La noche en la que perdí mi tranquilidad.

Ella era lo único en lo que me podría aferrar.

—Despierta, despierta por favor –me susurró mientras halaba de mi brazo ansiosamente—, hijo, por favor –su voz parecía quebrarse. Estaba llorando.

Apenas pude abrir los ojos y escuché un terrible estruendo en la puerta, ella me levantó del brazo obligándome a ponerme en pie, pero para eso ya era muy tarde.

Cuatro hombres, enormes a mi perspectiva atravesaron el marco de la puerta, mi madre me puso tras ella, y yo, sólo pude abrazarla de la cintura, ya sabía quienes eran.

—Vaya, no estaban tan lejos de lo que había pensado –su voz: gruesa y rasposa retumbó en toda la habitación.

—Déjanos en paz, por favor –suplicó temblorosa, ella apretaba mis manos e intentaba escudarme con su cuerpo—. Te juro que no tenemos nada que ver en sus negocios, sólo déjanos ir.

Él sonrió y los otros hombres a los costados imitaron su acción, no pude fijarme en ellos, todo estaba pasando tan rápido que casi podía comprender. Uno de ellos sacó una enorme pistola y nos apuntó, de inmediato mi madre retrocedió junto conmigo, y aquel hombre de ojos negros y mirada pesada sonrió aún más.

—Lo único que quiero de ustedes; es que desaparezcan. –espetó con ese tono tan desgarrador como una cuchilla recién afilada.

La velocidad de un parpadeo sería lenta para describir la rapidez en la que él le arrebató la pistola y disparó dos, tres, cuatro veces contra ella; al sentir los impactos, por inercia me hice a un lado sin soltarla; su cuerpo cayó, ambos caímos y la sangre de mis venas se enfrío al tiempo de ver su sangre manchar su blusa celeste.

Ningún sonido salía de mi garganta en ese momento, quise gritar, correr y esconderme, pero mi cuerpo parecía congelado ante el cuerpo quieto de mi madre.

—Lamento tanto tu suerte, bastardo –volví la mirada hacia él y pude notar su rostro con esa enfermiza satisfacción.

Supe que moriría, sin embargo, me levanté para correr al armario que estaba detrás de mí en un intento inútil de salvarme, y fue en ese instante en que las balas me alcanzaron quemando mi piel, cortando mi garganta y enterrándose en el fondo de mi cuerpo, di un giro sobre el piso debido al impacto y caí sobre mi mejilla derecha, dolido, acabado… destrozado.

Él disparó sólo dos veces debido a que las balas se acabaron, refunfuñó e indicó a sus hombres que era tiempo de irse. Aquel espectáculo deplorable de la mujer y el niño se había acabado.

«Lamento tu suerte, bastardo». Su voz taladró mis oídos que parecieron despertarse aún más después de los disparos.

Los pasos se alejaron, y mi cuerpo, paralelo al de mi madre me dejaba ver perfectamente que ella jamás despertaría.

Y fue allí cuando la noche se hizo más fría y oscura, con unas ganas de gritar, correr y pedir ayuda, pero mi cuerpo ya no me pertenecía, se desconectó por completo, dejándome inerte, inválido completamente, simplemente mirando el cuerpo sin vida de mi madre.

Mi propia sangre me quemaba, y el dolor parecía duplicarse mientras más segundos pasaban, los pasos desaparecieron y me desvanecí entre la soledad de esa habitación…

Y caí al abismo. Al abismo de los recuerdos.

Abrí los ojos y de un brinco me destapé, entre la oscuridad de la habitación pude recordar en dónde me encontraba, miré mis manos que aún temblaban, al igual que todo mi cuerpo, aquel maldito sueño hacía el mismo efecto sobre mí cada noche que me atormentaba; estuve sentado sobre la cama algunos minutos intentando calmarme, recreando en mi mente cada uno de los detalles de ese momento, cuando él se movió del otro lado de la cama, de inmediato puse la mano sobre la gargantilla que cubría parte de mi cuello y lo miré, él seguía dormido.

Salté de la cama y rápidamente busqué mi ropa que estaba regada por la habitación, me vestí lo más rápido que pude y justo antes de tomar el otro par de mis tacones lo miré, tan indefenso y frágil que se miraba recostado boca abajo sobre la cama, que parecía ser el momento perfecto para hacerle visitar el más allá.

Ojo por ojo…

«Hijo de puta», recité en mis adentros mientras cerré la puerta de su habitación. Ese no era el momento, no, aún no.

¿Cómo podrías definir una vida a medias?, existir y no existir, ser bueno y ser malo, complacer y castigar al mismo tiempo, ser algo indefinible, estar en líneas paralelas al mismo tiempo, y a la vez, no estando en ninguna. Ajá, eso era yo; algo indefinible, sin nombre ni edad, sin pasado ni futuro, alguien que solo se guía por sus deseos, por sus placeres, sus impulsos… por su venganza.

No soportaba mirarme al espejo, al menos no cuando era yo. Todos los días era lo mismo, mirar fijamente mis ojos, mejillas o boca, era como una tortura mental que estaba presente siempre, que me recordaba todo lo que no quería recordar, al menos no cuando el maquillaje luchaba por cubrir todo lo que quería ocultar.

Esto resultaría algo exagerado pero, sí, debo admitir esa dependencia de mi rostro al maquillaje. En realidad no podía vivir sin ello, y durante los últimos años se había vuelto mi único cómplice en todo el teatro que era yo todo el tiempo. El maquillaje me funciona como una máscara capaz de disfrazar y alejarlo todo, convirtiéndome en otra persona…

—¡Amber! –la voz gruesa y varonil se escuchó al otro lado del móvil—, ¿a dónde diablos te fuiste ayer?

Solté una risilla mientras tomaba un poco de jugo y dejaba el celular en altavoz sobre la mesa, él continuó hablando como si yo estuviese temblando al otro lado de la línea.

—…te quiero en mi casa antes de las 9 e la noche, perra. Tenemos cosas de que hablar.

Después de vivir una vida de completa soledad y autosuficiencia, las opiniones de terceros comienzan a ser algo que verdaderamente deja de importar, y más si es que tienes que llevar puestos tacones y faldas todo el tiempo. Las personas van y vienen, y aprenden a vivir con sus iguales a pesar de que estos resulten completamente diferentes; la vida puede ser a veces el peor calabozo de torturas o en su defecto, la mejor fiesta llena de placer y emoción que jamás hayas visto en tu vida.

Esa tarde quería distraerme, olvidar la pesadilla de la noche anterior que había revivido en mi consciencia ese conjunto de sensaciones que quería evitar.

Por eso, el único plan de ese día era caminar, respirar y no hablar con nadie, quedarme con mis pensamientos intentando bloquearlos en una manera que solamente yo conocía.

Después de caminar algunas cuadras y observar aparadores y un sinfín de cosas que no me interesaban decidí hacer escala en un café que se encontraba justo en la esquina de la calle, me asomé por el enorme ventanal que dejaba ver el interior y noté que había pocas personas allí; entré sin mirar a ninguno de esos cuerpos inanimados que eran para mi todos ellos y pedí algo para beber, con la misma actitud pagué y tomé asiento en el lugar más alejado que pude encontrar y me aparté de los lentes de sol que cubrían parte de la cara.

Sentía aun los nervios de la noche anterior, mi mente parecía no dejarme descansar de esa pesadilla que solo había venido a avivar el dolor de las heridas del pasado. Muchas veces había pensado en que lo mejor era desaparecer de la vista de todos y trazar otro rumbo al que podría llamarle vida, pero siempre llegaban esos malditos sueños a recordarme todo lo que me había prometido hacer. A quien había prometido acabar haciéndole morder el polvo como alguna vez lo había hecho conmigo.

—Señorita, su café.

«Señorita… bah». No miré y sólo lo acepté sobre la mesa, saqué el móvil y observé la hora, si bien me iba, podría volver a casa, dormir unas cuantas horas para después ir a ver la estorbosa cara de Dante y sus estúpidos trabajadores.

Me perdí no sé por cuanto tiempo de ese sitio, mirando el tránsito de la gente detrás del vidrio que parecía protegerme, el vibrar del celular me apartó de esa ligera tranquilidad y al contestar era de nuevo ese distinguido hijo de puta.

—¿A las nueve en tu casa? –dije sin darle tregua a saludar.

Sonrió del otro lado de la línea sabiendo de mi inconformidad a esa actitud que tenía él para querer dominarlo todo, me mantuve en silencio y él continuó:

—Para eso te llamaba, te necesito aquí a las siete. Quiero que hagas una selección de las mejores entradas de este mes… sabes lo que tienes que hacer.

—De acuerdo, ahí estaré.

Me puse de pie y tomé mis cosas que estaban sobre la mesa, mientras finalizaba la llamada, miré la hora en el reloj de pared y eran apenas la cinco de la tarde, si quería llegar tranquilo a ese maldito lugar tenía que irme de allí lo más rápido posible.

De repente tropecé contra alguien que se levantaba de su mesa haciendo que aquel café se derramara sobre su camiseta roja y salpicara mis zapatos.

—¡Idiota! Fíjate por donde… –exclamó agresivamente apartándose de inmediato.

—¡Perdona! –interrumpí de inmediato tomando las primeras servilletas que vi y pasándolas directamente sobre su costado derecho—. Te juro que yo no…

Me tomó fuertemente de la muñeca apartándome de su ropa, puse resistencia pero él no me soltó, levanté la mirada y lo vi directamente a la cara, era casi de la misma estatura que yo, en su rostro se notaba algo de enojo que poco a poco se ablandó cuando me fijé directamente en sus ojos marrones, fieros pero bastante expresivos, sus labios se entre abrieron para decir algo al momento en que de un tirón me apartaba de su agarre.

—Discúlpame… no vi mi camino –dije algo irritado sobando mi muñeca.

—No, no, no, perdóname tú a mí ¿Te lastimé?, no fue mi intención…

—Estoy bien. –espeté en tono indignado levantando el vaso desechable y poniéndolo sobre la mesa de mala gana.

Terminando de dejar el vaso me dispuse a retirarme pero este inesperado sujeto se atravesó de nuevo y fue en ese momento cuando pude verlo mejor, ya sin ese aire enfadado de segundos atrás.

—Oye, espera, no te enojes –dijo interponiéndose a mi paso—. Perdóname por haberte tratado así.

—No, no fue nada. –dije tan frío como pude, mi actitud de "diva" salía a relucir.

—Oh vamos, al menos déjame reponerte tu café –indicó a lo que yo no me pude resistir—. Es lo menos que puedo hacer por haberte sujetado de esa manera...

Y sí, debo admitirlo, mirándolo mejor y más de cerca, él me resultó demasiado atractivo y tentador. Tanto que un rato después terminamos en una de las mesas entablando una charla de aquellas que parecen surgir y entretenerte de la nada. Momentos después, cuando nuestra cafeína diluida se había acabado, salimos y dimos un breve paseo por la calle, el coqueteo era sumamente descarado por ambas partes, cosa que pude darme cuenta desde el primer momento. Había olvidado mis problemas con el tiempo y me dediqué plenamente a nuestra plática que me estaba llevando al centro de la ciudad, justo al otro lado de donde vivo, pero ¿a quién le importa eso cuando tienes a un apuesto y sensual hombre a tu lado?, quizás algo así pensaba él —figurándome como una chica, claro—, ya que ninguno de los dos estaba consciente hacia donde nos dirigíamos.

Sin embargo no me preocupaba, ¿qué más podría pasar?

—Oye... emm… -lo sé, soy pésimo para los nombres.

—Tom –a completó él ante mi silencio.

Y como siempre, una sonrisa ablandó el momento de estupidez, me detuve en la esquina y él imitó mi acción.

—Tom, debo irme –continué actuando de la manera más encantadora posible—. Me la pasé muy bien contigo.

—¿Ah, sí?, entonces por qué no te quedas un rato más, podríamos ir a algún otro… lugar.

El tono en sus palabras era bastante tentador, miré la hora en el celular. Apenas tenía tiempo de llegar.

—Eso suena interesante –agregué halando su camiseta de manera juguetona—, pero no creo que te agrade andar por la calle con la ropa manchada de café.

Él sonrió e intentó tomar mi mano que de inmediato aparté.

—Quizá podemos dejarlo para otro día. –mencioné, y la mirada seductora volvió a azotarme. Comenzaba a saber lo que pretendía.

—A lo mejor ese día puede ser mañana –se acercó un poco más y el olor a su colonia llegó hasta mi por sobre todo el ambiente de la calle.

Permití que se me acercara y volví a sonreír sin decir nada. Ya estaba oscureciendo y la gente que pasaba parecía ignorarnos, al menos eso creí al voltear mi cara hacia el otro lado de la calle; al volver, él ya estaba aún más cerca de mí.

¿A caso pensaba hacerlo?

—Desde que te vi entrar tuve ganas de hacer una cosa…

—¿Qué cosa?

Una sonrisa de medio lado se escapó en su rostro y su respuesta pareció tan casual y descarada que en ese momento supe que no podría decir que no.

—Quiero besarte.

Lo dijo y sin permiso tomó arrebatados mis labios en un beso sorpresivo y delicioso, toqué su rostro mientras lo dejé adentrarse más en mi boca y cuando los pequeños indicios de mi conciencia me alertaron, me aparté de él de un brusco empujón; quienes iban pasando nos miraron pero eso no pudo evitar la sonrisa satisfecha y sínica de mi acompañante.

Di la media vuelta comenzando a caminar ignorando por completo lo que acababa de suceder.

—Oye –dijo mientras daba algunos pasos detrás de mí—, ¿podré volver a verte?

Me detuve y voltee a verle.

—Tal vez mañana se me ocurra pasar de nuevo por un poco de café.

—Entonces eso es un sí.

—No lo sé –sonreí encogiéndome de hombros—, aún tengo que pensarlo.

Y me despedí de la manera clásica en la que Amber siempre lo hace, un vago movimiento de mano y una sonrisa superlativa disfrazada de encanto que siempre le ayudaba a escaparse de los momentos difíciles.

De inmediato tomé el primer taxi que encontré y desaparecí de allí, aún debía de cumplir ciertas cosas con Dante.


Fui con rumbo a la "bodega de muñecas" para dar salida a aquellas que fuesen lo suficientemente bonitas para agradar a aquel enfermo que las había encargado desde el otro lado. Por supuesto que no debería de sentirme asqueado por todo esto, ya que desde hace mucho tiempo he venido tratando con todo tipo de personas dentro de este mundo. Pero ese algo dentro de mí que me obliga tanto a odiar como a seguir haciéndolo, es lo que me hace despreciar tan asquerosa acción. Dicho lugar no era ninguna bodega o fábrica, ni mucho menos iba a buscar muñecas de plástico, de esas que juegan las niñas en navidad. Aquello a lo que iba, estaba más allá de ese sencillo código que Dante había establecido para dirigirse a su pequeño negocio de tráfico de mujeres; esto iba más allá de lo que era Amber, y de lo que era yo. Todo eso estaba por sobre todo lo que alguna vez juré no hacer.

Sin embargo, para poder sobrevivir en este mundo, siempre tienes que echar de lado la cordura y la moral, dando paso a todos los monstruos que llevas dentro, sólo así podrás permanecer: convirtiéndote en uno de ellos.

Los gritos de las chicas se escuchaban al abrir la puerta, había llanto, insultos y entre tanto ruido, un silencio abrumador que pesaba más que todo lo demás.

Entré por el pasillo acompañado de un par de hombres, trabajadores de Dante y me condujeron hacia una de las puertas de fondo, una mujer me abrió la habitación y entré ignorando la desesperación de las mujeres amordazadas en el piso.

—Y bien… ¿qué tienen que tener de especial ahora? –comentó la mujer regordeta y bravucona que me había abierto la puerta segundos atrás.

—Solo deben de ser rubias. –respondí sin mirarla a ver, empezando a caminar alrededor de la habitación en busca de algo que pudiera agradar al enfermo cliente.

—Tengo un par que recién acaban de traer, son locales, pero muy lindas.

Observé unos momentos más y torcí los labios de manera desaprobatoria.

—De acuerdo. Muéstralas.

Fuimos a otra habitación, ahí se encontraban chicas que no pasaban de los veinte años, sin duda alguna todas eran hermosas, pero la naturaleza de su situación les cambiaba completamente sus rostros. Era de esperarse después de haber sido llevadas a la fuerza a un lugar como lo era ese.

Con la misma actitud fría e insensible, elegí a las cinco jovencitas rubias que esa noche me habían pedido llevar. Hice lo que tenía encomendado hacer desde que ingresé a este deplorable mundo: seleccionar y hablar con las víctimas, hacerles ver lo terrible de su futuro y en la manera en la que, quieran o no, tenían que sobrevivir en él.

Amber era el verdugo sin máscara que elegía a quien condenar y enviar a una muerte segura, o en palabras más sencillas; era la perra que las elegía para ir a la cama de un vejete pervertido, o bien, como prostitutas, traficantes o… simplemente para ser asesinadas.

Al fin de cuentas, cualquiera que sea su destino, era igual o peor que la propia muerte, y Dante y yo lo sabíamos, pero sabíamos también que para poder llegar a lo que te propones, el valerte del sufrimiento de otros es fundamental, y como en todo, siempre debe de haber alguien que pague las consecuencias de tu llegada a la cima. Así es este mundo y su eje que lo domina todo; o jodes o eres jodido, o matas o eres asesinado, básicamente eso era todo lo que había aprendido allí.

La regla del más fuerte.

La regla de la venganza.