Advertencia: tanto los personajes como las situaciones son propiedad intelectual de George R.R. Martin.

Pequeña leona

A lo lejos aún les podía ver a la vez que las velas se hinchaban, llevándola lejos, apartándola de Desembarco del Rey. Y, aunque sabía que era por su bien, se sentía triste.

No había llorado al despedirse de sus hermanos ni de su madre; ella era la princesa, nadie debía ver su debilidad, así que se había mostrado orgullosa, fuerte, toda una pequeña leona. Había sonreído desde la cubierta y se había mantenido ahí, agitando su mano, mientras se desplazaban por las aguas turbias de la bahía, alejándose cada vez más, al tiempo que la gran Fortaleza Roja se iba volviendo pequeña, como una casa de muñecas.

Aquella mañana su madre la había sentado en su regazo y besado su frente. Le había susurrado que la quería, que no había distancia capaz de separarlas, que siempre sería su niña, su pequeña, mientras peinaba sus bucles dorados, con cariño y lágrimas en los ojos, que brillaban, tristes y verdes esmeralda. Ella le había acariciado sus mejillas y secado las gotitas que resbalaban por su piel clara, sonriendo y dejándose besar, arropada, diciendo que sería fuerte y valiente, como los héroes de las canciones.

Pero cuando el viento empezó a azotar su rostro, sollozó, llorando envuelta en su capa dorada mientras contemplaba cómo el mar la arrastraba lejos de su hogar.