Antes que nada agradezco a quienes visitan esta historia, espero que sea de su agrado, les dejo unas pequeñas observaciones antes de empezar
1. algunos de los personajes usados en esta historia pertenecen a Naoko Tekeuchi (digo algunos personajes porque otros preferí mantenerlos del original)
2. la historia no me pertenece ni es de mi autoría, la historia se llama "Intriga y Seducción" y pertenece a Jennifer Blake, no cambie nada de la historia porque me parecía una falta de respeto meter mi cuchara en una obra que a mi gusto es muy buena, sin embargo, confieso que desde que la leí podía ver reflejada a mi pareja favorita, por lo que no me pude resistir a subirla al FF
Sin más que agregar les dejo para que la lean, espero que la disfruten…
Capítulo 1
La velada de la señora Furuhata fue un éxito. A pesar del frío viento invernal que azotaba las galerías exteriores de la mansión, la creme de la creme del St. Martinville había aceptado la invitación distribuida por su mozo de cuadra. Luciendo terciopelos y brocados, rasos y sedas, los invitados se habían apiñado en los carruajes para acudir a su casa por los caminos fangosos y blanqueados por árboles cubiertos de musgo.
No eran los beaux yeux de la anfitriona lo que les atraía, eso lo sabia bien madame, sino la perspectiva de una primicia. A pesar de que habían pasado mas de diecisiete años desde que los franceses de Luisiana sé convirtieran en americanos, y a pesar de que habían gozado de la gloria de la Francia republicana mientras duro, sentían cierta fascinación por la realeza. ¿Acaso no se seguía conociendo su pequeño pueblo como Le petit Paris? ¿Y no eran muchos de ellos aristócratas emigres, o hijos de la nobleza que habían huido del terror treinta y tantos años antes? Todavía había entre ellos quienes recordaban el estrépito de las carretas que conducían a los condenados y la hoja centelleante de madame Guillotine.
Sin duda el príncipe que acababa de incorporarse a su círculo procedía de algún reino balcánico del que apenas había oído hablar nadie. No obstante, la realeza es la realeza. Era muy improbable, claro está, que el príncipe hiciera acto de presencia esa noche. ¡Mon Dieu!, La señora Furuhata hubiera enviado pregoneros para gritarlo a los cuatro vientos si se diera el caso. Aun así, se podía bailar, comer y beber; madame era famosa por sus cenas. Y tal vez alguno de los presentes hubiera visto al personaje real por el pueblo, o algún criado que conociera a los esclavos negros de la Petite Versailles, la plantación del señor de la Chaise, donde se alojaba el príncipe.
La música de violín, trompa y pianoforte era alegre, la danza ágil y la conversación, consistente en chismes y temas de interés común para las familias de la zona, estrechamente emparentadas, resultaba suave y a la vez prudente, puesto que debía ponerse gran cuidado en no ofender. Un fuego vivaz ardía en las chimeneas, en ambos extremos, calentando la larga sala con colgaduras de seda que se conseguía abriendo de par en par las puertas entre la grande salle y la Petite salle. El aire estaba impregnado de un leve olor a humo, de la mezcolanza de perfumes que usaban las damas y de la fragancia boscosa de las relucientes serpentinas verdes de zarzaparrilla que se habían utilizado para decorar man teles y puertas. El suelo pulido y brillante reflejaba el resplandor de las arañas y de los vestidos de suaves colores de las damas. Los bailarines se deslizaban de un lado a otro, las voces se alzaban y callaban, las mujeres sonreían y los hombres se inclinaban.
Una de aquellas personas no compartía la placentera excitación reinante. Serena Tsukino se mantenía al margen, con los labios finamente contorneados torcidos en una sonrisa mecánica. El resplandor de las bujías sacaba destellos de sus sedosos cabellos rubios que llevaba peinados en alto con rizos sueltos a la Belle, hacia brillar su piel inmaculada y dotaba a los pequeños puntos de las profundidades de sus ojos azules de fulgores misteriosos, casi furtivos. No le preocupaba el efecto que causaba con su virginal vestido blanco al estilo griego. Lamentaba no haber podido rehuir aquella velada.
Su tía, la señora Aino, había dicho que su actitud era estúpida. Nada hubiera podido parecer mas extraño ni provocar más comentarios que su ausencia. Además, asistir a una velada de Helene Furuhata era una oportunidad para enterarse de cuanto pudieran sobre aquel príncipe antes de que él las buscara. Era mejor conocer al enemigo.
La tía tenía razón, por supuesto, y alrededor de Serena no parecía haber nada en la cháchara y las risas afables que incitara a la preocupación. Sin embargo, Serena no estaba tranquila.
-Esta muy callada esta noche, ma chére.
Serena alzo la vista con una sonrisa en los ojos. A su lado se hallaba un joven serio de cabellos oscuros y con un bigote recortado sobre los labios carnosos. Era el hijo de la anfitriona.
-Lo sé. Tiene que perdonarme, Andrew. Tengo... tengo un ligero dolor de cabeza.
-¿Por que no lo ha dicho antes? Podríamos haber renunciado a nuestro baile. A mí me hubiera hecho igualmente feliz sentarme aquí con usted. No soy de los que necesitan un entretenimiento continuo – Andrew la miraba con una cálida expresión de inquietud y un leve rubor tenía su tez cetrina.
-Le conozco muy bien -dijo Serena con tono burlón, meneando la cabeza-. ¡Es usted tan alocado y disoluto que estoy segura de que pensará que sentarse durante un baile es lo más aburrido del mundo!
-Y yo estoy seguro de que si fuera tan disoluto usted no bailaría jamás conmigo. Un carácter semejante debe de disgustar a una mujer sensible.
-¡Que poco nos conoce! -replicó ella.
-A usted la conozco de sobra, creo, o debería, ya que prácticamente la he visto nacer. -Al ver que Serena se limitaba a sonreír, Andrew prosiguió-. ¿Tiene intención su tía de irse a Nueva Orleáns para la saison des visites este año?
-No estoy segura. No se ha hecho preparativo alguno.
-Me aburriré sin usted, aunque ella suele tenerla muy bien guardada. Si no va usted prefiero quedarme en la plantación.
-Sí -declaró ella-, ¡para mirar como brota su preciosa caña de azúcar!
-La caña es la cosecha del futuro, fíjese en lo que le digo. El índigo esta muerto. Las plagas han acabado con él y...
-¡Escuche! -Serena le interrumpió sin miramientos.
-Yo no oigo nada.
-Me ha parecido oír caballos acercándose por el camino.
-¿Quién va a venir a estas horas? Es casi la hora de la cena.
Andrew miró hacia las ventanas de la sala. Nada se veía salvo el reflejo de los bailarines a la luz de las bujías.
-Debo de haberme equivocado -dijo Serena, alejándose.
No, estaba en lo cierto. Instantes después oyeron el sonido de botas en la galería. Una corriente de aire hizo vacilar la llama de doscientas bujías cuando se abrió la puerta. Los colgantes de las arañas tintinearon con frialdad cristalina. Las cabezas se volvieron, las jóvenes contuvieron la respiración y equivocaron el paso de la cuadrilla que estaban bailando. Los hombres intercambiaron miradas con una rígida expresión en el rostro. Las viudas y solteronas alineadas contra la pared, con sus gorros de encaje, dejaron de hablar y clavaron la mirada en la puerta. Al acallarse las voces, se oyó con fuerza el arrastrar de los pies y los suaves compases de la mística.
La luz de las bujías se reflejó en los hombros de Serena cuando esta se volvió para lanzar una mirada de alarma a su tía. La señora Aino no se dio cuenta. La gruesa mujer de cabellos oscuros se hallaba sentada, erguida, aferrando con ambas manos el delicado mango de marfil de su abanico. La nariz prominente y el pronunciado labio superior le daban un aspecto de perpetuo desdén. Su negra mirada estaba fija en el hombre que había aparecido en el vano de la puerta.
El mayordomo con librea de la señora Furuhata se hizo a un lado, hinchando el pecho para el anuncio que estaba a punto de vocear.
-Su alteza real el príncipe de Rutenia, Bran duque de Auchenstein, conde Íaulken, marques de Villiot, barón...
El príncipe alzo una mano enguantada de ante blanco cortando en seco el recital de sus títulos. Fue un gesto natural, que implicaba una confianza absoluta en la obediencia instantánea. Avanzó; era una figura dominante. Las suaves ondas negras de sus cabellos esculpían su cabeza. Vestía uniforme de un blanco resplandeciente con charreteras doradas, cordón arrollado y adornado con borlas sobre un hombro, y botones dorados que sujetaban las bandas azul celeste terminadas en lazos dorados que le cruzaban el amplio pecho. Una cruz esmaltada y enjoyada de alguna orden centelleaba sobre su corazón y piedras preciosas lanzaban prismas de fuego desde la empuñadura de la espalda, que colgaba grácilmente junto a la franja dorada de su pantalón. La ventaja de su alta estatura le permitió recorrer la sala con una mirada indiferente de sus ojos zafiro que brillaban bajo unas gruesas pestañas sin perder detalle.
Tras él apareció otro hombre, y luego otro, hasta quedar flanqueado por un séquito de cinco guardias uniformados. Los encabezaba un hombre mayor de facciones desiguales y pelo muy corto entre rubio y gris. Llevaba un parche sobre un ojo y tenía el porte de un prusiano. A su espalda había otro hombre, tan alto y fornido como el príncipe, aunque algo más gordo y con una peculiar cicatriz en forma de media luna en una comisura de la boca. Le seguía un individuo delgado con aire desenvuelto, facciones aquilinas y el cabello castaño oscuro. Finalmente, había un par de gemelos con rizos castaños sobre la frente, idénticos ojos color avellana y la misma postura, la mano izquierda sobre la empuñadura de la espada y las piernas separadas.
Avanzaron como una falange, relucientes por los galones y demás adornos de sus uniformes, con movimientos tan precisos como si deshilaran. Era un cuadro magnífico, tan fuera de lugar en el pequeño salón de baile de la señora Furuhata como una bandada de pavos reales en un palomar.
La música cesó. Los bailarines se detuvieron y permanecieron inmóviles. La dueña de la casa, luciendo un vestido de terciopelo rosa con una banda de tafetán rosa bajo la alta cintura estilo imperio, se apresuró a acercarse y dijo con voz entrecortada, haciendo una profunda reverencia:
-Bienvenido a esta casa, y a Luisiana, alteza. ¡Nos hace... un gran honor! De haberlo sabido, si hubiéramos imaginado...
-Tengo el placer de dirigirme a mi anfitriona, supongo -dijo el príncipe. Le tomó la mano y se inclinó; sus labios nítidamente formados dibujaban una sonrisa absolutamente encantadora.
-Si... desde luego, alteza.
-El señor de la Chaise, que ha tenido la gran gentileza de darnos alojamiento a mis hombres y a mí durante nuestra visita a su agradable comunidad, nos ha dado a entender que a usted no le desagradaría que la visitásemos esta noche. Si se equivocaba, si somos una molestia, sólo tiene que decirlo y nos marcharemos.
-¡Oh, no! Estamos encantados de que usted y sus amigos hayan condescendido a... a venir a vernos. Habíamos oído hablar de su llegada como invitado del señor de la Chaise, pero no contábamos con...
-Agradezco profundamente su gentileza, señora -dijo el príncipe, inclinando la cabeza en un gesto que evidenciaba su deseo de cortar la conversación-. En justicia su nombre ha de ser clemencia.
Unas arrugas afearon la frente de la mujer.
-Como quiera, alteza, pero me he llamado Helene desde que nací. Y ahora, si todavía desea, permítame presentarle a mi marido.
Los rasgos del príncipe Darien de Rutenia expresaron una diversión cálida y vibrante, que se desvaneció al instante cuando se volvió hacia el señor Furuhata. Solo a medias prestaba atención a las fórmulas de cortesía mientras inspeccionaba la sala una vez más.
Serena se las había apañado para quedar cerca de su tía al acabar la música. Cuando su pareja se inclinó y se fue, Serena se acercó a la silla de su vieja tía.
-Tía Berthe -le dijo en voz baja-, ¿qué vamos a hacer?
-Nada -fue la distante respuesta-. No puede saber que Mina está aquí. Sencillamente esta husmeando en busca de un rastro.
-Entonces debe tener una suerte increíble para haberse acercado tanto -replicó Serena con cierta aspereza.
-Ha venido porque sabe que Mina nació en St. Martinville, nada más.
-¿Y ha recorrido medio mundo sólo por la remota posibilidad de que Mina haya podido acabar refugiándose aquí?
-¡No seas insolente! Serena, no me gusta oírte hablar de mi querida hija, tu prima, como si fuera una zorra a la que dan caza. No lo tolerare, ¿me oyes? Y sonríe, por amor de le bon Dieu, está mirando hacia aquí!
Era cierto. La diversión se había borrado del rostro del príncipe, dejando en el una expresión tensa y dura mientras miraba fijamente a Serena. Su rostro reflejaba furia y una voluntad implacable y amenazante. Serena permaneció inmóvil, helada la sangre en sus venas, incapaz de apartar la vista. Segundos después el príncipe se daba la vuelta y procedía a presentar a los hombres que lo acompañaban a su anfitriona.
Serena inspiró y luego dejó escapar el aire lentamente. No solía dejarse llevar por los nervios. La culpa la tenía el ajetreo del día y la noche en blanco que lo había precedido, por no hablar del humor irritable de su tía. Todo andaba revuelto desde que Mina había aparecido dos noches antes afirmando que su vida corría peligro y exigiendo que la ocultaran.
Mina, la de los cabellos de intenso color rubio y los ojos azul cielo, el mayor orgullo y alegría de su madre. Con cuantas expectativas había sido enviada a París tres años antes. Durante un año había vivido en casa de una prima lejana para pulir su educación y luego, a los diecisiete años, había sido lanzada al haut monde. Como la había echado de menos tía Berthe, conque arrobo había leído las cartas en las que su hija le hablaba de bailes, fiestas y veladas, de billet doux y de poemas dedicados a las cejas de Mina o a la blancura de su cuello. Cuántos ahorros se habían realizado para que Mina pudiera disponer de un nuevo vestido o de cintas nuevas para su gran manguito de pieles. Nada había podido igualarse a la alegría que experimentó la señora Aino al enterarse de que a su hija le hacía la corte el heredero del trono de uno de los pequeños pero prósperos reinos balcánicos. Una invitación para visitar ese palacio había exigido una frugalidad aun mayor para encargar un guardarropa apropiado para la futura novia de un príncipe. El viaje se había emprendido y Mina informó de su llegada, sana y salva. En más de una ocasión se había oído a la señora Aino susurrar por encima de su labor de costura: « Princesa Mina, princesa Mina...
Después las cartas extasiadas se habían ido espaciando y cada vez contaban menos cosas. Finalmente la correspondencia había cesado por completo. Tras varias semanas de silencio, Mina había regresado en secreto con los ojos hundidos, frenética, afirmando que Maximilian de Rutenia había muerto, que le había pegado un tiro la misma mano que había intentado matarla a ella para aparentar un acto de asesinato y suicidio. Mina había permanecido inconsciente después de que la bala la rozara, y al volver en si y encontrar a Max muerto junto a ella, había huido a Francia con premura incitada por la desesperación. Allí había vendido unos cuantos regalos de Maximilian para conseguir el dinero con que llegar a Le Havre. En este puerto se había embarcado con destino a Luisiana, temiendo siempre que la persiguiera el enemigo de Maximilian, su hermano, el hombre que se había convertido en presunto heredero.
Y ahora ese hermano se encontraba allí; inclinándose ante Serena, que daba un respingo.
-Querida mía -decía Helene Furuhata-, no huya. El príncipe ha expresado el deseo de ser presentado a usted.
El príncipe sonrió burlonamente mientras sé llevaban a cabo las presentaciones. Su mirada, de imperturbable insolencia, recorría los pequeños rizos dorados que rodeaban el rostro de Serena. Bajó luego a las suaves curvas de sus pechos apenas reveladas por el vestido de muselina blanca con cinta de color esmeralda, uno de los vestidos viejos de Mina con mangas abombadas y falda con media cola. La dulce simetría de sus formas no afectó al Príncipe, aunque pareció encantado con el leve temblor de las manos de Serena, embutidas en guantes blancos de encaje que le llegaba hasta los hombros.
-¿Baila usted el vals, señorita? -inquirió el príncipe con un tono que hizo rechinar los dientes a Serena.
La joven miró de reojo a su tía, que negó con un vigoroso meneo de cabeza.
-Lamento, alteza...
-Tonterías -exclamo la anfitriona-. ¿No la he visto bailando esta noche con mi hijo?
La señora Aino intervino con tono irritado. -Vamos, Helene, si mi sobrina no lo desea, no deberían acosarla.
-La, ma chére. De todas las jóvenes que hay aquí, estaba segura de que ella sería la que con menos probabilidad se volvería torpe a consecuencia de la timidez. ¡Que vergüenza rechazar a un Príncipe! Su petición ha de ser tomada por una orden real.
-Nosotros no somos súbditos suyos -objetó madame Aino.
-¡Pero es nuestro invitado!
-No tiene importancia -intervino el Príncipe con un destello de desafío en sus ojos azules al posarse sobre Serena-. Si mademoiselle tiene miedo, no hay más que hablar.
La irritación hizo subir el color a las mejillas de Serena.
-En absoluto -dijo.
-En ese caso... -El príncipe ofreció su brazo al tiempo que los músicos comenzaban a tocar.
¿Que otra elección tenía Serena? Todos los presentes los miraban con interés. Además, ¿no levantaría más las sospechas del príncipe si se mostraba hostil? Con una expresión de inquieta altanería en el rostro, Serena se dirigió a la pista de baile acompañada del Príncipe.
Bajo la manga en la que Serena depositó los dedos había músculos y tendones tensos y duros. La espada que colgaba al costado con hermosas cadenas era algo más que un juguete enjoyado. Cuando iniciaron la danza, Serena descubrió que el príncipe era capaz de mantener apartada la espada oscilante para evitar que se interpusiera entre ambos.
Dieron la vuelta a la sala, completamente solos. Tuvo una experiencia insoportable, puesto que el hombre que la sujetaba mantenía la vista hija en su rostro. Serena no recordaba haber sido jamás tan consciente de la mano de un hombre sobre su cintura, ni del roce del muslo contra el suyo en los giros, ni de la mera proximidad masculina en el baile.
-Serena -dijo el Príncipe con voz profunda, saboreando cada una de las sílabas-. Ese nombre hace juego con su pose de inocencia pálida y ultrajada de esta noche, pero en mi palacio la conocían como Mina.
Serena se puso rígida y alzo los párpados para enfrentarse con la mirada del Príncipe.
-¿Cómo dice?
-La felicito, lo ha hecho muy bien, pero no tengo tiempo ni ganas para resolver adivinanzas. Tengo que hablar con usted.
-Creo, alteza, que ha cometido un error -dijo ella, frunciendo el entrecejo-. Yo no soy...
-¿Creía que no iba a reconocerla? No nos han presentado nunca, es cierto, pero la he visto en compañía de mi hermano, cabalgando sola por la avenida o sentada en el teatro varias veces
-Al parecer habla usted de mi prima Mina, alteza. Dicen que me parezco mucho a ella, de lejos, pero le aseguro que yo soy Serena Tsukino.
¿Por que no había previsto esa posibilidad? De niñas, ella y Mina parecían mellizas. Serena se había ido a vivir con su tía, la esposa del hermano de su madre, cuando unas fiebres la habían privado de sus padres. Al hacerse mayor, los cabellos de Mina habían adquirido un tinte más vivo y sus maneras se habían vuelto más audaces. Algunos decían que Serena parecía la imagen especular de Mina en una habitación en penumbra, con los cabellos de un tono más claro y el azul de los ojos oscurecido por una espesa hilera de pestañas. Durante la ausencia de su prima, habían cesado las frecuentes comparaciones y Serena suponía que la semejanza había disminuido con la edad. Después de ver a su prima al cabo de los años, su opinión le pareció confirmada.
La mano del príncipe apretó la de Serena con tanta fuerza que las costuras del guante se hicieron en los dedos.
-La paciencia no es una de mis virtudes. Como decida llamarse no es cosa mía. Lo que me interesa es lo que sabe usted acerca de la muerte de mi hermano. ¡Y juro sobre las tumbas cubiertas de musgo de mis antepasados que no toleraré una negativa!
La vehemencia del tono, aunque hablaba en voz baja, la extraña elección y cadencia de las palabras del príncipe, hicieron estremecer a Serena, que de repente sintió compasión por su prima. En cuanto a ella misma, la frustración al ver que el no quería prestarle atención, y mucho menos creer en lo que ella decía, le provocó una ira creciente.
-Lamento la muerte de su hermano, pero eso no tiene nada que ver conmigo.
El príncipe tardo un momento en contestar, lapso en el que su rostro se volvió de hierro y la luz de sus ojos se hizo más brillante. Cerró más su brazo en torno a la cintura de Serena, de tal modo que la acercó más a él, mucho más de lo que permitía el decoro. Sus labios llegaron a rozar la sien de Serena cuando habló con un siseo curioso.
-¿Tiene usted idea del peligro que corre? Yo no soy Maximilian, que era todo etiqueta envarada y buena educación. Yo he seguido mi propio camino y algunos dicen que me conducirá a la condenación eterna. Puede estar segura de que la arrastraré conmigo, desnuda y sin dignidad, si es necesario para mi propósito.
Con un jadeo de sorpresa, Serena intento apartarse de él, pero la garra que la sujetaba era de acero. Serena le lanzo una rápida mirada y vio que le sonreía. Recordó entonces repentinamente una carta que Mina había enviado meses atrás. Creyendo que un día se convertiría en esposa de Maximilian, Mina se había interesado por su familia y el país en el que habría de vivir, asimismo por sus inquietudes. En aquella época se debían a la escandalosa conducta del hermano de Maximilian, un noble que hacía alarde de sus vulgares amantes en el extranjero, que disfrutaba con la compañía de ladrones y gitanos, que había matado a varios hombres en duelo y que pocas veces estaba totalmente sobrio. Su vida disoluta por toda Europa era motivo de desesperación para su hermano y de ira para su padre, el rey. Aquel hombre, Darien, que al parecer no pensaba más que en el placer y la excitación, era una desgracia para su familia y su país. Aun así, debido a su arrolladora personalidad, a su increíble audacia que despreciaba el peligro y al frenético y dulce lirismo con que se expresaba, cercano a la poesía, gozaba de la lealtad de sus partidarios y del cariño de sus compatriotas. Lo aclamaban allí donde acudiese, le llamaban el Lobo Dorado por un símbolo que llevaba en los brazos, algo que tenia que ver con un abuelo ruso, al menos eso creía Mina, aunque, por lo que ella había oído decir de aquel hombre, no veía razón por la que nadie hubiera de sentir simpatía alguna por él. Lo peor de todo era que la popularidad del príncipe Darien era mucho mayor que la de su hermano Maximilian, e incluso que la del rey.
La pista de baile se llenó. Varios de los guardas personales del príncipe habían convencido a las madres de las señoritas de que permitieran bailar a sus hijas. Serena se vio rodeada de uniformes blancos, que constituían una muralla entre ella y los demás invitados, una cortina que impedía que los demás pudieran ver con precisión el modo en que estaba siendo tratada. Serena lanzó una mirada de impotencia hacia donde se hallaba sentada su tía. La señora Aino tenía el entrecejo fruncido y los labios apretados; sus ojillos negros la condenaban con dureza. En ese momento, el hombro de un joven de cabellos oscuros que reía bloqueó su visión.
Serena respiró hondo. En las profundidades de sus ojos hubo un destello de fuego.
-Ya le he dicho que yo no sé nada. ¡El hecho de que no me crea no le da derecho a insultarme con vulgares amenazas!
-No era una amenaza, sino una promesa.
-Que difícilmente podrá cumplir aquí, en público, en una casa particular.
-Seria fatídico para usted -susurró el príncipe – que pusiera demasiada fe en esa creencia.
Se mostraba tan seguro de sí y de su capacidad para controlar la situación que Serena ardió en deseos de burlarse de él. El príncipe contempló con expresión irónica el modo en que el pecho de Serena subía y bajaba rápidamente y el color rosado que había tenido sus mejillas.
-Ahora que nos empezamos a comprender tal vez me dirá exactamente como murió mi hermano.
-¡No puedo decirle nada, porque no sé nada! ¿Cómo puedo convencerle de que nunca estuve allí?
-La vieron abandonando la casa apenas pasadas las dos de la madrugada, varias horas después de que dispararan a mi hermano en su cama. Se encontraron varios cabellos largos y dorados entre las ropas de la cama, además de una camisola bordada de seda verde que identificaron como suya. Usted estaba allí.
Serena perdió el paso y el equilibrio y tropezó con el príncipe. Este la apretó contra la dureza de los fríos botones y ornamentos de su pecho, que se clavaron en ella. Serena se retorció, tratando de apartarse de él apresuradamente, bajó los párpados y ocultó su turbación.
-Se ha cometido una terrible equivocación.
-Si, la cometió Maximilian cuando le permitió a usted regresar por última vez después de haberle pagado para que se fuera. Admito que ahora, al verla de cerca, su debilidad de carácter me resulta más comprensible.
El sentido de sus palabras era bien evidente. Mina había sido amante de Maximilian. A Serena le hubiera gustado dudarlo, pero todo encajaba demasiado bien, explicaba la reticencia de las cartas de Mina hacia el final y su pérdida del interés por el bienestar de Rutenia, así como cierto cinismo que Serena había percibido al tratar con ella en aquellos dos últimos días y las extrañas miradas que había interceptado entre su prima y su tía.
-¿Angustioso, no es cierto, que lo descubran a uno?
-Si estoy angustiada -dijo Serena con tono irritado- es porque me ha revelado algo de Mina que hubiera preferido no saber.
Sobre el rostro del príncipe se extendió una expresión glacial.
-¡Basta ya, señorita! -masculló-. O coopera conmigo o...
-Por supuesto -aceptó ella, y lanzó una furiosa bravata - ¿Quiere que hablemos sobre quien podía querer a su hermano muerto? ¿Quiere que consideremos, alteza real, a quién podía beneficiar más su muerte? ¿Quién tenía algo que ganar, riqueza, honores, una alta posición?
Su voz sé hacia oír. Con el rabillo del ojo, Serena vio que uno de los hombres del príncipe (el fornido, con el pelo color rubio platinado y una cicatriz en forma de media luna que daba un peculiar aspecto a su boca) los miraba sorprendido. El cambio en el hombre que la sujetaba también fue perceptible y, sin embargo, Serena sintió un miedo repentino que no había experimentado hasta entonces.
-Creo que después de todo será mejor una entrevista privada -dijo él, arrastrando las palabras.
-No le serviría de nada, aún cuando yo consintiera en ello, ¡cosa que no haré!
-Para los audaces, el consentimiento de una mujer es innecesario.
En la mandíbula del Príncipe se tensaron los músculos y un brillo de acero apareció en sus ojos zafiro.
-No se atrevería, no se atrevería...
-¿No? No hay medio, por sucio o deshonroso que sea, mademoiselle, que no utilizara yo para hallar al asesino de mi hermano y demostrar que no fue un suicidio, o para absolverme a los ojos de mi padre y de mi pueblo del cargo que usted ha insinuado tan delicadamente.
La música se hizo más lenta, el baile tocaba a su fin. El príncipe había aflojado su abrazo, puesto que Serena ya no se debatía, permitiéndole ampliar decorosamente la distancia entre ellos. No obstante, Serena notaba la tensión, como si él sujetara una hoja templada, doblada por la mitad. También vibraba en ella, en un leve temblor de los dedos que sostenía el príncipe entre los suyos. Serena no sabía que haría el príncipe cuando cesara la música, ni quería adivinarlo. Cuando se desvaneció la ultima nota del vals, se soltó y dio media vuelta para huir.
El príncipe se abalanzó sobre ella y la cogió rápidamente por la muñeca. Sus dedos se cerraron con una fuerza tal que hizo crujir los huesos. Serena se detuvo con el semblante blanco como el papel. Miró al hombre que la sujetaba, atravesada por el fuego azul de aquellos ojos bajo unas cejas extrañamente oblicuas.
-No debe apresurarse a abandonarme -susurró él.
-He de volver con mi tía. Ella... Todo el mundo lo encontrará extraño si no lo hago.
-Déjeles que piensen lo que quieran -replicó el príncipe, alzando el mentón.
Algo se movió cerca de Serena y de repente apareció Andrew, se inclinó y clavó su mirada oscura primero en Serena, luego en el hombre que había a su lado.
-¿Ocurre algo?
-Yo... yo le estaba explicando al príncipe la etiqueta que impera en este lugar provinciano -respondió ella. Darien de Rutenia había bajado el brazo de tal modo que las faldas de Serena tapaban la muñeca que él sujetaba.
-Estoy seguro de que estas cosas son iguales en todas partes. -El tono de su voz dejaba traslucir claramente que Andrew percibía algo raro-. Y hablando de eso lo recuerdo, Serena, que me habías prometido el próximo baile.
-Es cierto. -Serena se esforzó por sonreír y colocó la mano libre sobre el brazo de Andrew-. No hacía falta que me lo recordaras.
El príncipe podía continuar sujetándola, rebajándose así a un ignominioso tira y afloja que haría pública su persecución, o podía soltarla. Su decisión fue instantánea. La soltó y dio un paso atrás.
Serena sintió la debilidad que acompaña el alivio; su efecto fue tan intenso que no se atrevió a moverse. Lo disimuló lanzando una mirada de sonriente frialdad al príncipe.
-La hija de la señora Furuhata canta maravillosamente. Tengo entendido que nos deleitará con su voz esta noche. ¿Se quedará con nosotros?
-Creo que no. Mis hombres y yo ya hemos causado bastantes molestias. Confío, señorita, que volveremos a vernos... pronto. -Con una inclinación de cabeza hacia Andrew, el príncipe giró sobre sus talones y se alejó.
Sus guardias uniformados se pusieron firmes. Los bailarines que abandonaban la pista se separaron como hendidos por una espada y el mayordomo se apresuró a abrir la puerta. El príncipe la traspasó y desapareció de la vista.
-¡Serena, ma chere! -exclamo la señora Furuhata acercándose a toda prisa-. ¿Que le ha dicho para que se marche tan precipitadamente?
Serena volvió sus ojos azules hacia el lugar en que se hallaba sentada su tía meditabunda.
-En realidad, señora -respondió-. Bien poca cosa he dicho.
Las restantes horas de la velada fueron una dura prueba. Durante la cena Serena estuvo rodeada de chicas que se admiraban de su buena suerte al haber sido distinguida de ese modo por el príncipe y que exigían saber como había podido mantener la cabeza despejada en ese trance. En sus preguntas tenían eco las peculiaridades de anfitriona, empeñada en saber por que el príncipe había hecho caso omiso de dos altos dignatarios de la ciudad y de otras personas linajudas y había pedido que le presentaran a Serena, para marcharse después de su vals sin hablar con nadie más.
Serena respondió lo mejor que supo sin revelar nada de lo que le había comunicado el príncipe y, por tanto, tampoco que Mina había regresado. Entre las miradas curiosas y suspicaces que le lanzaban, los comentarios entre suspiros de una joven y después los de otra sobre los gallardos guardias del séquito del príncipe con los que habían bailado, mas los solícitos requerimientos de Andrew sobre el dolor de cabeza que antes había admitido tener, Serena estaba más que dispuesta a abandonar la reunión cuando tía Berthe se lo pidió.
El interrogatorio, sin embargo, no había concluido. Durante el viaje de vuelta en el carruaje, la señora Aino pidió cuentas de cada palabra pronunciada por el príncipe y cada sílaba de las respuestas de Serena. También la censuró por no haber sabido coquetear con él, ya que, sin duda, de haberlo intentado, habría podido convencerle con sus encantos para que la creyera y así proteger mejor a su prima. Con toda probabilidad Serena lo había irritado con sus cáusticas réplicas, persuadiéndolo más aún de que mentía. La señora Aino debería haber sabido que Serena lo estropearía todo. Debería haberse negado a bailar con el cómo se le había indicado; esa desobediencia no sé olvidaría fácilmente.
A las amenazas del príncipe no les concedió importancia. ¿Qué podía hacer? ¿Entrar en su casa por la fuerza? Las personas de su alcurnia no se comportaban de modo tan bárbaro. Y aunque lo intentara, tenían un criado que se lo impediría. En cuanto a que cayera sobre ella en cualquier otro lugar, la solución era bien sencilla: Serena no saldría de casa sin acompañante mientras él se hallara en las cercanías. La idea le pareció estupenda, además, porque si Mina había de permanecer prisionera en casa de su madre, necesitaría a alguien que aliviara su aburrimiento.
Serena, al entrar en la casa, sonrió sombríamente para sí cuando saludó al mayordomo con una inclinación de cabeza; aquél era el hombre del que su tía esperaba que las protegiera contra los intrusos. Un criado de pelo blanco que arrastraba los pies, atacado por la artritis, y que ocultaba un bostezo con la mano. Podía negar el paso a las visitas inoportunas, pero poca cosa más.
Cuando Serena abrió la puerta de su dormitorio, Mina arrojó a un lado la labor de aguja y se levanto del sillón orejero frente al fuego en el que había estado enroscada.
-Bueno -dijo con tono desabrido-, ya era hora. Empezaba a pensar que queríais quedaros en el baile hasta que se hiciera de día.
Serena cerró la puerta y se volvió para mirar a su prima.
-¿Que estas haciendo aquí? Creía que habías de quedarte en las habitaciones de tía Berthe para que su doncella pudiera ocuparse de ti.
-Marie no tiene conversación, y mirar el papel de ouy de las paredes, por deliciosa que sea su representación del festival de Baco, empezaba a cansarme. En resumen, me he visto atacada por el ennui.
-¿Después de dos días apenas?
-Me había acostumbrado a una vida un poco más excitante. - Mina desperezó su cuerpo flexible y voluptuoso envuelto en raso esmeralda.
-Ya me lo imagino. Si lo que ha ocurrido esta noche es un ejemplo del tipo de vida que llevabas con el príncipe, lo dejo todo para ti.- Mina se irguió bruscamente.
-¿Que quieres decir? No... ¿No será Darien? ¡No es posible que haya llegado ya!
-¿Ah, no? -El tono de Serena estaba teñido de ironía. Dando la espalda a su prima, se quitó la capa con capucha de color gris oscuro y la arrojó sobre la cama.
-Mon Dieu, y pensar que lo tenía tan cerca de mi todo este tiempo. -Mina se estremeció y se rodeó el cuerpo con los brazos-. Debería haber imaginado lo que haría en cuanto se pusiera en marcha. ¿Pero quien hubiera podido soñar que iba a esforzarse tanto? No parecía haber amor, y mucho menos simpatía, entre él y Max, y claro está, la responsabilidad de ser el siguiente en la línea de sucesión recae ahora sobre él.
-Cualesquiera que sean sus razones, ha venido. Y te compadezco.
-¿Me compadeces?
-Esta noche me ha confundido contigo.
Mina permaneció en silencio unos instantes, luego soltó una carcajada.
-¡No ha sido divertido! -exclamo Serena.
-No, perdóname. ¿Se ha mostrado desagradable? No me respondas... claro que lo ha sido, y supongo que aún lo habrá sido más cuando descubrió su error.
Serena la miró con aire enojado.
-Podría haberlo sido si hubiera conseguido que me creyera. De todas formas, no le agrado que le señalara SU error.
En ese momento se abrió la puerta y entro la señora Aino, y tras ella Marie, una francesa delgada, de edad indefinida y porte regio.
-Chèrie -dijo la señora, y la fría expresión de su rostro se disolvió en una sonrisa al dirigirse a su hija-. Me he llevado un buen susto al ver que no estabas. Supongo que Serena le habrá dicho lo que ha pasado esta noche.
-Ridículo, ¿verdad? -respondió Mina.
-A mí también me lo parece, pero yo no he sido nunca capaz de ver esa imaginaria semejanza entre vosotras.
-La cuestión es si podemos aprovecharnos de ella. - La señora Aino no intentó fingir que no entendía a su hija.
-¿Como? No veo en que puede ayudarte.
-Ni yo tampoco por el momento. Supongo que él pronto descubriría el engaño si tuviera oportunidad de hablar con ella unos cuantos minutos.
Serena, que escuchaba esta conversación con angustia creciente, acabó interrumpiéndola. -¡Si crees que me voy a hacer pasar por ti ante el príncipe, estas muy equivocada! No se sacaría nada con semejante farsa.
-Que yo no tendría que enfrentarme con él ni con su ira -señaló Mina.
-¡Pero yo sí! ¡Muchas gracias!
-Podrias alegar ignorancia de los acontecimientos de Rutenia mucho mejor que yo, querida Serena. Siempre has sabido mantener la compostura fuera cual fuera la provocación.
Serena hizo caso omiso del cumplido con el que su prima pretendía engatusarla.
-Si, no me costaría nada fingir ignorancia, puesto que nada me has contado.
-¿Es que deseabas saber algo?
-Muchas cosas -replicó Serena, sosteniendo la fría mirada de su prima-. Para empezar, por qué no me dijiste que estabas sola con el Príncipe aquella noche? ¿O quien crees que intentó dispararte?
Mina miró a su madre de reojo con expresión cautelosa.
-No me pareció necesario entrar en detalles sórdidos... Yo... yo no lo recuerdo muy bien. Ver morir a Max... y que me dispararan... En aquel momento pensé que estaba herida de muerte y me desmayé. Afortunadamente sólo fue un rasguño en el costado, una herida poco importante.
-Te felicito. ¿Alguno de los sórdidos detalles que no mencionaste tenía algo que ver con que encontraran la camisola en la cama de Maximilian?
-¡Serena! -exclamó la señora Aino-. ¡Ya es suficiente!
La doncella no pareció sorprenderse de la acusación, pero apretó los labios. En todo caso, su desaprobación parecía dirigirse hacia Serena por su falta de delicadeza.
-Pero tengo que saber en que posición me hallo exactamente -insistió Serena-, ¿no?, si es que he de fingir que soy Mina.
-Creo que estamos todas de acuerdo en que semejante cosa no será factible -replicó su tía con tono seco y el rostro impenetrable como una máscara.
En cierto modo era una victoria. Serena miró a Mina, pero no vio signo alguno de desconcierto en sus hermosos rasgos. De haber creído que había herido los sentimientos de su prima, tal vez hubiera sentido remordimientos. En realidad, era su tía la que parecía más afectada por la insinuación de una conducta escandalosa de su hija.
-Siento que Max muriera -dijo Mina de repente-. Le tenía... mucho cariño, a pesar del modo en que... del modo en que fui tratada. Sin embargo, no es cierto que hubiera un pacto de asesinato y suicidio. Fue un asesinato, ni más ni menos. El príncipe Maximilian de Rutenia no tenía la menor intención de acabar con su vida. Y puedo añadir que yo tampoco.
-¿Pero que ocurrió? -Serena no pudo resistirse a hacer la pregunta.
-No lo sé, de verdad que no lo sé. Me hallaba entre sus brazos y de pronto yacía sobre mí. Vi el destello de la pistola, sentí el golpe de la bala cuando me dio y luego... vino la oscuridad. Cuando volví en si, Max estaba muerto y yo... sólo pensé en huir.
-Con eso basta -dijo Berthe con voz estridente-. Lo que importa ahora es encontrar un lugar seguro para tí, ma there, hasta que se marche ese loco que te persigue.
-Supongo que no tengo otra opción que ocultarme aquí.
Las cejas gruesas y oscuras de madame se unieron.
-No lo creo. He estado media hora pensándolo con detenimiento. Has de encontrar un lugar seguro y libre de chismorreos maliciosos, pero que no esté a excesiva distancia para que pueda mantenerme informada sobre tí. Hace un momento, en mi habitacion, Marie acaba de hacerme una sugerencia.
-¿Sí?
-La Escuela Convento de Nuestras Hermanas.
-¡No lo dirás en serio! -exclamó Mina, enarcando las cejas.
-No he hablado más en serio en toda mi vida. Las monjas te acogerán y tendrás acceso a la clausura. Pocos son los que osarían irrumpir en un recinto sagrado.
-¡No conoces a Darien!
-Ni ganas -replicó la madre de Mina-. Sin embargo, no pienso demostrarlo. Cuando estés bien oculta y a salvo, abriremos las puertas de nuestra casa y le invitaremos a que la registre, e interrogue a los criados. Nadie sabe que estas aquí salvo Serena, Marie y yo, así que no correremos ningún riesgo.
-Mucha gente me verá dirigirme al convento -observó Mina con tono mordaz.
-No si tomas el camino del bosque y por la noche.
-¿Pretendes que me meta en el bosque... de noche? -La hija miraba a la madre con incredulidad.
-Eso mismo. Esta noche, además, Serena te acompañará.
-¡Que valiente! -Sus palabras estaban llenas de sarcasmo.
-Hay un camino que ella conoce muy bien, pues en los últimos años lo recorrido en numerosas ocasiones para completar su educación con las monjas y ayudarles con las muchachas más jóvenes. Cuando lleguéis, ella puede despertar a la madre superiora y hablarle. A Serena le tienen mucho aprecio las monjas y no le costará mucho persuadir a la madre Setsuna.
-Estoy muy agradecida, ¡pero no tengo ni pizca de ganas de encerrarme en un convento! -Mina se dio la vuelta con un revoloteo de faldas.
Su madre se acercó y la tocó en un hombro.
-Solo es una escuela, no es un convento para novicias, como bien sabes. Es un refugio que no puedes permitir el lujo de rechazar. Vamos, Marie te ayudará a vestirte y te peinará. No será tan malo, ya verás.
-Rezos interminables y un sayal por vestido -fue la agria respuesta-. ¡Sin duda creerás que la experiencia será beneficiosa para mí!
-Yo no he dicho nada de eso. Sólo pienso en tu seguridad, queridísima hija.
Serena les dio la espalda, se quitó los guantes y buscó unos zapatos más resistentes, mientras la doncella se acercaba a su prima, murmurando palabras de ánimo y de cariño. La seguridad de Serena no era importante, eso quedaba bien claro. Desde luego ella no corría autentico peligro como Mina. Si volvía a encontrarse con el príncipe balcánico, debía hacerle comprender quien era ella en realidad. Aun así, hubiera sido agradable que se mostrara alguna preocupación, algún signo de que las otras mujeres presentes en la habitación comprendían el riesgo al que se exponía, que pusieran de manifiesto que les importaba. Podría haber bastado incluso con que lo fingieran.
Pobre Sere, después de la presión en el baile, parece que nadie la quiere… ¿Qué pasará ahora?
