Kapitel 1: La llegada a la Iglesia calma el dolor
Lágrimas.
Saladas, cristalinas, puras… rodaban por sus mejillas. No había palabras en sus labios, se había quedado sin ellas, sin sollozos, sin reclamos. Sólo esas silenciosas lágrimas. Sólo eso.
Lentamente hundió la cabeza entre sus rodillas, abrazándose, protegiéndose.
El sonido de las campanas de la Iglesia llegó hasta sus oídos y luego, no entendió el por qué, una voz se sumó al mismo. No sabía por qué podía oírla, si se encontraba muy lejos del salón en donde se celebraba la misa. Pero allí estaba, el canto de la pianista, aunado al suave repique.
-Celestial… –murmuró.
-Lo es…
Levantó la cabeza, para toparse con un Sacerdote cerca de allí. Le veía la espalda, se encontraba admirando las flores del jardín. A pesar de no ver su rostro, algo en él inspiraba confianza, quizás por el hecho de ser un miembro de la Iglesia, de ese santo recinto al cual había llegado buscando protección. Por ello mismo, pensó, visten de blanco, porque están libres de pecado.
-Razette tiene una bella voz –aclaró, haciéndole notar que sabía a qué se refería.
No hubo más palabras, en ese instante salían sobrando. Una suave brisa meció los cabellos de ambos, sin que ninguno se moviera. Finalmente, el Sacerdote se giró, contemplándole con unos ojos transparentes; en la mano derecha sostenía una hermosa flor dorada, se acercó lentamente y se la ofreció.
Por un momento sintió turbación, ¿por qué él hacía algo así? Sin embargo, era un presente, estaba consciente de ello, lo correcto era aceptarlo. El joven Sacerdote simplemente sonrió e hincó, colocándose a su mismo nivel.
-Para ti –aclaró, como si no entendiera el gesto.
Con un poco de desconfianza sus dedos asieron el tallo de la flor, en ese instante una calidez le invadió y luego… sólo vio pétalos a su alrededor. Sólo eso, pétalos y una suave fragancia. El aroma de las flores.
Luego, todo quedó oscuro.
Se sintió flotando en la nada, un sitio oscuro y frío. Pero, al mismo tiempo, tranquilo. Escuchó un cascabel, tras lo cual su cuerpo se hizo más ligero. Fue como si un cálido rayo de sol le iluminara después de todo lo malo que había tenido que pasar.
Cuando abrió los ojos se encontraba en el mismo jardín de la Iglesia, sin embargo, los últimos rayos del sol tras las montañas indicaban que las horas habían transcurrido.
-Oh, no… –fue lo único que pudo decir al comprender que la puerta estaba cerrada.
Su mano derecha topó con algo, por lo que dirigió sus ojos hasta allí, encontrándose con la misma flor ofrecida por el Sacerdote esa mañana. La asió y contempló unos instantes.
-¿Ehhh? ¿Estás bien?
Al girarse se encontró con tres religiosas, quienes le miraban preocupadas. El color de sus cabellos y ojos eran diferentes, mas en sus rostros había serenidad y paz. Indudablemente eran personas cercanas a Dios, a ese Dios que le había vuelto la espalda.
Se enderezó lentamente y asintió con la cabeza, mas la fuerza en sus piernas le faltó. Ellas se acercaron presurosas, deteniéndole de una caída. Se recargó en dos de ellas, mientras que la otra le tocó la frente para cerciorarse de que no tuviera temperatura.
-Ahhh, menos mal –sonrió más tranquila.
Le condujeron hasta llegar a una habitación muy espaciosa y bien iluminada, cuyas cortinas blancas le resultaban muy de acuerdo al sitio en que se hallaba. Una cama espaciosa en el centro de la misma era todo lo que allí había. Los últimos rayos dorados se perdieron, para dar paso al manto de la noche y ahora, el cuarto se vio envuelto en rayos plateados regalados por la luna allá en la bóveda celeste.
-La puerta está cerrada, será mejor que te quedes esta noche –pidió una de las religiosas.
No contestó, ni sí ni no. Sólo se sentó en el borde de la cama, mirando el limpio piso. Sus manos asieron las sábanas con fuerza, de esta acción sólo obtuvo las espinas de la flor entregada se clavaron en su piel.
-Traeremos otra sábana, en la noche hará más frío –avisó la de cabello azul.
La tercer devota salió de la habitación. Instantes después entró con un juego de lo dicho, cuando notó que su sangre comenzaba a ensuciar la inmaculada tela.
-¡Oh, Dios mío, estás sangrando! –se espantó, tirando lo que cargaba.
Presurosas, las otras dos se acercaron, para corroborar lo visto. De la nada sacaron lo necesario para limpiarle y vendarle la mano. Sin embargo, notaron que su huésped estaba ajeno a cuanto acontecía.
-Ne, es una flor de Labrador-san, ¿verdad? –preguntó la de ojos color chocolate.
Al escuchar eso reaccionó, recordando lo acontecido esa mañana. Alzó la cabeza, mirándole fijamente.
-¡¿Le conocen? ¡¿Conocen al Sacerdote que estaba hoy en el Jardín? –preguntó rápidamente.
-Are, are… ése debe de ser Labrador-san. Él siempre está mirando las flores –sonrió otra.
-Aún es joven… tiene cabello y ojos lilas… su mirada… es muy transparente… su voz… es tranquila y… pacífica… –comenzó a describirle, bajando poco a poco su volumen.
-Sí, ése es Labrador –corroboraron, mirándose entre sí.
-¿Se… se encontrará aún en la Iglesia? –preguntó, con lo que voltearon a verle, por lo que aclaró con un sonrojo- Me gu… me gustaría agradecerle la flor, es todo…
-Claro, podrás verle mañana –repuso una.
-Por ahora, descansa –sonrió otra.
Así, las tres salieron del sitio. En cuanto le dejaron a solas se sintió mejor. Sobre la cama habían dejado ropa limpia, con la cual podría cambiarse para dormir. Se aseguró de que no hubiera nadie más en la habitación y luego muy lentamente se quitó la camisa que llevaba. Cerró los ojos al sentir de nuevo el ardor, por unos instantes permaneció sin moverse, dejando que el frío del aire a su alrededor no le incomodara tanto.
Dirigió sus dedos hasta su espalda, allí donde el dolor era más intento. Al retirarlos y acercarlos a sus ojos se dio cuenta que ya no sangraba, eso era bueno, ya que no quería ensuciar la ropa que recién le habían proporcionado. Se colocó lo dejado y acostó, tapándose pronto, ya que su ropa era muy ligera.
-La… Labrador… –repitió- Su nombre es… Labrador.
-0º0º0-
Abrió los ojos en cuanto sintió los rayos del sol sobre su cuerpo. Rápidamente se levantó y cambió, antes de que alguien más entrara. No quería que se preocuparan por lo que le pasara ni que le hicieran preguntas del cómo había llegado hasta allí. A decir verdad, ni siquiera podría contestarlas.
Sin embargo, al estarse abrochando los botones la puerta se abrió, entrando por ella las mismas monjas del día anterior. Sonrieron despreocupadas, mientras que una de ellas cargaba con una bandeja de comida.
-Vaya, madrugaste –mencionó una.
-Será mejor que comas –pidió otra.
Notó que era una sopa de ojos de pez, por lo que empezó a comerla, ante la mirada de las tres religiosas, quienes sonrieron complacidas de verle probarla.
-¿Te gusta? –le preguntaron al mismo tiempo…
-Deliciosa… –murmuró antes de meterse la cuchara otra vez.
Ellas se miraron complacidas; luego de que terminara de comer agradeció la hospitalidad recibida y, al preguntar, se enteró que el Sacerdote se encontraba en un pequeño kiosco, en el centro de uno de los jardines de la Iglesia. Caminó por los corredores hasta llegar al sitio indicado, pero allí no se veía a nadie.
No sabía dónde más buscarle, ya que el sitio era muy grande, con la mano vendada sujetó un poco más fuerte la flor entregada, sin lastimarse. Se sentó allí, sin moverse. La suave brisa llegó, despeinándole de nuevo. Con la mirada fija en el pasto comenzó a tararear una melodía. De pronto, se encontró cantando.
-Hoshi ni yuuki ni kioku ni, Kimi no ashiato sagasu. Douka towa no yasuragi, Koko wa yume no tochuu de…
-Réquiem de Raggs –escuchó decían detrás de sí.
La persona llegó hasta su lado y se sentó, al mirarle se topó con un Sacerdote de cabello castaño, usaba lentes y su voz era tranquila. Sonreía tan amistosamente y luego, sólo sintió su mano sobre su frente.
-Pequeña niña… has sufrido mucho, ¿no es así? –preguntó dulcemente.
Luego, ella cayó inconsciente sobre él, ya que se había encargado de ello. Acarició sus largos y sedosos cabellos azul claro, mirándola descansar. Le cargó y llevó con él.
