Óleo pastel
Santa Monica Dream – Angus & Julia Stone
Tres.
La habitación de Kenma es dulce, de crema de lúcuma y jarabe de arce. Y hay cristales de azúcar en su ventana y en su cuerpo. Sin molestarse. Sin darse cuenta. Él solo sabe que Kuroo tiene la piel de canela y sus diminutas pestañas son capaces de abanicar la primavera.
Aprecia, asimismo, que el sol le abraza la cintura descubierta desde el visillo y que hay un arcoíris en su pared de natilla.
Kuroo es un niño dormido. De cejas inocentes y sonrisa chueca que busca su mano inconscientemente entre sábanas de leche y estrellas de plástico.
Y hay polvo por todo su cuarto.
Seis.
«Kuro.»
Kuroo suspira. Hace un sonido extraño y Kenma se aparta para observar la anatomía de sus labios de miel. Y roza con sus dedos de leche su arco de cupido. Su textura dulce bajo el aire tibio y húmedo de sus pulmones lo adormece y por vez primera piensa que Kuroo es muy parecido a sus bosquejos. O al revés. Es óleo fresco sobre el lienzo dulce de la noche que yace en su ventana.
Y es poesía.
También lo es.
«Hmm.»
El matiz del cielo en la palma de su mano. Kuroo es biscocho y café en verano. Es un torso desnudo y un beso en la coronilla. Es la delicadeza y perfección de unas manos citando a la armonía. Kuroo es música. Es arte. Suele llamarle entre canciones y él le responde con bocetos. Juntos. Independientes el uno del otro. Compartiendo la misma órbita.
Para Kenma Kuroo era el sol.
Nueve.
«Kuro.»
Le llama. Kuroo aprieta los párpados y roza los pies fríos de Kenma con las piernas. Se enreda en él. En sus piernas firmes y en sus manos. En su olor a vainilla y su cabello largo. Le pide que no lo corte, que le gusta así. También le pide que no deje de mirarlo como lo está haciendo.
Y el conteo de Kenma se viene abajo.
.
Su silueta es lo primero que Kuroo contempla al abrir los ojos. Su rubor es el desenmascaro de alguna travesura, su cuello es el reflejo de su frenesí, la pintura en sus caderas recorren un camino hasta las manos propias, sujetas a unas más pequeñas sobre el algodón. Está soñando.
Y sonríe, no le importa. Sonríe como un niño a gusto entre pilas de dulces. Como alguien que aprecia el paraíso por milésima vez.
«Kenma…»
Kuroo vuelve a cerrar los ojos. Ronronea sobre los pálidos dedos.
«Hmm…»
«Quédate…»
Y Kenma se remueve entre las sábanas, a su lado. Ya no lo mira, sin embargo su cuerpo se amolda lento bajo unos brazos demandantes. Del poderoso calor que desprenden sus mejillas. De su cuerpo. De él mismo. Y choca la piel suave de la barbilla de Kuroo con su nariz.
El sol les da ahora a ambos y afuera las aves propagan su canto.
Quédate. Quiere decirle él a Kuroo. En su cama. En su habitación. En las mañanas frías. En las calurosas, en su vida. Pero Kuroo se le adelanta y,
«Quédate conmigo.»
Diez.
Kuroo es un niño dormido. De cejas inocentes y sonrisa chueca que besa su frente entre sueños vívidos y estrellas de plástico.
.
Y hay polvo por todo su cuarto.
