Ahí estoy, en mi maravilloso mundo de baldosas blancas y negras. Cuando me pongo a pensar, voy dando saltitos con mis zapatitos de charol, sin querer. Blanco, negro; blanco, negro. Tip, tap; tip, tap. Blanco, negro; blanco, negro.
Hace rato que he olvidado al conejo blanco, aunque la imagen del contraste de la sangre sobre su pelaje aún se me aparece. Pobre conejito...
En vez de perseguirle, me dedico a investigar, abriendo puertas, leyendo letreros. Y entonces es cuando aparece el gato, meneando la cola, enseñando las uñas, pero mirando con ojos melosos y emitiendo su hipnótico ronroneo.
Pero miro hacia otro lado, y abro el frasco del bébeme , y me hago pequeña, con el olfato lleno de flores y el gusto lleno de frutas. Y ahora en vez de repasar las junturas de las baldosas con el dedo índice camino sobre ellas, manteniendo el equilibrio, como los niños que caminan por los bordillos con los brazos extendidos.
Y voy con los ojos cerrados. Y veo al gato. Con los ojos cerrados. A trozos. Primero una oreja, luego los ojos, ahora una zarpa: peluda y de uñas afiladas. Primero me asustan los ojos grises entre tanto negro, pero luego me gusta. Y tengo miedo de que desaparezca para siempre, y que no vuelva a arañarme, y que no vuelva a lamerme las heridas que él mismo ha hecho. Arañando. Mordiendo. Mirando.
Miau.
Y de repente el odio. Hacia todo. Desde mis zapatos de charol, con su continuo tip-tap, que pisan el mismo suelo que él pisa. Hasta las tazas de casa de la liebre, sobre las cuales seguramente sus labios de gato se habían posado tomando té con el Sombrerero.
Y por eso cojo las tijeras de podar mi jardín de rosas, y lo corto a trocitos, con el cuerpo lleno de arañazos. Y me arrepiento, y cojo aguja e hilo y vuelvo a coserlo, y lo relleno de algodón. Algodón, entrañas y sangre. Pero no puedo decir pobre gatito, solo lo miro y me pregunto por qué no me habla, por qué yace ahí quieto con la mirada perdida. Después de todo lo que hizo y todo lo que dijo.
Por eso lo abrazo muy fuerte. Porqué no me importa que no me hable o que no me mire, porqué acabo de decidir que lo único que me importa es tener al pobre gatito entre mis brazos. Y acariciarle el pelo.
Y empiezo a oír las voces, las de ¡Que le corten la cabeza! , me persiguen, en mi cabeza, por todos lados. Y aunque sé que vamos a separarnos, él en su mundo y yo en el mío, cojo una de sus patitas y empiezo a correr. Y mis zapatos vuelven a su tip-tap, esta vez más rápido. Y procuro no dejar de acariciarle el pelo. Aprovecho los últimos momentos. Hasta que despierto...
