1. Marioneta
Había sido una completa idiota.
Él había tejido una red a su alrededor, y ella, cual burda protagonista de una novela barata, había caído en ella sin siquiera percatarse.
Y le había dado todo, absolutamente todo, solo para acabar siendo uno más de sus tesoros, otra mera posesión.
En verdad, le había costado recuperar parte de su sanidad. Él había invadido su vida, consumiéndolo todo, hasta que todos y cada uno de sus pensamientos giraron en torno a él. Había sido como una droga, de la que aún no era libre. De la que jamás lo sería.
Tubo vestigios, sí, a lo largo de la guerra.
Como cuando Shirou Emiya proclamó su ultraje ante la situación en la que el Servant Dorado tenía a la idol por la que él había siempre había sentido un flechazo, atrapada como estaba en una lujosa cama de sábanas roja, con un camisón rojo como única ropa, una de las Cadenas del Cielo aferrando su tobillo derecho a la aparente nada, sus ojos azul zafiro desenfocados, mirando al infinito, los cabellos revueltos por las previas acciones de dicho Servant, en las entrañas del templo Ryuudou, cual tesoro escondido, donde obviamente se le había hecho algo que no incluía dormir.
O la expresión de Saber, al ver como Gate of Babylon se la tragaba entera, cama incluida, mientras la voz del rey de los héroes, desdeñosamente, le comunicaba que había encontrado una reina mejor.
El grito desesperado de Sakura Matou, rogándole que despertase, que resistiese y no se dejase ganar, justo antes de que Gilgamesh le introdujese el corazón de Illya.
El barro negro que era la corrupción del Grial, y la ira incandescente que la había llenado cuando aquel Servant diluido había intentado devorarla, la risa encandilada de Gilgamesh como su única banda sonora.
Todos llevaban muertos ya varios meses, mientras la corrupción del grial se iba tragando cada vez más partes de Fuyuki.
¿Ella? Ella gemía mientras el Rey Dorado la tomaba, ofreciendo solo la resistencia que sabía él deseaba, siendo al final sometida en la posición que él quisiese.
Mas uno de tantos días, esa niebla que la mantenía en un eterno trance pareció haberse vuelto algo más débil. Tenía sentido, ya que Gilgamesh la había dejado sola unos días, para disfrutar del nuevo comienzo que planeaba traer con la liberación de Angra Mainyu.
Y la voz que le habló, la voz que rompió los muros de la niebla que la atrapaban, era la de un poderoso mago, Zelretch, quien le propuso un trato que, vagamente racional, pudo aceptar.
Sería libre al fin, de aquella cárcel a la que sin saberlo se había entregado.
O, al menos, eso creía.
