Madison se quedó embarazada cuando solo tenía dieciséis años. Sus padres ocultaron el embarazo y la apartaron de su entorno. Como eran una familia pudiente, le compraron una granja a las afueras de un pequeño pueblo en las montañas. Ella nunca quiso renunciar a su hijo y prefirió el destierro y el aislamiento a perder al pequeño.
Le hubiese gustado contarle al padre que iba a tener un hijo suyo... pero no lo volvió a ver, cuando se enteró que estaba embarazada, él ya había desaparecido. No supo como volver a encontrarlo y el recuerdo de aquella única noche que pasaron juntos era el hijo que había criado sola. Con el paso del tiempo Madison se dio cuenta de que todo aquello había sido una locura. Y que nunca debió entregarse tan fácilmente a los brazos de aquel hombre en la primera cita.
Pero ese día no pudo evitar dejarse llevar por las palabras de aquel muchacho que era capaz de adivinar sus pensamientos. Bastaba con que pensase en una flor para que él la sacara del bolsillo de su camisa. Y fue tal la impresión que le causó que acabaron pasando la noche juntos en la parte trasera de aquella vieja caravana. "Locuras de juventud" se solía decir a si misma.
Aquella noche marcó su vida para siempre, y aunque fuera un error, de todo eso salió algo bueno. Un hijo excepcional, que se convirtió en su razón para luchar y vivir.
Alex nació sano, un bebé blanquito de piel, pecoso y de pelo rojizo. Hasta que no cumplió los siete años de edad no abandonaron la granja donde había nacido. Después se mudaron a un pueblo costero en California, para que empezara a recibir clases en la escuela de Seal Beach. Ya que hasta ese momento toda lo que había aprendido se lo había enseñado su madre.
El primer día de clase el niño avanzaba por el pasillo del colegio seguro de si mismo, sonriente y observando a sus nuevos compañeros. Estaba entusiasmado, nunca antes había visto a tantos niños. De hecho solo había tenido un amigo en su corta vida. El hijo de los vecinos que muy de vez en cuando venía a jugar con él.
El resto de niños también le observaban, pero no estaban precisamente entusiasmados... En un pueblo como aquel todos se conocían y no iban a permitir que el nuevo se integrase tan fácilmente.
Rob era un niño gordito, de pelo castaño y muy alto para su edad. Se le plantó delante y le cortó el paso. Sujetaba su mochila, que colgaba de su espalda con la mano izquierda y con el otro brazo sujetó a Alex por el hombro.
- Tú debes ser el nuevo. -las palabras sonaron con desprecio.-Dame tu merienda. -dijo con autoridad.
- ¿Por qué debería hacer eso? No creo que tengas hambre... tú ya has comido. -sonrió mientras se zafó del brazo.
- ¡Quieto ahí! ¿donde crees que vas?
- A mi clase de matemáticas...
- ¡Te he dicho que me des tu merienda!
- ¿No te basta con la papilla que te ha dado tu mamá esta mañana?
- ¿Cómo... sabes...eso? -su tono era dubitativo y su cara se puso roja por la vergüenza
- ¿Papilla? -soltaron el resto de niños al unisono, mientras se intentaban contener la risa.
Rob se avergonzó y salió disparado hacía la puerta del patio. Era demasiado mayor para comer papillas, pero aunque era "el tipo duro" del recreo en su casa no era más que un crío mal criado y poco maduro. Laura que había observado la escena, se acercó a Alex.
- ¿Cómo has sabido eso? -preguntó la niña mientras se llevaba el mechón de pelo detrás de la oreja.
- Bueno eso es porque tengo poderes. -contestó Alex sin inmutarse.
