Nota: La Patrulla X, y los mutantes en general, son propiedad de Marvel, y son utilizados en esta historia sin ánimo de lucro (bueno, igual ánimo sí hay, pero lo que no existe es posibilidad de que yo gane dinero con esto). Los versos del principio de cada capítulo son del Requiem y del Stabat Mater.

Bueno, mientras me baja la musa para las otras historias que estoy escribiendo, dejo un par de capítulos de ésta. No tengo prisa en terminarla. Lo siento, lo que va antes, va antes. Aquellos que han leído otras narraciones mías, tienen una idea sobre de qué va; aquellos que no, decir que es parte de mi universo inventado y cuenta lo que ocurre en un día ominoso para los mutantes.

Los comentarios son bienvenidos y agradecidos.


Kyrie eleison.

Christe eleison.

Kyrie eleison.


No sé si creo en Dios.

Cuando era Fénix y mi poder psíquico trascendía cualquier barrera no lo sentí. No capté el rastro psiónico de un ser que hubiera creado el Universo, o de alguien que nos vigilara y cuidara. Sí que capté a los Celestiales. Pero no a Dios.

Tal vez los Celestiales sean ahora Dios. Tal vez siempre lo fueron, aunque ellos mismos no lo crean.

Ahora estoy a punto de hacer algo que, probablemente, vaya contra Dios, contra natura y contra todo lo dispuesto. Pero es la única forma de conseguir una pequeña esperanza de futuro para mis hijos. Si voy al infierno tras conseguirlo no me importará.

No quiero morir. Me aterra que éste sea mi último día de vida, que vaya a morir en la fría Antártida, con mi cerebro más frito que un "Kentucky fried chicken". Aunque aún me aterroriza más la posibilidad de sobrevivir y quedarme sola, la posibilidad de que aquellas personas a quienes quiero mueran el día de hoy.

Ninguno de nosotros ha comentado nada de esto. Al menos, no en voz alta. Incluso Scott y yo hemos evitado hablar del tema. Revisamos el testamento y lo dejamos todo bien atado de cara a futuras eventualidades, pero no dijimos una palabra mientras lo hacíamos. El silencio ha cubierto cada una de nuestras disposiciones.

Hoy mismo, por ejemplo, mientras descansaba para poder soportar el trabajo que ahora me espera, Scott no se ha despedido de mí. Ha salido para llevar a los niños al colegio, callando, casi como si se avergonzara de su comportamiento. No me ha dicho adiós; sólo me ha besado, con la cauta dulzura de los tímidos, y lo único que ha salido de sus labios ha sido "nos veremos en la Antártida". Antes de salir ha murmurado un quedo "te quiero". Conozco lo suficiente a mi marido para saber que ésa era su forma de despedirse.

No le he respondido. De repente he sentido ganas de llorar y un miedo horrible.

No quiero decirle adiós. No puede morirse si no me he despedido de él.

Es irracional, lo sé. Encuentro, sin embargo, tranquilizadora la filosofía griega de "palabra-cosa-verdad". Si no digo "adiós", Scott nunca se irá.

Ahora se encuentra a varios kilómetros de aquí, en primera línea de fuego, vigilando por si viene alguien con intención de desbaratar nuestro plan. Lo siento en mi mente, como un faro en la oscuridad. Mi luz, mi guía.

El profesor Xavier coge mi mano, con su acostumbrado toque suave. Me sonríe con calor.

Es la hora.

Todos nosotros nos colocamos alrededor de la extraña estructura electrónica que servirá para llevar a cabo el trabajo. Es nuestro Cerebro particular. Yo me asombro al ver esta gigantesca mole, fruto de años de investigación científica. Y yo soy la menos impresionada; muchas de las personas aquí reunidas ni siquiera habían visto el antiguo Cerebro. A la mayoría no los había visto jamás. Son todos (o casi todos) los telépatas de la Tierra. Encontrarlos nos costó tanto como construir este enorme Cerebro. Convencerlos aún más.

No me extraña. Si de repente me viniera un tipo calvo en silla de ruedas y acento de colegio caro diciéndome que debía usar mis apenas desarrollados y malditos poderes para borrarle la memoria a la humanidad, le mandaría a freír espárragos. Ni siquiera le hubiera dado el tiempo suficiente para advertirme que hay un 90 por ciento de posibilidades de morir.

Charles me aprieta fuerte la mano derecha. Yo cojo de mala gana la que está a mi izquierda. Es Emma Frost. No dice nada, sólo me mira con sus ojos hundidos por un inaudito terror.

No quiero morir.