CAPITULO 1. ENCUENTRO EN LA NIEVE

El frio del norte punzaba su nuca, llevando el dolor helado hasta el extremo de sus pies. Nada. Ni un alma perdida desde su partida. Sólo unos días de exploración hacia el sur habían bastado para saber que hasta los animales habían huido o muerto. Los alrededores de invernalia estaban yermos, sin vida. Ni una pista de los compañeros desaparecidos, que cada vez era más obvio que no tenían intención de volver. Brienne se había ofrecido voluntaria para partir en su búsqueda, ya que una de las doncellas desaparecidas era merecedora de la simpatía de Sansa. Oficialmente, la noticia compartida era la desaparición de tres mozos y tres doncellas, aunque todos sabían que realmente se trataba de desertores. La muerte llegaba por el norte, que les perseguía con su frio inmisericorde, y la vida, con todos sus instintos, empujaba hacia el sur.

El blanco perenne del camino empezó a teñirse de pequeñas manchas rojas. El rastro de sangre les llevó hasta un caballo muerto que, sin ninguna duda, se dirigía del sur al norte. Ensillado y aun caliente, ese caballo debía traer un jinete. Las marcas de mordiscos en las patas indicaban que había sido atacado, pero no lo habían devorado, por lo que las alimañas debían haber salido detrás del caballero. No les costó seguir las huellas de la persecución. A su paso encontraron dos lobos muertos por espada, y más y más huellas. Al final de ellas, otro lobo con una gran espada atravesándole y, poco más allá, un cuerpo tendido en la nieve. Brienne, como cabeza de expedición, bajó de su caballo y se acercó lentamente, esperando que no le atacaran unos ojos azules y muertos. El cuerpo estaba caliente, y, al girarlo, los ojos que se abrían con extrema dificultad eran de un inconfundible color verde.

-Moza.- Era todo lo que pudo pronunciar, aparte de esgrimir una de sus encantadoras sonrisas. Congelado en la nieve, amoratado y pálido, con escarcha en el pelo y la escasa barba, Jaime Lanister estaba tan hermoso como siempre. Antes de levantarlo intentó hacerle entrar en calor, frotó fuertemente sus músculos y le cubrieron con todas las pieles que llevaban. Subido al caballo no había vuelto a pronunciar palabra, pero sonreía placenteramente como si estuviera en el lugar más cálido del planeta. Pasó la mayoría del camino durmiendo junto al cuerpo de Brienne, que dirigía el animal. La cabeza posada en ella, el peso de mil decisiones mal tomadas cayendo sobre aquel hombro cálido y firme bajo las capas de ropa. Ensoñaciones sobre espadas llameantes y enemigos muertos. Al final, siempre la única luz era la de Guardajuramentos en las manos de la moza. La única luz.

Entreabrió los ojos a tiempo para ver cómo las puertas de Invernalia se abrían para recibirles. Todo el descanso que se había permitido en la travesía acababa de terminar. Las noticias que traía no sentaron bien a nadie. La tregua estaba definitivamente rota, las esperanzas de unir los ejércitos del reino a la lucha contra los caminantes habían desaparecido, y el portador de malas noticias no era sólo una molestia, sino el asesino del padre de la reina, el hombre que tiró a un niño por una ventana… El matarreyes.

Eran tiempos de guerra, debían prepararse para la lucha contra la muerte que se cernía sobre ellos, así que nadie pensaba en juicios ni castigos. Decidieron aislarle en un habitáculo que no llegaba a ser una celda, hasta que supiesen qué hacer con él. El maestre que le enviaron le encontró perfectamente sano, recomendando calor, reposo y más calor. Y cumplió las recomendaciones, se dejó caer entre las mantas al lado de la chimenea y durmió varios días.

Durante su aislamiento no tuvo ninguna visita, ni siquiera de su hermano. Además le habían quitado su mano de oro, por lo que dedujo que el hecho de que no fuera una celda no significaba que no estuviera preso. No le importaba, podría dormir allí solo durante años sin necesitar nada más.

Una mañana la puerta se abrió. No sabría decir cuántos días habían pasado desde su llegada, pero iba a agradecer cualquier compañía amistosa. No iba a tener tanta suerte, de todas las personas que esperaba, Sansa Stark no estaba en su lista.

Sin preámbulos, la joven le lanzó un papel a la cara. – Ha llegado el cuervo al amanecer. No quiero ser yo quien le dé la noticia, y desde luego no es mi hermana la responsable. Levántate, sígueme y habla con ella.

Tras leer la nota cerró el puño tan fuerte que la hoja quedó manchada con su sangre. Se sentía mareado. Levantó su mano fantasma para sujetar su frente con el peso de su conciencia, pero la cabeza la atravesó y el muñón simplemente dibujó un ridículo arco en el aire. Nada iba a sostener ese peso, y él no sabía cómo cargarlo.

Sansa y sus siete guardias le custodiaron hasta los aposentos de Brienne. Se planteó si eran siete porque la joven tuviese su propia guardia real, si era prestada o si todas las nobles en ese nuevo mundo tendrían sus Siete asignados. Cualquier estúpido pensamiento intrusivo era de agradecer, cualquier cosa que le sacase de su propia pesadilla.

Llamó a la puerta. Contestaron. Y entró solo.

Ella estaba de espaldas, buscando algo en un baúl, cuando se giró distraída. La sonrisa en su rostro al verle, amplia y sincera le apuñaló. Se levantó y se acercó sonriente, pero Jaime llenó la distancia entre ambos alargando el brazo con la carta en la mano.

-Lo siento.

Ella se negó a cogerla. -¿Qué es?

El miedo cuando se está lejos la había acompañado siempre, y él lo sabía. Una mala fiebre, una de las muchas guerras que hubiese cruzado el agua, o un simple traspiés en los jardines. Cualquier cosa podría pasar estando lejos, sin poder despedirse. Pero lo que había pasado es que la heredera de Tarth estaba en clara rebelión contra la corona. Y la corona no quería rebeldes, de manera que en una ceremonia especial, Selwin Tarth había sido invitado a la corte, junto a otros mandatarios que habrían presentado alguna ofensa particular. Y junto a ellos le había sido rebanada la cabeza sin mucho pudor. De esta forma, un conjunto de nuevas expresiones de dolor ornamentaban en picas las murallas de Desembarco del Rey.

Todo el subtexto lo pudo ver en una mirada. Lo supo, sin leer, sin hablar, sin ninguna palabra. Cayó al suelo de rodillas, sollozando a gritos. Sansa y sus Siete se estremecieron al otro lado de la pared. Jaime cayó al suelo con ella, quiso sostenerla pero su mano fantasma de nuevo atravesó su rostro sin piedad. Ella recuperó su muñón del aire y lo sostuvo con sus manos, y sobre ellas posó su cabeza. Lloró largamente pero Jaime solo podía pensar que le estaba tocando el muñón. Si no escuchase sus llantos parecería que estaba rezando sobre él. Ese asqueroso y repugnante muñón que le avergonzaba y asqueaba a partes iguales. Pero por una vez no sentía el dolor de la mano que no estaba. Brienne acababa de darle un final a su brazo, el final real, y podía sentir que su cuerpo terminaba ahí. Ese dolor no estaba, se sentía casi completo, casi un hombre entero de nuevo. Casi feliz. Y ahí estaba ella, desgarrándose a su lado.

Era injusto, pero era así. Jaime no recordaba una sensación de felicidad tan plena. Tenía sentimientos encontrados, por supuesto, pero ese momento estaba siendo realmente mágico. No sólo no sentía dolor, sentía todo lo demás. El tacto delicado de sus manos sobre el punto más desagradable de él y el aliento que se escapaba entre sus dedos transmitía su calidez por todo su cuerpo. Podía sentir ese aliento en todos los extremos de su piel, sus costillas, codos y orejas sentían su calor.

Nunca se había sentido tan conectado. Dejó caer su cabeza sobre la de ella, y se atrevió a pasar el brazo libre por su espalda. Finalmente acarició su pelo y dejó descansar su mano ahí, rozando inocentemente su cuello. Se acercó a su oído, quiso decir algo que la consolara, pero guardó silencio.

Permanecieron así hasta que Sansa y sus hombres entraron en la habitación. Ella se recompuso de un salto, enjuagó sus impresionantes ojos y en unos segundos volvía a ser la enorme torre infranqueable de siempre. Sansa la tomó amablemente del brazo y se la llevó de allí. Sus hombres le escoltaron a su –no- celda y cerraron la puerta. Él todavía estaba arrodillado, medio atontado y aturdido. Tenía el muñón empapado, las lágrimas le recorrían el brazo y no pudo evitar posar sus labios. Sabía a mar.

Pasaron días en los que sólo veía un criado que le traía comida y agua. Repetía y repetía que quería verla, que tenía que salir de ahí, pero nadie le hacía el menor de los casos. Era un prisionero sin espera de juicio, sin visitas, sin derecho alguno. Pero había un solo derecho que no se le podía negar a ningún caballero que lo solicitase, una petición que nadie podría rechazar. Cuando el próximo mozo le trajo la comida sólo necesitó compartir unas palabras. –Dile a la reina que quiero un juicio por combate. Y exijo que se celebre hoy.