Era domingo en la noche. Rin no podía -o no quería- dormir, pese a lo dura que podía ser la semana que comenzaba. Le convenía descansar. Era ya muy adulta para invertir tanta energía física y mental en sus extraños sueños. Muchas veces se preguntó después de sucumbir al sueño, con los ojos quemados de cansancio y los músculos entumecidos: por qué tanta lectura, tanta música antigua y reciente, tantos dibujos y videos… tanta imaginación.

Rin no parecía ser consciente de su propia inteligencia. No obstante, detrás de su inocencia había algo que la hacía intuitiva y muy acertada para leer a las personas. Adoraba conversar, al punto de que le costaba controlarse. Podía conversar durante horas con conocidos, y también con extraños. Tal vez fue esto último, sumado a su apetito por la lectura, lo que le abrió las puertas al camino de la literatura, las lenguas y la enseñanza.

Rin era franca y sociable, pero algo en el mundo humano le producía rechazo y angustia. Desconfiaba profundamente de las instituciones humanas y sus respectivos intereses. De modo que se aproximó al conocimiento como quién se aproxima a un viejo amigo, a una bestia poderosa de dos cabezas: sin miedo, sin intermediarios y con gratitud. En el caso de los idiomas, una cabeza representaba su lengua materna, con la cual escribió sus primeros poemas y relatos, con la cual descubrió su propia voz. La otra cabeza representaba todos los otros idiomas que eran adoptados por su mente, los códigos de otras comunidades, las preciadas culturas de otros pueblos. Cuántos hermosos viajes compartió y compartiría con esa bestia que era pesada como la historia y podía intimidar como un dragón, pero volaba como la ensoñación.

Su trabajo de todos los días la llevaba a sortear calles; lidiar con el sopor ruidoso de los autobuses, los tormentos de la música de moda, las vergüenzas del humo y la basura. Qué terquedad de soñar, de añorar brisas y colores de otros paisajes. Una nostalgia del agua limpia y de la brisa sin dueño la secuestraba sin reservas, la llevaba parajes desconocidos, a veces alegres y resplandecientes, a veces salvajes y oscuros.

Rin tenía un maravilloso mejor amigo con quien mantenía una relación que muchos considerarían ambigua. Kohaku, siempre cercano y amable, fácil de querer, se conectaba con ella en las conversaciones y ambos se apoyaban en la vida mejor de lo que muchos amigos y novios lo hacían.

Un día, Rin despertó sin saber bien cómo empezar el día; no tenía miedo, pero algo era distinto. La noche anterior, había estado absorta en quehaceres domésticos y jugando con Akarui -su gato negro- cuando el teléfono sonó. Un escritor excéntrico, conocido del padre de Rin quería que ella tradujese uno de sus ensayos del japonés al español. Rin no sabía si aceptar o no, tener el trabajo de ese hombre en las manos era similar a tener una bomba a punto de estallar. Sus artículos y ensayos mezclaban la belleza, la violencia, las denuncias y las críticas explícitas a ciertas autoridades. Trató de rehusarse, pero el hombre era persuasivo y le dejó muy claro que no confiaba en nadie más para poner las manos encima de su obra. Antes de que Rin fuera plenamente conciente de que había aceptado, la vigilancia del conjunto residencial le estaba informando que alguien solicitaba su presencia en la entrada del edificio para entregarle un paquete.

Minutos más tarde, todavía de noche, las páginas pasaron entre sus dedos, frente a sus ojos como un camino tormentoso, como una invitación esperada y temida.

Su soledad también atravesó sus sentidos. Rin observaba su vida como a través de un cristal, como si de vez en cuando se tratase de la vida de alguien más; no obstante quería vivir esa vida lo mejor posible, con los afectos a su lado y su soledad a cuestas.

¿Por qué estaba pensando en todo eso? No sabía la razón, tener contacto con ese hombre la alteraba, alteraba la relación que Rin tenía con su mundo cotidiano. Siempre hablaba primero con el asistente: un hombrecito extraño con voz chillona, quien siempre le daba a entender que no la consideraba calificada para trabajar con su excelso jefe; por algún motivo, ese hombrecito además de fastidioso, le parecía divertido. Después de los usuales balbuceos y quejas del asistente venía una repentina interrupción, seguida de una siempre nerviosa disculpa por parte del asistente –disculpa no dirigida a ella, claro-. Era entonces cuando una grave y sedosa voz se deslizaba por el auricular hasta alcanzar los oídos de Rin. Argumentos precisos, profundos silencios y una parca pero misteriosa despedida conformaban la breve conversación que siempre la llevaba a la luna, con dificultades para volver a tierra.