido tanto tiempo como desearía para revisarlo con el máximo detalle. Pese a todo, espero que os guste y que nos leamos. Por cierto, que lo olvidaba, este será un fanfic largo.


Capítulo 1: El mundo tiembla

Toda su vida había estado marcada por su nacimiento, y nada en el mundo podría cambiarlo por más que se esforzara. Su familia era prácticamente una de las primeras mafias que habían existido en el territorio japonés y también una de las más poderosas. Todo Taisho debía ser un mafioso por nacimiento para terminar convirtiéndose en un capo de la familia o en el líder indiscutible. Siendo él descendiente directo del linaje más puro de la familia, algún día ocuparía el puesto de líder. Actualmente, su padre ocupaba ese puesto.

Nunca se cuestionó su procedencia. Simplemente, había nacido mafioso y ya está. De niño iba a un colegio carísimo, considerado uno de los mejores del país. Todos sabían quién era, tanto profesores como padres de otros alumnos, y le sonreían y trataban con reverencia. Su familia era muy importante, movía mucho dinero y tenía muchos tratos con los grandes mandatarios del país. No se movía un solo yen en Japón sin que su padre lo supiera. Eso le proporcionó ciertas comodidades en todos los aspectos de su vida.

En el colegio fue un estudiante de matrícula y en la universidad, estudiando económicas, siguió la misma trayectoria. Su cartera siempre había estado bien llena, tanto que hasta le pesaba a veces. Su ropa era de los mejores diseñadores, hecha a medida siempre. Las mujeres más hermosas de todos los continentes lo habían rodeado incluso cuando era un niño pequeño. Tuvo su primer Porsche al cumplir la mayoría de edad y también un apartamento de lujo en la mejor zona de la ciudad.

Hay quien diría que fue el niño más afortunado del mundo, pero esas personas no conocían la realidad. Su padre lo sentaba a estudiar cada tarde durante horas y lo mantenía bajo vigilancia con tutores estrictos para asegurarse de que se supiera al detalle cada lección. El dinero que llevaba no podía gastarlo en juguetes, como él habría deseado entonces; los juguetes estaban prohibidos en su casa. Las mujeres solo veían en él la oportunidad de lograr una vida de abandono y excesivos lujos que estúpidamente creían perfecta. Ni siquiera sabía si su apartamento y su primer coche eran comprados, robados o cobrados como una deuda.

Ser hijo de un Taisho suponía adoptar desde niño una serie de responsabilidades. Nunca pudo jugar, ni recordaba haberlo hecho nunca. No tuvo ni un solo juguete, ni un peluche. Nada. Lo primero que recordaba haber manejado era una pistola a la tierna edad de cinco años. Su padre le enseñó a usarla e insistió en que debía llevar siempre una encima. Fue sometido a los entrenamientos más duros para aprender kung fu, judo, karate, aikido y toda clase de técnicas de lucha. Mientras tanto, apenas podía ver a su madre, pues su padre consideraba que ella lo ablandaba. Solo podía morderse el labio y retener las lágrimas mientras escuchaba a su madre llorar, gritando su nombre.

Habría deseado ser un chico normal y corriente que iba a un colegio público, tenía unos padres que pagaban una hipoteca y trabajaba repartiendo periódicos para conseguir algo de dinero. Todo sería mucho más fácil así. Aunque, como ya había dicho anteriormente, con el tiempo aprendió a aceptar su destino y a hacerse dueño de él. En esos momentos, él era el capo de la mafia y tan solo estaba un puesto por debajo de su padre. El gran Inu No Taisho era el único que aún podía darle órdenes. La única diferencia respecto a su infancia era que ya no podía robarle lo único que deseó tener toda su vida; ya no podía robarle a su madre. Era mayor y libre para hacer lo que se le antojase; entre otras cosas, pasar mucho tiempo con su madre.

Alzó la vista de su taza de café y se concentró en la siempre dulce y amable mirada de su madre. ¿Cómo una mujer como ella pudo casarse con el capo de una mafia? Parecía la clase de mujer sencilla que se casaría con un hombre honrado que le diera unos cuantos hijos y la hiciera realmente feliz. Su madre, en cambio, se casó con un hombre que le había prohibido durante años ver a su hijo durante más de dos minutos seguidos y que no quiso darle más hijos, alegando que la mafia se dividiría y perderían poder. Los Taisho tenían por costumbre tener un solo hijo varón para evitar problemas de peleas entre hermanos o esposos de sus hijas que reclamaban lo que no era suyo. Seguramente no siempre nacieron varones a la primera o por error alguna mujer Taisho se quedó embarazada dos veces. No quería ni imaginar que hicieron para solventarlo…

¿Él quería ser otro Taisho más? Dedicarse a lucrarse de la desgracia de los demás, destruir hogares, mal tratar mujeres, gobernar en la sombra. Siempre se lo había preguntado. Su padre quería que fuera esa clase de hombre. La clase de hombre que era un Taisho, un auténtico mafioso. Él no estaba tan seguro. Hacerle a un hijo suyo lo que su padre le hizo a él… ¡No podía ni imaginarlo! Por eso ni se había planteado el matrimonio a sus treinta años de edad. Su padre le insistía y no hacía más que enviarle mujeres bellísimas con las que no le importaba acostarse, pero a las que no amaba. ¿No había que estar enamorado para casarse? ¿Su padre amaba a su madre?

― ¿En qué piensas, mi niño?

Su madre aún lo trataba como si fuera un niño. Probablemente, aquello fuera efecto de los años de separación.

― ¿Por qué te casaste con ese hombre?

― Otra vez estamos con eso… ― suspiró― Lo primero, ese hombre es tu padre. No puedes apartarlo de tu vida así. Se enfadará si se entera…

― ¡No me importa!

Nunca le importó, igual que él no le importaba a su padre. Inu No Taisho solo veía en él al hombre que ocuparía su lugar cuando él no estuviera para continuar con el linaje. Nada más. Nunca realizó una sola muestra de cariño hacia él; a esas alturas, ni la esperaba, ni la deseaba.

― Tu padre no es tan malo como crees… ― intentó convencerlo de nuevo ― Ha hecho cosas que son imperdonables. ― admitió ― Jamás le perdonaré que me impidiera verte cuando eras niño… ― tomó sus manos entre las suyas ― Pero sé que te ama.

― ¡Por favor, mamá! ― se quejó― Él es incapaz de amar.

― ¡Él nos ama! — aseguró en un grito firme que hizo que más de una cabeza en el café se volviera hacia ellos― Jamás vuelvas a dudarlo. ― moderó el tono ― Lo que pasa es que le cuesta mostrar sus sentimientos. Su padre fue mucho más duro con él, créeme. Ha cometido errores, pero intentó que tú no tuvieras una infancia tan mala como la suya.

― No me hagas reír…

Ese era el problema de quedar con su madre. Siempre surgía el asunto de su padre y terminaban discutiendo porque ella insistía en que los amaba y en que fue mejor con él que otros capos de la mafia. Su madre estaba equivocada y ciega.

― ¿Por qué te casaste con él? ― volvió a preguntar.

― Porque me enamoré de él y sigo enamorada de él.

La misma respuesta de siempre. Decidiendo que ese tema ya era asunto perdido con su madre, tomó otro sorbo de café. La observó sobre el borde de la taza y le pareció que con cincuenta y dos años de edad seguía siendo tremendamente hermosa. De joven fue modelo; fue gracias a eso que su padre y ella se cruzaron en un pase. Su padre decidió que se casaría con ella a cualquier precio y su madre se lo puso tremendamente fácil.

Su cabello negro siempre largo y sedoso estaba teñido. Izayoi Taisho odiaba que otros le vieran las canas y se esforzaba por ocultarlas. Sus ojos azul celeste seguían siendo igual de hermosos aunque empezaban a fallar y tenía que usar gafas para leer. Su tez blanca y nívea comenzaba a formar pequeñas arrugas entorno a los ojos y las comisuras de los labios, pero eran casi imperceptibles. Solo alguien que se fijara tanto como él, como lo hace un hijo, podría verlo. Por lo demás, tenía la misma figura del primer día y ningún achaque de la edad.

Estaba envejeciendo bien y su padre también. Inu No Taisho merecía convertirse en un viejo decrépito, solo y abandonado. Para su desgracia, tenía toda la pinta de que eso no iba a suceder. Además, si el precio era que su madre muriera para que él se quedara solo, prefería que siguiera acompañado.

― ¿Y tú? ― le preguntó ― ¿Cuándo planeas enamorarte?

― Pensaba que eso no se planeaba mamá…

― No, pero ya tienes treinta años y…

― ¿No te enviará pa… pa… padre?

Después de tantos años, todavía le costaba llamarlo de esa forma en voz alta. No sentía ningún aprecio por su padre, y eso no iba a cambiar tan fácilmente.

― ¡No, tonto! ― se rio ― Solo soy una madre preocupada. Quiero ser abuela, ¿sabes?

Y él desearía ser padre si no tuviera a sus espaldas al suyo propio, vigilando cada paso que daba. Seguía siendo el líder por la muerte prematura del abuelo y podría arrebatárselo. Nadie lo cuestionaría por hacerlo.

― No he encontrado a la mujer adecuada, mamá.

― ¡Pues, busca!

Ojalá fuera todo tan sencillo. Sabía a ciencia cierta que su madre amaba a su padre, pero muy pocos pensarían eso de ella sabiendo que era una modelo que rondaba los círculos de su padre Muchos seguirían pensando que solo era una caza fortunas. Aquellos que pensaban eso solo eran unos idiotas. No sabían lo que es formar parte de una mafia, ser una mujer ahí adentro y casarse con uno de los más importantes capos. No sabían nada.

Las mujeres que lo rodeaban y que se acostaban con él solo buscaban una cosa: dinero. Les daba igual conseguirlo con un matrimonio, con una noche loca o con un trato obsceno. Solo querían el dinero, la fama y el poder que ese materialismo les otorgaría. Todas eran hermosas y terriblemente encantadoras; tanto que casi le daban ganas de vomitar. Sabía que a sus espaldas debían decir toda clase de cosas desagradables sobre él a pesar de que en la cama todas gritaban como locas. No podía fiarse de ninguna de ellas. Eso sí, quedaban muy bien colgadas de su brazo cuando tenía cenas de negocios. De hecho, esa misma noche tenía una cena a la cual lo iban a acompañar dos hermosas modelos del momento: Kikio Tama y Tsubaki Kanabe.

El móvil de su madre sonó en ese instante, sacándolo de sus pensamientos. Antes de que contestara, pudo leer en la pantalla el nombre de su padre, su fotografía y un montón de corazones. Su madre lo amaba como una adolescente. Hasta se le puso la voz más estridente y aguda al contestarle, como si intentara parecer más femenina. La escuchó hablar hasta que puso cara de disgusto antes de colgar.

― ¿Qué sucede? ― le preguntó preocupado.

Por mal que sonara, solía cruzar los dedos para que sus padres tuvieran una fuerte discusión que acabara con ella abandonándolo. Entonces, entraba en razón y se daba cuenta de que su padre jamás la dejaría marchar. La retendría a la fuerza a su lado si fuera necesario. Además, su madre no lo abandonaría por nada del mundo.

― Tu padre está disgustado porque a él no lo invitas nunca a tomar un café.

― Ya nos vemos en las reuniones, ¿qué más quiere? ― se quejó.

― Quiere que vuelva a casa, me espera para cenar. ― guardó el teléfono móvil en su bolso ― Y quiere que su hijo le haga un poco de caso. Está celoso.

Eso a él le daba igual. Pagó la cuenta antes de que su madre se atreviera tan siquiera a sacar la cartera del bolso y la llevó de la mano a la calle. Como de costumbre, salió él primero y comprobó el perímetro. Desde pequeño le habían enseñado que debía tener bien vigilada sus espaldas, pues otras mafias intentarían acabar con alguien tan importante como él. De la misma forma, debía cuidar a aquellos a los que amaba. Esa era otra buena razón para que le costara tanto encontrar a una buena mujer con la que quedarse. ¿Cómo iba a protegerla? ¿Y si se equivocaba?

Mantuvo la puerta abierta y le indicó a su madre que podía salir cuando le pareció que no corría ningún peligro. De todas formas, la calle estaba vigilada por veinte hombres de su padre y veinte hombres suyos. El coche de su madre esperaba frente al café y el chófer vestido de traje con los ojos cubiertos por unas gafas de sol, salió al verlos para abrirle la puerta.

― Ten cuidado, hijo.

Tuvo que inclinarse para que su madre pudiera darle un beso en la frente y uno en cada mejilla. Después, la ayudó a subir al coche con amoroso cuidado. En cuanto el coche desapareció, consultó su reloj y bostezó. Tenía que ir a buscar a sus dos compañeras para una soporífera cena de negocios con un político corrupto. Tal vez, si el ministro de urbanismo no le bajaba mucho el ánimo, podría disfrutar de una divertida noche con las dos señoritas.

Sacó un cigarrillo de su pitillera y le hizo una señal a su chófer para que se acercara. Por la calle, más de una persona se giraba para mirarle. No hacía falta ser muy inteligente para saber que un hombre con su aspecto era un mafioso. Mucho menos si miraban su cabello plateado, característico de los Taisho. Le resultaba desagradable. Las madres sujetaban con fuerza las manos de sus hijos, los apartaban de él con terror y murmuraban lo que serían cosas terribles sobre su persona. ¿Qué sabían ellas de él? ¿Qué sabía nadie de él realmente?

Kikio y Tsubaki no le hicieron esperar ni un solo minuto. Había oído que a las mujeres les encanta hacer esperar a los hombres. Sin embargo, a él nunca le hizo esperar ninguna. A veces se preguntaba qué se sentiría siendo un hombre cualquiera esperando.

Se sentó cada una a un lado en el coche y se abrazaron a él como dos lobas en el celo. Estaba seguro de que, si lo hubiera propuesto, se habrían quitado los vestidos y habrían pasado un rato estupendo hasta el restaurante. En realidad, no lo hizo porque su madre todavía estaba muy presente en sus pensamientos. Se había ido pocos minutos antes y no podía ni pensar en el sexo en ese instante. Ojalá sus acompañantes se sintieran igual. Tuvo que apartarles las manos de la bragueta con una sonrisa burlona y un comentario gracioso para que no se ofendieran. Les prometió que se divertirían más tarde; ambas dos lo estaban deseando. Al menos sabía que, cuando las mujeres lo insultaban a sus espaldas, ninguna se quejaba de sus dotes como amante.

El ministro de urbanismo ya lo esperaba cuando llegó al restaurante. Estaba rodeado por cuatro mujeres. Se había quedado corto al llamar a tan solo dos. ¿Qué imagen iba a dar delante de ese viejo decrépito cuando él aún era joven y atlético?

― ¡Taisho! ― lo llamó.

¿Tenía que gritarlo? Todas las cabezas del restaurante se volvieron hacia él en ese instante y empezaron a murmurar. Bien, si a alguien no le había quedado claro por su pelo que él era un Taisho, ahora todos lo sabían. De hecho, el camarero más cercano temblaba tanto que la botella resbaló de entre sus manos. Fue rápido de reflejos y la cogió al vuelo. El camarero lo miró con horror y el silencio se hizo más pronunciado. Ya no había murmullos.

Salió lo mejor que pudo del apuro. Saludó a la pareja que estaba en la mesa a la que iba a servir el camarero y le sirvió el vino a la señorita.

― Luce más hermosa que los diamantes esta noche.

La mujer se sonrojó y lo devoró con la mirada. El marido, novio, o lo que fuera, se enfadó, por supuesto, pero no se atrevió a demostrarle su enfado. Dejó la botella sobre la mesa de nuevo y volvió a ofrecerle el brazo a Tsubaki. Los tres se dirigieron hacia la mesa del ministro, ignorando por completo el revuelo.

El ministro de urbanismo se llamaba Akira y le dio dos besos al verlo. También besó a sus acompañantes y las sobó en exceso. Seguro que le encantaría acostarse con ellas y no con las prostitutas que había contratado. Él se limitó a besar la mano de cada mujer con elegancia, ignorando a propósito el hecho de que eran prostitutas, y ofreció asiento educadamente a sus acompañantes.

― ¡Qué bien acompañado estás Inuyasha!

― Siempre me han gustado las mujeres hermosas y el buen vino.

Chasqueó los dedos a la espera de que fuera el metre quien les sirviera lo mejor de la carta de vinos. En todas partes era sabido que los Taisho solo tomaban el vino de mejor calidad.

― Veo que usted no ha escatimado con su compañía. ― observó ― No esperaba encontrar tantas bellezas juntas esta noche. Creo que somos unos hombres afortunados.

― Sin duda lo somos, Inuyasha.

Odiaba que lo tuteara gente que le caía mal y que le resultaba tan repugnante como el ministro de urbanismo. Decidió ignorar su sonrisa sardónica y su mirada de viejo verde cuando el camarero sirvió el vino. Tomó la copa, la removió y la olió. Sí, era una buena cosecha.

― ¿Por nuestra fortuna? ― propuso brindar el ministro.

― Por nuestra fortuna. ― coincidió.

Como ya era costumbre, las mujeres no hablaban durante las cenas de negocios. Como mucho, podían llegar a hablar entre ellas en la hora de los postres, cuando prácticamente todo estuviera resuelto. Tomó ensalada de primero, como ellas, y contempló anonadado el plato repleto de alimentos grasos y calóricos que había pedido el ministro. Comiendo de esa manera, no le extrañaba que estuviera tan gordo. Con un poco de suerte, le daría un infarto pronto, y no tendría que volver a negociar con él. Entonces, su padre elegiría al nuevo ministro. Llevaban tiempo esperando ese momento. Si ese hombre aún no estaba muerto, era porque les seguía el juego, como un buen peón. Pero un peón que a él lo estaba hartando.

Tomaba la segunda copa de vino a la espera del segundo plato cuando un ángel pasó a unos pocos metros de él, provocando que estuviera a punto de atragantarse. Tuvo que coger la servilleta y limpiarse la barbilla antes de atreverse al volver a mirar. A unas tres mesas hacia la izquierda, se sentaron cuatro hombres trajeados y dos mujeres. Los cuatro hombres eran mayores y una de las dos mujeres era de mediana edad. La otra era un ángel. Jamás había visto una mujer así.

La joven se colocó el cabello detrás de la oreja con elegancia, dejándole atisbar el cuello de cisne, blanco, níveo y, probablemente, suave. Llevaba una perla en la pequeña oreja a modo de pendiente y el cabello azabache rizado caía de forma natural sobre su espalda. Quería tocar su cabello. Alguien dijo algo en su mesa que le hizo sonreír, y pudo ver su perfecta dentadura blanca. Su labio inferior era más ancho que el superior, más relleno, rosado, perfecto para ser besado, mordido, succionado. ¡Y qué ojos tenía! Esos no eran unos simples y sencillos ojos marrones. Eran de color chocolate, estaba seguro, y habían sido enmarcados por unas largas y femeninas pestañas. Sus pómulos altos y su nariz pequeña y respingona solo acentuaban las facciones elegantes y sofisticadas.

Quería conocerla. De repente, todas las mujeres que estaban sentadas con él en esa mesa eran invisibles. Solo veía al ángel hacer su pedido al camarero. No tendría por qué estar sentada con esos hombres tan mayores. Aunque en vista de cómo era la otra mujer, a lo mejor eran familiares. Eso daba igual. ¡Tendría que estar sentada con él!

― ¿Me escuchas?

Apartó la mirada de la mujer en ese instante y arrugó la nariz al volver a contemplar a ese hombre tan desagradable.

― Me he distraído. ― admitió ― ¿Qué decía?

― He estado hablando esta mañana con el ministro de trabajo y…

No escuchó ni una sola palabra más de lo que le decía. Su mirada estaba fija en la mujer que brindaba con los otros comensales y tomaba el primer sorbo de un vino barato. Él le serviría el mejor vino del mundo, no tenía que tomar esa porquería. ¿Cómo podían tratarla de esa forma? ¡Qué desfachatez! Se sentía culpable por estar tomando un vino tan bueno mientras que ella bebía uno barato de supermercado.

Cuando le colocaron el bistec asado delante, el olor no logró abrirle el apetito. Estaba hambriento de otra cosa en ese instante. Incluso se enfadó cuando un camarero le tapó el campo de visión para servirle a Kikio. Al apartarse, otro camarero la ocultaba de su vista mientras le servía. Después, vio a su ángel aliñando una ensalada.

― ¿Sucede algo, querido?

Kikio se había dado cuenta de que estaba demasiado distraído.

― ¿A ti no te aburren estas reuniones? ― intentó justificarse.

― Terriblemente. ― admitió ― Podemos marcharnos cuando tú quieras.

De eso estaba seguro. El problema era que, simple y llanamente, no se marcharía de allí sin poder hablar con el ángel.

― Esta reunión es muy importante. Espera un poco más.

Kikio hizo un mohín disgustado que fácilmente pudo ignorar cuando vio al ángel levantarse de su asiento y disculparse con los demás para lo que indudablemente sería un paseo hacia el servicio. ¡Ese era su momento! Se disculpó para ir al servicio y la siguió disimuladamente. Algo cayó al suelo del cabello de la joven. Cuando se inclinó, recogió un hermoso pasador de plata con forma de copo de nieve. Tenía hasta una excusa para hablar con ella. ¡Perfecto!

― Disculpe…

No tuvo tiempo de decir ni una sola palabra. La mujer tropezó en el pasillo que los conducía a los servicios y lanzó un grito femenino antes de caerse de rodillas al suelo. Ni siquiera comprendió cómo había tropezado, pero, de repente ella estaba en el suelo de rodillas, descalza. Al darse cuenta de que se había quedado pasmado cuando la dama necesitaba ayuda, se movió de forma apremiante.

― ¿Se encuentra bien?

Ella, quien debía pensar que estaba sola, alzó la mirada avergonzada y notó que sus mejillas se iban sonrojando. Estaba preciosa sonrojada. ¿Se vería igual después de que la besara? ¿En la cama con él?

― ¡Oh, Dios mío! ― exclamó ― ¿Me ha visto?

Asintió con la cabeza sintiéndose nervioso de repente.

― Lo siento… ― se disculpó― No suelo andar con tacones tan altos…

¿Se estaba disculpando? ¿Por qué? A él no tenía por qué pedirle disculpas por absolutamente nada. Se acuclilló y tomó sus manos. ¡Qué manos más bonitas! La manicura era perfecta y no estaban pintadas de colores estridentes como las de las mujeres de su mesa. Eran tan pequeñas en comparación con las suyas y tan blancas. Tan tremendamente suaves que no pudo evitar inclinar la cabeza y besarlas. Olía a rosas, a lilas, a jazmines… ¡A todo un jardín!

― ¿Qué hace?

El idiota, seguro. Esa mujer no era como las que estaban sentadas en su mesa con él. Esa mujer era suave, delicada e inocente. Ni siquiera sabía quién era él. No lo contemplaba con el horror y la desconfianza del resto del mundo. ¿Era posible que hubiera dado con la única mujer en el mundo que no sabía quién era él? ¿Era posible que ella no le tuviera miedo? ¿Que no quisiera su dinero?

― ¿Se ha hecho daño en el tobillo? ― le preguntó para cambiar de tema― ¿Cree que puede andar?

― No lo sé… ― musitó avergonzada.

¿Acaso que no entendía que no tenía por qué sentir vergüenza delante de él? ¡Ya estaba a salvo! Él la protegería de cualquier mal. No se lo podía creer… había llegado ese momento que creía imposible. El mundo temblaba… Nada estaba quieto, nada era estable, nada era como él lo recordaba. Estaba total y completamente seguro de que se había enamorado de aquella mujer. ¿Sentiría ella el remolino de sentimientos que lo estaba asaltando a él?

La ayudó a levantarse pasando un brazo alrededor de su estrecha cintura y la guio hacia una silla, donde le ayudó a sentarse. Parecía que podía andar bien, no se había quejado. Se volvió para recoger el zapato y se arrodilló ante ella.

― No tiene que hacerlo. ― intentó detenerlo ― Puedo ponerme yo sola el zapato.

― Estaría feo que no ayudase a una dama como Dios manda. ― le rebatió― Además, quiero ver cómo tiene el tobillo.

E ignoró por completo sus débiles quejas. No tuvo que levantar el vestido, pues terminaba justo por debajo de las rodillas. Tomó su tobillo entre sus dos manos y casi gimió. ¡No llevaba medias! Ese color tan magnífico, ese blanco perfecto, era todo suyo. Tenía la piel de una muñeca de porcelana. Blanca, suave, tersa, tentadora. Acarició ese tobillo mucho más de lo que era necesario, pero nada le habría hecho soltarlo. Casi se lamentó en voz alta cuando tuvo que ponerle el zapato para que no pareciera que abusaba. En verdad eran unos tacones altos, la clase de tacones que usaban las modelos que lo acompañaban.

Su intención inicial era la de devolverle su pasador del pelo. No lo hizo. En lugar de devolverlo, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. No sabía por qué lo hizo, solo que no podía devolvérselo. Así pues, se levantó y la ayudó a levantarse, tal y como haría un caballero.

― Gracias. Ha sido muy amable.

― Un placer, señorita…

Lo hizo a propósito para que ella se presentara sin parecer que la estaba forzando. Se hizo un silencio que solo fue interrumpido por el ruido que llegaba de las cocinas. ¿Se habría extralimitado? ¿Cómo podía salir de aquella situación? Por suerte, fue ella quien dio el paso finalmente.

― Higurashi. ― dijo al fin ― Me llamo Kagome Higurashi.

― Un nombre precioso. ― aseguró ― Yo…

Le tocaba presentarse a él. ¿Qué iba a decirle? Todo el mundo conocía a Inuyasha Taisho. Si bien ella no parecía sentirse afectada por su aspecto, igual sí que se sentiría así por su nombre. ¿Debía mentirle? ¿Estaría bien que le mintiera? Cerró los puños a los lados y rezó para que cualquier cosa que dijera a partir de entonces, fuera la que fuera, no la alejara de él.

― Soy Inuyasha Taisho.

Su subconsciente optó por la verdad. Ella no mostró ninguna reacción perceptible sobre lo que había escuchado. Parecía que no le importara en lo más mínimo. ¿Era verdad o estaba soñando?

― Nunca había escuchado ese hombre. ― admitió ― ¿No se siente un poco perro?

Jamás una sola persona había bromeado con su nombre. Nadie se habría atrevido nunca. Al notar su estupor, Kagome palideció.

― Lo siento, ¿le he ofendido? ― se excusó ― N-No era mi intención…

En respuesta, no pudo evitar reírse. Era la primera vez en su vida que se reía con una mujer. Aquel momento era casi mágico. Deseó alzarla entre sus brazos y besarla. De hecho, lo hubiera hecho si ella no tuviera toda la pinta de ser realmente asustadiza. Tendría que dejar eso para otra ocasión, cuando se conocieran más. ¡Porque iban a conocerse más! A Kagome Higurashi no la iba a dejar escapar tan fácilmente.

― Me gusta tu sentido del humor. ― admitió.

Claro que le gustaba. Además, la tuteó intencionadamente con el propósito de conseguir que poco a poco ella también lo tuteara. ¿Estaba haciendo trampas?

― Bu‐Bueno… ― sonrió ― Yo tengo que ir al servicio… ― dio un paso hacia atrás para dirigirse hacia allí ― Ha sido un placer.

― Igualmente.

La vio marchar hacia los servicios, y tuvo que marcharse él también. Parecería un maldito acosador si se quedaba fuera esperándola, como un pervertido que seguía a las mujeres a los baños. Tenía que calmarse. Continuar con la cena, cerrar el maldito negocio cuanto antes y no perderla de vista. No se le podía escapar bajo ningún concepto. Bueno, había llegado más tarde que él. No tenía por qué terminar de cenar antes que él, ¿no?

Cuando regresó a la mesa, el bistec estaba frío. Pidió que le pusieran otro recién hecho y esperó pacientemente hasta que la vio nuevamente. Uno de los hombres de su mesa se levantó para ofrecerle asiento y ella le respondió con una preciosa sonrisa. Sintió unos celos enfermizos hacia ese hombre que nada tenía que hacer contra él. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Por qué cenaban juntos? Necesitaba saber absolutamente todo de ella; la incertidumbre lo ahogaba. Hasta le apretaba la corbata en el cuello.

Se aflojó el nudo con disimulo y tomó un buen trago de vino. Se juró que, en su primera cita, la invitaría a tomar uno de los mejores vinos del mundo. Le llevaría rosas y le compraría diamantes. Haría cualquier cosa para que ella le sonriera de esa forma.

― ¿Hay trato?

Por fin había llegado el momento. A pesar de estar distraído con la belleza natural de Kagome Higurashi, había escuchado absolutamente todo. Sus pechos redondos, su cintura estrecha, su trasero redondo y respingón y sus piernas bien torneadas no habían logrado distraerlo del negocio. Y eso que aquel vestido color carne dejaba bien patentes unas maravillosas formas que seguro que encajarían con él. ¡Estaba hecha para él!

― Firmamos mañana. ― contestó al fin ― Me pasaré por su oficina.

― ¡Estupendo! ― exclamó ― Tomaremos una copa de brandy para celebrarlo.

Tomaría cualquier cosa. No podía apartar la mirada de Kagome. Ella no lo veía, no sabía que él estaba sentado allí. Ojalá lo supiera para saber si sentía interés por él, si buscaba mirarlo. Desde esa distancia, no lograba averiguar nada. Nada que no supiera, al menos. Sabía que era hermosa como un ángel, tímida, reservada, sencilla y, lo que más le gustaba de todo, no sabía quién era él y, si lo sabía, le daba exactamente igual. Eso o era la mejor actriz que había conocido en toda su vida. ¡No! Se negaba a pensar eso sobre ella.

Quería conocerla sin dudas y sin desconfianzas, que ella le dejase ver su verdadero ser. ¿Se sintió su madre así hacia su padre? ¿Su padre se sintió…? No, eso era imposible. Su padre carecía por completo de sentimientos. Se casó con su madre porque era la mujer más atractiva que conocía y ya está.

Se vio en la obligación de acelerar las cosas cuando vio que en la mesa de Kagome ya se terminaban los postres. Había pedido tarta de queso con fresas y disfrutó viendo cómo se relamía los labios. Era tan tentadora. Ahora bien, con esa mujer debía ir despacio. No era la clase de mujer que se acostaba con un hombre a la primera, ni la clase de mujer que perdonaría fácilmente que se le tirara encima. Quería hacer las cosas bien con ella, que se sintiera segura, y lo iba a conseguir costara lo que costase.

Salieron al vestíbulo justo por detrás de Kagome y el grupo que la acompañaba. Ignoró por completo a sus acompañantes y le arrebató a un camarero de entre las manos el abrigo de Kagome para colocárselo él mismo. Ella ni siquiera lo vio hasta que se volvió. Entonces, abrió la boca formando una perfecta o, sorprendida.

― Es usted…

Odiaba que lo tuteara. Poco a poco le iría quitando esa manía de hablarle de ese modo tan formal. Gritaría su nombre y el mundo entero temblaría de nuevo.

― ¿No te alegras de verme?

― La verdad es que sí… ― bajó la mirada ― Le estuve buscando en el restaurante…

¿Ella lo buscó? Y no lo encontró. Claro, por eso movía tanto la cabeza. La pobre no tenía forma de verlo desde el ángulo en el que estaba situada. No lo tenía tan fácil como él.

― Entonces, parece que no estoy haciendo el tonto.

¿Estaba intentando bromear con ella? ¿Por qué de repente los dos sonreían como dos adolescentes? Nunca se había sentido así. Nunca vivió un amor adolescente, ni un encaprichamiento tan siquiera. Jamás se había sentido enamorado. Era extraño sentirse tan tonto y tan fuerte al mismo tiempo. ¿Cómo una persona podía provocar esa reacción en otra? Jamás lo habría imaginado. Al fin entendía que su madre estuviera tan convencida de que debía enamorarse. Quería que él también lo sintiera.

― Quiero invitarte a cenar.

― ¿A cenar? ― repitió ― Hoy creo que ya es imposible…

¿Cómo se podían estar riendo de las tonterías que decían? ¡Dios, ella le encantaba!

― Otro día. ― puntualizó ― ¿Qué tal mañana?

No podía esperar más. Kagome tenía que decirle que sí, tenía que aceptar.

― La verdad es que…

― ¡Inuyasha, querido!

La voz de Kagome fue interrumpido por la de Kikio cuando tomó su brazo. Al otro lado, Tsubaki también se posicionó tomando su otro brazo. Las dos vestidas con atrevidos y llamativos vestidos dejaban bien claro que eran modelos, algo que intimidaría a muchas mujeres. Asimismo, lo estaban agarrando como si fuera de su propiedad. ¿Cómo pudo olvidarse de esas dos? Debió dejarlas bien atadas antes de acercarse a Kagome, pero la idea de que se marchara antes de poder concertar nada lo había cegado.

― Tardabas mucho. ― se explicó Tsubaki, quien era sin duda la más inteligente y la más políticamente correcta de las dos ― Empezábamos a preocuparnos.

― ¿Quién es esta ratita? ― preguntó Kikio entonces ― ¿Se va a unir a nosotros esta noche?

Kagome lo miró con horror. No tuvo tiempo ni de decir nada que arreglara lo que la lengua viperina de Kikio había estropeado. El ángel, su ángel, frunció el ceño, le lanzó una mirada cargada de odio y dio media vuelta sin dirigirle la palabra. Deseó detenerla, pero las zarpas de sus acompañantes no lo soltaban y Kagome salió prácticamente corriendo del restaurante para montarse en un coche con otro hombre y abandonarlo.

No sabía qué lo enfadó más: el haber consentido que esas dos mujeres se presentaran ante Kagome o el hecho de verla montar en un coche con otro. Ella también estaba allí con otro hombre, un hombre mucho más mayor que ella, podría pensar de ella algo espeluznante, pero no era capaz. Sabía de alguna forma mística y sobrenatural que Kagome no era esa clase de mujer. Seguro que se trataba de un familiar o de un amigo, nada más.

Estaba demasiado enfadado en ese momento como para ser educado, así que sacó su billetera y le dio a Tsubaki unos cuantos billetes.

― Con eso podéis pagar un coche que os lleve a casa.

― ¡Pero dijiste que…! ― se intentó quejar Tsubaki.

― He cambiado de idea. ― la interrumpió ― ¿Algún problema?

Ninguna de las dos osó rebatirlo, atemorizadas por su evidente brote de mal humor. Jamás se había sentido tan enfadado consigo mismo.

Continuará…


Próximo capítulo: una deliciosa coincidencia