SOLITARIO

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Su cuerpo yacía frío e inmóvil frente a sus ojos. Él no sabía exactamente cómo había pasado aquello.

Era como un sueño hecho realidad… ¿o una pesadilla? Había deseado por tanto tiempo su muerte, había soñado con ella… casi la había saboreado y ahora… ¿ahora qué?

Ahí estaba él… a su completa merced… podía golpearlo cuanto quisiese, podía romper sus huesos uno a uno, hacerlo sangrar hasta que se secase…

¿Qué sentido tenía ahora?

Rió. Rió como un loco… ¿qué sentido tenía ahora? Que patético.

Él ahí, quieto, se veía tan rompible, tan sereno, tan indiferente… se percató de la fragilidad que nunca antes vio en él. Casi podría decirse que extrañaba su voz, extrañaba sus estúpidos gestos, extrañaba su irónica sonrisa…

¿Dónde estaba ahora? ¿A dónde se había ido todo eso?

¿Acaso lo había golpeado con tanta fuerza? No, imposible. Él siempre esquivaba todos sus golpes, casi nunca había podido llegar siquiera a tocarlo.

Se acercó lentamente, miró su tez clara, pálida, más de lo normal. Sus ojos cerrados. Era como mirarlo dormir. Que apacible se veía. Casi parecía una broma que él fuese el causante de todos sus problemas. Intentó tocarlo, pero no se atrevió. Esperó un "Caíste, que tonto eres" pero, no sucedió.

Siguió observándolo. Aún sin saber exactamente qué estaba pasado, por qué no se movía. De pronto algo se encendió en él, algo que jamás había sentido… un ardor tan profundo como un hoyo en su pecho, una desesperación que jamás había conocido, unas ganas de gritar su nombre con más fuerza que nunca. Su cabeza le daba vueltas…

¿Qué debía hacer? ¿Qué debía hacer?

Comenzó a romper todo lo que se encontraba alrededor. Gruñó impetuoso. Pateó aquel cuerpo inerte, lo estampó contra la pared. —¡Despierta maldita pulga!

Y seguía ahí, pequeño y frágil, mientras él lo miraba con la rabia contenida, las manos en forma de puños y las piernas que apenas lo mantenían en pie.

Se acercó nuevamente a él y lo tomó del cuello de su chaqueta.

"¡Mírame! ¡Mírame ahora!"

Lo lanzó nuevamente, se escuchó el fuerte sonido del golpe contra el asfalto. Pero aquel sujeto no se movió.

"¡¿Ahora me ignoras?!"

Lo maldijo, lo maldijo una y mil veces. —¡Te lo mereces, te lo mereces bastado!

Sacó un cigarrillo de ninguna parte y lo encendió. Mientras el humo desaparecía en el aire sintió algo húmedo resbalar por sus mejillas. —Está lloviendo –susurró. Pero, no había nubes en el cielo de Ikebukuro esa noche, sólo una luna confidente y la soledad. La infinita soledad.