Una nueva oportunidad

Primera parte:

Las enfermeras novatas aguantaban la risa lo más que podían mientras preparaban la fiesta de la jefa de enfermeras, la señorita Andley. ¡La señorita Andley! Tan hermosa, tan buena, tan alegre... no había ninguna de ellas que no idolatrara a la señorita Andley, que no quisiera ser como ella.

Las jóvenes enfermeras habían pasado un mes preparando la celebración, adornando la sala de eventos del hospital, pasando disimuladamente los regalos, la comida, en fin, todos los preparativos. Según ellas, la señorita Andley no se había enterado de nada, pero... nada escapaba a la mirada de Candy y sabía perfectamente que, como todos los años, le preparaban una magnífica fiesta "sopresa" de cumpleaños.

Sonrió con indulgencia cuando vio a dos jovencitas que pasaban nerviosas al lado de ella ocultando algo bajo sus delantales. Con un suspiro, movió la cabeza de lado a lado y se dirigió a terminar las tareas que las chicas habían dejado incompletas por ponerse a organizar la fiesta.

-¿Practicó su cara de sorprendida, enfermera Andley? – le preguntó la doctora Spencer, una amable mujer de mediana edad, poco mayor que la enfermera.

-Claro, es así – Candy abrió mucho los ojos y se llevó las manos a la boca.

-Perfecto, como todos los años – dijo la doctora Spencer, con un guiño -. ¿Cómo no se aburre de fingir sorpresa?

-Una vez dije que sabía todo lo de la fiesta, pensando que las chicas se lo tomarían con madurez, pero la mitad de ellas se puso a llorar... hay que fingir aunque sea para que se pongan felices. Nunca se han dado cuenta.

-Algo de felicidad en estos horribles tiempos – dijo la doctora Spencer -. Mi marido me escribió ayer desde Inglaterra. Todos esperan que nuestro país entre en la guerra de un momento a otro, aunque sea apoyando a los aliados.

-Espero que no; no es nuestra guerra. Ya sufrí el dolor de perder a un amigo en la guerra anterior, Joan; no quiero perder a otro. Dile a Tony que vuelva, que no es necesario que esté allá.

-Tony es inglés, siente que es su deber estar apoyando a su país. Yo igual preferiría que volviera, pero... me juró que no saldrá de Londres.

-Entonces ánimo, Joan. Debes tener fe...

-Otra guerra en menos de veinte años. Es demasiado. Mis hijos quieren ir, ¿sabes? Dicen que si su padre es inglés, ellos tienen el deber de ayudar.

-¡Pero si sólo tienen quince y dieciséis años! Es puro entusiasmo juvenil. Ya se les pasará.

-Es que temo que quieran escaparse.

-No lo harán. Te respetan demasiado como para desobedecer tus órdenes.

-Dejemos de hablar de esto. Me enviaron a distraerte y a ponerte de ánimos para la fiesta, y mira lo desanimada que te dejé. Hablemos de otro tema. ¿Viste la nueva película de Terruce Granchester?

La mueca de dolor de Candy pasó desapercibida por la doctora Spencer.

-No me gustan sus películas.

-Pues debes ser la única mujer viva a la que no le gustan sus películas. Qué hombre más apuesto.

-Me gustan más las películas de Cary Grant.

-Él también es muy guapo. ¿Viste la nueva película de Clark Gable? "Lo que el viento se llevó". ¡Es maravillosa! Claro que si Terruce hubiera sido Ashley Wilkes... A propósito de Terruce Granchester, no sé si sabes que hoy su hijo...

-Sí... claro... – Candy ya no oía a su amiga; se permitió divagar unos instantes y pensar en Terry.

¡Terry! ¡Ante el sólo recuerdo de su nombre su alma vibra de felicidad! Ella se ha permitido serle siempre fiel a ese amor de juventud, rechazando las numerosas propuestas de otros hombres que nunca le parecieron ni siquiera cercanos a la idealizada perfección que Terry tenía en su recuerdo.

Terry se había casado con Susana y ese día sintió que la luz del mundo se apagaba para ella; hasta ese momento, había tenido la esperanza que de alguna manera todo se compondría y podrían vivir libremente su amor. Cuando Susana dio a luz a su primer hijo, se alegró por Terry; ahora era padre, tenía una familia a la cual dedicarse. Siguió con conmovedora devoción tanto la carrera de Terry como su vida personal. Pero jamás permitió que nadie se diera cuenta de eso. Ni sus más íntimas amigas sabían de su amor por Terry. Había logrado engañarlas, haciéndolas pensar que ya lo había olvidado.

Pero no; tenía un álbum de recortes de su vida privada y pública, las fotos de sus tres hijos, las fotos de sus estrenos... hasta fotos de Susana, que ya no era una rival, sino la acompañante de Terry, y como tal, merecía también el aprecio de Candy

La doctora Spencer había seguido hablando de la película y Candy le contestaba con monosílabos mientras se perdía en sus recuerdos. La doctora la miró; la señorita Andley era todo un enigma. Bella, inteligente, millonaria, ¿qué hacía trabajando en un hospital como humilde enfermera? ¿Por qué no se había casado? Ella sabía que la enfermera Andley había rechazado, por lo menos, siete propuestas serias de médicos del hospital. Ocho, si contaba la propuesta que le haría esa tarde el doctor Brewster, y que sin duda también encontraría una negativa. ¿Qué secreto doloroso ocultaría la señorita Andley?

-Vamos, Candy – dijo después de un rato -, creo que la fiesta sorpresa ya está lista.

Candy fingió perfectamente una magnífica cara de sorpresa. Las jóvenes enfermeras la abrazaron, llorando histéricas, y después la felicitó el resto del personal. Como una reina, Candy caminaba entre ellos agradeciendo los saludos y los regalos, de manera cortés pero distante.

De pronto, unos ojos azules se cruzaron con los de ella, unos ojos azules que no había visto en vivo y en directo desde hace más de veinte años. Se paralizó, su corazón comenzó a latir fuertemente y sintió como sus manos sudaban.

"No puede ser Terry, no puede ser él... es imposible" – pensó ella.

Afortunadamente nadie notó la confusión de Candy; ella dominó muy bien sus movimientos y sus gestos. Se sentó, e intentó convencerse de que todo había sido una alucinación.

-Señorita Andley – dijo un hombre a sus espaldas, con esa voz... esa voz que tanto ella había oído en sueños.

Temía darse vuelta y encontrarle allí; peor, temía darse vuelta y no encontrarle, percatarse que finalmente había pasado lo que más temía, que se había vuelto loca de amor y de dolor...

-Señorita Andley – repitió la voz, y esta vez Candy tuvo que girarse y mirar. Esos ojos de nuevo la miraron fijamente. Los ojos de Terry. Pero no eran los ojos de Terry. Eran los ojos de un joven estudiante, lo notó por su uniforme. El chico la miraba azorado, ofreciéndole un hermoso ramo de rosas blancas.

-Gracias – Candy aceptó el ramo, y notó que el chico enrojecía hasta la raíz de los cabellos. ¡Esa hermosa mujer le había hablado! ¡Finalmente le había hablado!

-Buen gusto, señor Granchester – dijo la doctora Spencer.

"¡Granchester! ¿Ha dicho Granchester? Debo estar loca..." pensó Candy.

El joven Granchester enrojeció más aún, si acaso era posible, y sonrió avergonzado.

-Me enteré por las enfermeras que la señorita Andley estaba de cumpleaños hoy; pensé que estas rosas armonizan perfectamente con su tono de piel – dijo el muchacho.

Lo que no contó es que al ver a Candy, de lejos, en la mañana, quedó devastado; era lejos la mujer más bella que había conocido. Apenas pudo poner atención a sus clases, preocupado como estaba de mirar a Candy cuando aparecía por donde él estaba. Notó su amabilidad, su dulzura, su carácter resuelto y suave a la vez, y decidió ser su admirador número uno. Cuando se enteró de que estaba justo ese día de cumpleaños, pensó que era una señal del cielo; se dirigió a toda prisa a comprar el más hermoso ramo de flores para ella. Se gastó un buen dineral, pero no le preocupaba; papa sin duda mandaría más. Era todo lo que hacía por sus hijos: enviarles todo el dinero que quisieran. Nada más.

-Son preciosas. Gracias – contestó automáticamente Candy. ¿Granchester? ¿El joven se apellidaba Granchester? Qué coincidencia.

-Es el joven de que te hablé – murmuró la doctora Spencer en su oído – el hijo del actor Terruce Granchester. Quiere ser doctor. Es muy inteligente, y guapo. ¿No crees? Las mujeres del hospital ya están todas locas por él, y eso que recién llegó hoy. ¿No te parece que es un encanto de criatura?

-Claro, un encanto – las palabras le salieron casi sin pensar. El hijo de Terry. Claro, por eso tenía sus ojos, su tono de voz... se parecía más a Susana, con un rostro dulce y su cabello claro, pero los ojos eran de Terry. Los mismos ojos que tenía Terry la última vez que lo vio. Seguramente, el chico tenía la edad de Terry cuando dejaron de verse.

-¿Bailamos, señorita Andley? – pidió el joven con una tímida sonrisa.

Candy aceptó, lo que hizo que el muchacho resplandeciera de alegría. ¡Bailaría con esa dama! Era el colmo de la felicidad. Sus amigos no lo creerían, sus hermanos se alegrarían por él...

Tocaron un viejo vals, y Candy con el joven estudiante iniciaron el baile. La música era la misma que tantos años atrás ella había bailado con Terry en el Festival de Mayo.

-Parece burla del destino – musitó ella.

-¿Qué? – él no la había oído, por suerte.

-Nada... que bailé hace años este vals. Me gusta mucho.

-A mi padre también le gusta. Mi abuela dice que lo tocaron en la boda con mamá.

-¿En la boda?

-Sí... oh, discúlpeme, yo aquí hablando de mi familia y ni siquiera me he presentado. Soy Malcolm Granchester, y creo que es inútil no mencionar que mi padre es el actor Terruce Granchester. Supongo que lo conoce.

-Sí... he oído hablar de él.

-Pues es un buen signo que no se ponga a gritar como histérica. Cuando menciono el parentesco, todas las mujeres se ponen a gritar... – al notar la mirada interrogativa de Candy, se puso nervioso – Bueno, no estoy diciendo que usted sea como todas. Usted es distinta. Digo que las mujeres actúan como locas cuando hablo de mi padre – Candy seguía con la mirada interrogativa – No es que piense que usted está loca, al contrario, la observé todo el día y me parece una mujer muy inteligente – Candy lo miró con más curiosidad – No es que haya estado acechándola, ni mucho menos, no crea que es así, lo que pasa es que cuando digo mi apellido la gente lo relaciona de inmediato con mi padre. Claro, a veces me he aprovechado de eso para conquistar chicas, pero... – Candy ahora tenía una mirada francamente desconfiada.-No quiero seducirla, por supuesto... – Candy ahora lo miró asombrada – No es que no la encuentre deseable, de hecho, la encuentro preciosa, pero no quiero que piense que intento ser irrespetuoso... – el chico sudaba a mares y Candy sintió compasión de él.

-¿Vamos a sentarnos? Estoy algo cansada – le sugirió. La idea de sentarse y compartir una conversación con la señorita Andley hizo que la cabeza del chico diera vueltas. Torpemente la llevó a un asiento y mientras la música cambiaba a algo más moderno, Candy le pidió que le trajera una bebida.

El chico partió corriendo y ella se permitió unos momentos para abanicarse con su sombrero. ¡El hijo de Terry! ¡Acababa de bailar con el hijo de Terry! ¿No era este un mundo pequeño? Tenía que hablar con él, preguntarle por su padre... pero sin que se enterara que se conocían de antes. No, no podía permitir eso.

El joven Granchester volvió en menos de un suspiro con un vaso rebosante de ponche.

-Gracias, señor Granchester. Siéntese conmigo y hablemos. ¿Qué puede contarme de usted?

-¿De mí? – el interés de esa bellísima mujer hizo que el rostro de Malcolm enrojeciera de placer -. Es curioso que me pregunte por mí. La mayoría de la gente me pide que les hable de mis famosos padres o mis conocidísimos abuelos.

-Pues yo deseo saber de usted.

-Bueno... – Malcolm Granchester le contó de su familia, de sus dos hermanos, Derek y Eleanor, de sus mascotas, de sus vacaciones... Después, cuando tuvo más confianza, le habló de sus padres, su madre siempre en el salón de belleza o en el teatro, mirando ensayar a su padre (vigilándolo, especificó después), su padre siempre trabajando, comprándoles todo lo que ellos querían, pero sin interesarse realmente en ellos; su abuela materna, que vivía con ellos y les recordaba permanentemente lo agradecidos que tenían que estar de tenerla para cuidarlos, y la única persona realmente amable que recordaba, su abuela paterna, la famosísima actriz Eleanor Baker, que los llevaba a escondidas a los parques de entretenciones donde su madre les prohibía ir. También estaba el divertidísimo y loco abuelo de Inglaterra, que los visitaba una vez al año trayendo grandes cantidades de regalos. Lo único malo es que el abuelo siempre se iba refunfuñando porque su padre nunca estaba en casa.

-¿Y usted nunca quiso ser actor? – se interesó Candy.

-No, los escenarios y esa vida de mentira me causan repulsión – dijo el joven -. Yo quiero ser doctor y salvar vidas, quiero irme de voluntario a la guerra y hacer algo para salvar la humanidad; quiero vivir en la realidad, no ocultarme sobre un escenario como lo hace mi padre. A mi madre le causó horrores mi elección de carrera y me gritó hasta quedar afónica, pero estoy tan acostumbrado a sus gritos que me dio lo mismo.

-Por lo que parece no se lleva bien con su padre.

-No es eso; es que no nos llevamos. La única vez en que tuvimos algo parecido a una conversación fue cuando... – el chico rió azorado por lo que iba a contar -, cuando me pilló besando a la hija del mayordomo. Yo tenía quince años. Pensé que me iba a dar un sermón y a echar al mayordomo con su hija, pero me tomó del hombro y me dijo que él, a mi edad, había tenido un gran amor, y que yo no debía dejar ir mi gran amor, a pesar de las presiones de la gente. Cuando le quise preguntar más detalles, se mordió los labios y no quiso decirme más. Creo que pensó que no debió confiarme eso. Claro, supuso que me iba a traumar, cuando mis hermanos y yo hace mucho que nos dimos cuenta de que mis padres no se aman. Pero mire, le estoy contando estos asuntos que a usted seguramente no le interesan, y no le he preguntado nada sobre usted...

-No hay mucho que contar sobre mí. Y los asuntos suyos sí me interesan.

-¿De verdad? – una expresión de placer apareció en el rostro del muchacho – Gracias, señorita Candy. Pero ya no hay más de mí. Estudié en Nueva York un año y medio, pero mi madre siempre iba al hospital a llorar y amenazar que se mataría si seguía estudiando esto. No sé por qué no le gusta la profesión médica.

-¿Y qué opinó su padre?

-A mi padre le encantó la idea. Dijo que salvar vidas era una de las cosas más nobles que existían. Mi abuela Eleanor me recomendó venir a Chicago. Dijo que acá estaban los mejores centros de salud.

-Parece querer mucho a su abuela Eleanor.

-Ella es magnífica. Nunca se altera, siempre está pendiente de nosotros. A veces creo que nos quiere más que nuestros padres... – los ojos del chico se humedecieron. Había pasado muchos años de su niñez y adolescencia intentando acercarse a su padre, pero ya se había rendido. Sin embargo, la lejanía aún le causaba dolor.

-Estoy segura de que su padre... que sus padres los quieren – dijo Candy. El chico no respondió. De pronto sonrió y tomó la mano de Candy.

-Señorita Andley, ¿no quisiera ir conmigo a un club de baile? ¡Me haría el hombre más feliz de la tierra!

-¿Club de baile? No, no lo creo... es muy tarde, mañana debo levantarme temprano.

El chico pareció avergonzado.

-Lamento haber sido imprudente. Es obvio que no podía, es que... bueno, me pareció una buena idea. ¿Y a cenar?

-No creo.

-¿Y al cine, mañana, después de su turno?

-Estará encantada – respondió por ella la doctora Spencer, que había oído la última parte de la conversación. Candy la miró extrañada.

Malcolm Granchester tuvo que contenerse para no dar saltos de alegría. Se despidió dándole la mano a las damas y se fue irradiando dicha y felicidad.

-¿Qué hiciste, Joan Spencer? – reclamó Candy.

-Te di una oportunidad para divertirte. Candy, eres adorable, pero a veces pareces una hermosa cáscara desprovista de verdadera alegría. La vitalidad de ese chico es justamente lo que necesitas. Además no finjas conmigo, que estabas muy interesada en él.

Candy no pudo contradecirla. ¿Acaso iba a explicarle que el interés en el chico era única y exclusivamente por ser este el hijo de Terry?

-Hay demasiada diferencia de edad – dijo, por fin, buscando una excusa.

-Nadie dice que te cases con él, sólo van a salir como amigos. Ahora, si te gusta, yo te diría que fueras por él y lo pescaras. Tú no te das cuenta, Candy, pero no pareces una mujer de treinta y nueve años.

-Recién cumplidos – dijo Candy.

-Es verdad. Te ves mucho menor. Cualquier mujer de veintitantos mataría por una piel como la tuya. Te mereces conquistar un joven médico. ¡Adelante, nena!

Candy rió; por supuesto que no pensaba conquistar ningún joven, pero la idea seguía siendo graciosa. Se fue a su departamento contenta con la idea de tener una cita con Malcolm Granchester.

Mientras, Malcolm estaba en su habitación de la pensión de estudiantes, estirado en la cama, pensando en la señorita Andley y en lo maravilloso que sería ser su amigo... o más que su amigo. Se había enamorado de ella. Ojala poder contárselo a alguien, pero aún no se hacia de amigos en esta nueva ciudad, y no podía llamar a esa hora a sus hermanos ni a su abuela Eleanor. Quizás podría llamar a su padre, pero no... dudaba que el tema le interesara. Entonces decidió permanecer despierto, soñando con la perfecta señorita Candice Andley...

Continuará...