Adaptacion del libro de Andrea Kane "Scent Of Danger" Con los personajes de Candy Candy, propiedad de Mizuki & Igarashi.
OLOR A PELIGRO
Capitulo 1
Lunes 5 de septiembre, Día del Trabajo CIUDAD DE NUEVA YORK - 5:45 pm
Acababan de dispararle.
No vio a su atacante. No lo oyó. Sólo oyó la ligera detonación detrás de él y al instante sintió el candente pinchazo en la espalda. Cayó hacia la ventana panorámica a la que estaba asomado cuando ocurrió el ataque; suavizó la caída apoyando una palma en la pared, y logró sostener su peso el tiempo suficiente para girarse y mirar hacia la puerta de su despacho.
No había nadie allí; quienquiera que lo hizo ya no estaba. Sintió las punzadas de dolor y lo invadió la debilidad, propagándose por todo su cuerpo en franjas cada vez más anchas. Le cedieron las piernas y cayó sobre la alfombra, tratando de cogerse del escritorio para apoyarse. Sus manos sólo asieron aire.
Cayó de vientre, y sus brazos hicieron muy poco para amortiguar el golpe. Automáticamente giró la cabeza para protegerse la cara y hacer posible la respiración. No le sirvió de mucho. No lograba inspirar aire suficiente, y cuando inspiraba, joder, el olor de la alfombra oriental le revolvía el estómago. Un mareante olor dulzón, parecido a un sofocante ambientador; era ese detergente que usaba el personal de mantenimiento. Una sola inspiración más y vomitaría.
Cambió un poco su posición y decidió respirar solamente por la boca. Notó que la alfombra estaba mojada, y continuaba mojándose, saturándose de algo pegajoso. Mi sangre, pensó vagamente, sintiéndose extrañamente indiferente mientras la sangre continuaba brotando de su cuerpo.
Telarañas de aturdimiento le envolvieron el cerebro. Estaba perdiendo el conocimiento, y lo sabía. Pero no tenía ninguna manera de auxiliarse. No podía moverse, no podía arrastrarse por el suelo. Su teléfono; el cable colgaba del escritorio, pero no, no logró alcanzarlo.
Intentaría gritar, ¿pero de qué le serviría eso? Era el Día del Trabajo; no había nadie allí, aparte de él y Terry. Y la oficina de Terry estaba en el otro extremo del edificio. Gritar o hacer ruido sería inútil. Lo único que podía esperar era que Terry volviera antes de que fuera demasiado tarde.
Sonaron pasos en el corredor, que se hicieron más lentos al llegar a la puerta.
–Ya está, Albert – dijo Terry –Aquí tengo esos archivos que necesitabas. Después podemos verlos. Primero creo que tendríamos que hablar de ese asunto personal que… ¡santo cielo! – exclamó con un grito ahogado. Dejó a un lado los papeles y corrió a acuclillarse junto a Albert Andrew. Le tocó el pulso –¿Me oyes?
–Sí.- La voz sonó ronca, débil –Herido de bala- pronunció, pasándose la lengua por los labios para poder hablar –Pero no… muerto. No… todavía…
Terry se incorporó de un salto. –Y no te vas a morir. No intentes hablar. Llamaré a una ambulancia. – Cogió el teléfono y marcó el 911 –Habla Terrence Grandchester. Llamo de la Andrew's Fragrance Corporation, número 11, calle 57 Oeste. Han disparado a un hombre. – Silencio –Nada de nombres, ni prensa. Simplemente envíen una ambulancia, y rápido. Sí, respira, pero con dificultad. Está consciente, sí, pero apenas. Y ha perdido mucha sangre. Parece que fue en la espalda, abajo. – Otro silencio –Muy bien, de acuerdo. Envíe esa ambulancia aquí, ahora mismo. Piso doce, oficina de la esquina sureste, parte de atrás. –Colgó el receptor y volvió a acuclillarse junto a Albert –Quédate quieto. No intentes moverte ni hablar. El equipo de urgencia ya viene en camino.
–El cabrón ambicioso… – bromeó Albert, con la voz estropajosa –Todavía no estoy… muerto… y ya estás… dando… órdenes.
Terry replicó algo, pero Albert no logró captar sus palabras. Se sentía como si estuviera flotando fuera de su cuerpo. ¿Así era morir? Entonces no era tan horrible. Lo que le fastidiaba era todo lo que dejaría sin hacer, por no decir ese gran interrogante de su vida que quedaría en el misterio. Veintiocho años. Curioso que no le hubiera importado hasta hacía poco. Y lo irónico era que cuando por fin iba a actuar, le arrebataban la oportunidad de hacerlo.
–¡Maldita sea, Albert, no te me mueras!
Le habría contestado a Terry, pero su mente estaba retrocediendo a otro tiempo, a veintiocho años y toda una vida atrás. Ese esencial giro del destino lo había cambiado todo. Una simiente que se había desarrollado hasta formar un imperio.
Una simiente. Qué metáfora más irónica.
Un poco de semen, veinte mil dólares. Ningún riesgo, ningún compromiso, nada que perder. Qué negocio. Anthony no se había equivocado. Sí que había sido un buen negocio, uno que le cambió la vida. Y tal vez creó otra.
«Albert, lo tienes todo. El coeficiente intelectual, el físico, la juventud, el encanto. Ve por ello. Si ella pica, harás una fortuna».
Ella picó. Y él tuvo la fortuna.
Desde ese día había tirado p'alante, sin mirar atrás jamás. Hasta hacía unas pocas semanas. Curioso como un cincuenta cumpleaños incita a un hombre a hacer inventario.
–¿Dónde está la víctima?
Voces desconocidas, pasos enérgicos. El olor a cloro de las ropas institucionales. El equipo de urgencias médicas.
–Aquí –dijo Terry en tono urgente, haciéndolos entrar – Es Albert Andrew.
Entreabrió los párpados; a través de una niebla borrosa distinguió dos pares de piernas uniformadas junto a él. Los auxiliares médicos se acuclillaron y comenzaron a examinarlo.
–Ritmo cardiaco ciento cincuenta.
–Tensión arterial diez con seis.
–Muy baja para Albert – dijo Terry con su voz de abogado: contundente, autoritaria, amedrentadora incluso para sus contrincantes más formidables -Normalmente su tensión está alrededor de quince con diez. Sufre de hipertensión. Toma Dyaxide para controlarla.
–¿Sabe de algún otro trastorno médico ya existente?
–No.
–De acuerdo.
Albert sintió una presión en la espalda. Le levantaron los párpados y unos puntitos de luz le perforaron los ojos.
–Pupilas dilatadas. ¿Me oye, señor Andrew?
–S-sí.
–Estupendo. Aguántese. Sólo estamos intentando parar la hemorragia.
–Respiración superficial. Ninguna obstrucción.
–Conecta el oxígeno. Ponlo a quince uno por minuto. Pongámoslo en el tablero.
–Sí.
Se habían materializado otros dos auxiliares médicos en la habitación y estaban moviendo unos aparatos. Albert observó ociosamente los complejos dibujos de la alfombra oriental. Las figuras florales tenían más rojo que antes, y el color se estaba extendiendo.
Le pusieron una mascarilla de oxígeno sobre la nariz y la boca y se la afirmaron con un elástico por detrás de la cabeza.
–Respire normal, señor Andrew. Esto le irá bien.
Le mejoró la respiración un poco. Con cierta dificultad, inspiró el oxígeno. El olor del ambientador se fue desvaneciendo.
–Le ha bajado el pulso; y el ritmo cardiaco es alto. Tenemos que trasladarlo, ya.
Hubo otro revuelo de actividad y pusieron un tablero a su lado.
–Ahora, contamos hasta tres. Uno, dos, tres.
Oyó su gemido cuando lo levantaron y lo pusieron sobre el tablero y le pasaron correas de sujeción en el cuerpo y la cabeza. Su gemido le recordó que seguía vivo. Tenía que continuar vivo. Tenía que descubrir quién le disparó. Tenía que proteger su legado. Y tenía que saber si Andrew's era su único legado, o si había otro por allí, un legado que era un ser humano, vivito y coleando.
La resolución quedó ahogada por la neblina que le envolvió el cerebro.
–Siga con nosotros, señor Andrew.
Nuevamente le estaban hablando. Lo habían puesto sobre una camilla y lo estaban moviendo. Iban a toda prisa por el vestíbulo hacia la puerta de calle. Curioso, no recordaba haber bajado en el ascensor.
–¿Está consciente? – preguntó Terry.
–A ratos.
Se abrieron las puertas de cristal y los envolvió el denso aire de verano; el aire contaminado de Manhattan. Algo de eso se filtró por la mascarilla de oxígeno y le invadió las fosas nasales. Relampaguearon luces intermitentes; coches policiales rodeaban la ambulancia. Un policía corrió hacia los auxiliares médicos. Varios otros entraron corriendo en el edificio.
Lo subieron en la ambulancia.
–¿Mount Sinai? – preguntó Terry al enfermero que había subido junto a la camilla.
–Sí. Tomaremos por Madison y subiremos directo. Con la sirena puesta, estaremos allí en pocos minutos.
–Yo iré con ustedes –dijo Terry, subiendo.
El conductor de la ambulancia se giró a mirarlo. –Ah, señor Grandchester – se aclaró la garganta, nervioso –la policía desea hablar con usted acerca de…
–Muy bien – interrumpió Terry –Pueden reunirse con nosotros en el Mount Sinai. Esto no está abierto a debate. Y, como dije, aquí llevan a un hombre normal y corriente. Nada de nombres, nada de periodistas. Vámonos.
No hubo más discusión. Se cerraron las puertas. Sonó una sirena y la ambulancia salió disparada.
–El ritmo cardiaco ha subido a ciento setenta. La tensión arterial ha bajado a nueve con cinco. – El auxiliar se inclinó más sobre él –Señor Andrew, ¿podría decirme su edad?
–Demasiado viejo. Cin-cincuenta.
Su voz se mezcló con los alaridos de la sirena. El tráfico de la Avenida Madison pareció separarse como las aguas del Mar Rojo.
–Albert – le dijo Terry muy cerca de su oído.
–Sigo… vivo – logró decir.
–No lo dudes ni por un segundo. Eres indestructible.
–Sí… dile eso a quienquiera que… hizo esto.
–Hablarle no es lo que tengo pensado para ese cabrón. ¿Viste quién era?
–No vi nada… demasiado rápido… y desde atrás. – Hizo una lenta y resonante inspiración –Terry…
–Lo cogeremos, Albert, no te preocupes.
–No es eso – dijo agitando débilmente la cabeza. Se estaba desvaneciendo. Si era por el momento o para siempre, no lo sabía. Pero por si estaba consciente para oír la respuesta, tenía que intentarlo –Esa situación… la que quería descubrir… la confidencial…
–La recuerdo.
Tragó saliva, tratando de combatir las oleadas de oscuridad. –Si tengo un hijo… quiero saberlo. Descúbrelo.
Continuara...
