La reunión era majestuosa, sólo los países de Europa y Asia se encontraban reunidos en esa sala, sentados alrededor de esa fría mesa circular enorme de roble, donde a veces hablaban, pero muchas otras se callaban en un solemne respeto a quién sabe qué, sin quejarse o mostrar molestia por los únicos integrantes que a la menor oportunidad exclamaban algo: los representantes de Prusia, Gilbert y Julchen.
En algún punto incluso ellos, los más asombrosos, también se quedaron callados, nadie les decía nada ni intentaban regañarlos, ¿por qué? Incluso la cabeza de la reunión, un hombre de cabello azabache peinado hacia atrás, cejas delgadas que enmarcaban un ámbar mirada, resaltando las facciones perpetuamente neutrales en el rostro pálido, daba vueltas a asuntos no vitales. Incluso ellos lo notaban, sí, incluso eso aplacaba sus ánimos estruendosos a los que todos estaban ya más que acostumbrados.
Eso, en la mirada de los representantes de Hungría, Alemania y Austria… ¿Era lástima? Los dientes de los albinos casi rechinaron de indignación.
Los ojos heterocromáticos chispearon con la sincronización de sus emociones, furiosa, imperiosa, impaciente, temblando junto al cuerpo más alto de cabellos tan blancos como los propios, refulgiendo en nada y en todo mientras la espera se estiraba y se enredaba, hasta que un rompimiento debido a la tensión amenazaba con estallar la bomba entre todos.
— Por último —resolvió la grave voz anunciante, aumentando la incomodidad y la lúgubre sensación acentuada sobreviniéndose con violencia—, la disolución de Prusia.
