Disclaimer: Ni la historia de Inuyasha ni sus personajes me pertenecen, son de Rumiko Takahashi. Este fanfic está hecho sin ánimo de lucro.
AMAR Y MORIR EN SHIKON
18 de Junio
El castillo en lo alto de la colina
Todas las casas eran iguales en el pequeño pueblo de Shikon. Todas se componían de lo mismo: porche, dos plantas y un ático, y un pequeño jardín que rodeaba a la casa por tres lados. Cada una era igual a la anterior, lo que hacía bastante difícil saber en qué calle te encontrabas a no ser que hubieras nacido y vivido toda tu vida allí. Shikon era como uno de esos barrios residenciales que se encontraban en la periferia de Tokyo (en realidad era más pequeño), sólo que no formaba parte de la metrópolis de Tokyo. No era que estuviera muy lejos, a poco más de media hora en coche, pero parecía que estuvieran a galaxias de distancia. A Shikon no llegaban el ruido, la polución, la contaminación lumínica o el estrés de la gran ciudad.
En Shikon la gente se saludaba amigablemente cuando se cruzaban en la calle, pedían disculpas si se chocaban accidentalmente y los jóvenes ayudaban a los más mayores a llevar las bolsas de la compra o a cruzar la calle. Casi no había tráfico, el aire que se respiraba era limpio y puro, y la delincuencia parecía cosa de otro siglo o de otro planeta. De hecho, la pequeña comisaría estaba prácticamente desierta la mayor parte del tiempo y si querías encontrar al jefe de policía Kishaba tenías que ir al bar del viejo Sanjo, que era el único lugar del pueblo en el que podías beber sake a cualquier hora del día.
Los habitantes de Shikon no se habían molestado nunca en aprenderse los nombres de las calles, a pesar de que no había tantos nombres que memorizar, sino que llamaban a cada calle según el negocio que hubiera en ella: la calle del supermercado, la calle del taller mecánico, la calle de la peluquería o la calle del ayuntamiento. En Shikon tampoco había secretos, todos se conocían y todos sabían lo que hacían sus vecinos y, como en cualquier lugar donde hubiera una lenta conexión a Internet o una televisión que sólo sintonizaba cuatro canales, el deporte que más se practicaba era el del cotilleo.
En realidad, Shikon no se diferenciaba mucho de cualquier otro pueblo pequeño… excepto por el castillo encantado.
El castillo Taisho llevaba allí desde mucho antes de que Shikon fuera tan sólo una aldea formada por unos cuantos desertores de las guerras feudales y sus esposas. Tenía más de cinco siglos de antigüedad y había atraído a muchos curiosos al pueblo a los largo de los años pero nunca nadie había conseguido entrar. Nadie a excepción de Kaede, Myoga y Totosai, las tres personas más viejas del pueblo, que habían sido contratados por el dueño del castillo para su cuidado, aunque nadie sabía muy bien cómo lo había hecho para contratarlos. Según los habitantes de Shikon, ese hombre vivía como un ermitaño, nunca nadie lo había visto en persona, todos creían que no había salido del castillo jamás, nadie había oído nunca su nombre ni sabían que edad podría tener, y nadie se había atrevido nunca a entrar para averiguarlo. El castillo era imponente y su posición estratégica en lo alto de una colina hacía que dominara la vista desde cualquier punto del pueblo, pero desprendía una especie de aura que te advertía que lo mejor que podías hacer era mantenerte alejado. El castillo Taisho y su habitante eran el único misterio que los habitantes de Shikon no habían conseguido resolver.
La otra gran atracción de Shikon, y lo que hacía interesantes los veranos y atraía a los turistas, era el lago. La familia Hojo, la familia más importante del pueblo y la más rica, lo habían aprovechado para hacer de Shikon un punto de referencia para todo amante del turismo rural. Todos los veranos organizaban campamentos infantiles y hacían juegos y fogatas nocturnas a la orilla del lago, poseían el único hotel del pueblo y habían construido cabañas en el interior del bosque que rodeaba el lago para aquellas personas tan cansadas de la cuidad que no querían tener que ver ni un trozo de asfalto durante sus vacaciones. El señor Hojo, era además el alcalde del pueblo y poseía otros negocios importantes como un restaurante, una cafetería/heladería, la única sala de cine, en la que se proyectaban películas americanas de los años 50 (si querías ver cine del siglo XXI tenías que ir a la tienda de prensa y revistas, que también servía de videoclub y de tienda de golosinas, y alquilar la película), y las tiendas de ropa y calzado. Y todos estos negocios prosperaban a pesar de lo poco original de sus nombres. Los Hojo habían bautizado a todos sus negocios con el nombre «Four Souls»: Campamento Four Souls, Hotel Four Souls, Restaurante Four Souls o Cine Four Souls.
En conjunto, Shikon era un buen lugar para vivir, casi una utopía, pero aún así Kagome Higurashi contaba los días que le quedaban para salir de allí. 365 días más y sería libre.
—¡Buenos días! —canturreó Kagome entrando a la cocina dónde su familia desayunaba—. ¿No hace un día espléndido?
Sí que lo hacía. El sol brillaba con intensidad, el cielo estaba azul, los pájaros cantaban y hacía calor, lo que lo hacía un día perfecto para ir a darse un baño al lago.
—Te veo contenta, hermana —murmuró su hermano pequeño, Sota, mientras tragaba un poco de arroz.
—¡Por supuesto que estoy contenta! —exclamó Kagome con una gran sonrisa—. ¿No sabes qué día es hoy?
—¡Sí! ¡Hoy es el primer día de las vacaciones de verano! —gritó Sota con emoción.
—¿No se te olvida algo, hermanito? —preguntó la chica con los dientes apretados. No había sido esa la respuesta que había esperado de su hermano.
—¡Feliz cumpleaños, cariño! —dijo su madre, dándole un gran abrazo, evitando así cualquier posibilidad de que sus hijos comenzaran una discusión.
—Gracias, mamá.
—Feliz cumpleaños, Kagome.
—Gracias, abuelo —Kagome se volvió entonces a su hermano—. Sota —canturreó—, ¿no tienes algo que darme? —preguntó señalándose la mejilla izquierda con el dedo índice.
Sota se hundió en su asiento poniéndose rojo como un tomate.
—No me hagas hacerlo —pidió.
—Ya lo creo que sí.
—Ya soy mayorcito para esas cosas.
—¡Por eso mismo! —sonrió Kagome—. Es el deber de toda hermana mayor torturar a su hermano de 12 años.
—Eres cruel —gruñó el chico, pero aún así se incorporó y le dio un rápido beso a su hermana en la mejilla—. Feliz cumpleaños.
—Gracias, Sota —respondió la chica sonriendo ampliamente.
—¿Te quedas a desayunar? —le preguntó su madre mientras le servía té al abuelo.
—No. Hoy empieza el verano y, por tanto, empieza mi rutina veraniega. ¡Hasta luego, familia! —se despidió mientras salía por la puerta de la cocina—. Y por cierto —añadió volviéndose rápidamente—, no creáis que me olvido de que me debéis unos regalos de cumpleaños.
Kagome salió de su casa y se dirigió hacia su bici. Le quitó el candado y salió a la calle. Hacía bastante calor para ser sólo junio. Si ya empezaban a apretar las temperaturas, no quería ni imaginarse como estarían en agosto. Eso la hizo pensar en todas las actividades que podría hacer en el lago con los niños del campamento. Trabajar en el campamento era una de las actividades que conformaban su rutina veraniega, pero la primera, con la que empezaba el día, era desayunar con su mejor amiga Sango, y hacia allí se dirigía en aquel momento.
—¡Kagome! ¡Kagome!
Con aquellos gritos sacándola de sus pensamientos, Kagome paró y miró por encima del hombro para ver quién la llamaba. Era el viejo señor Saya, desde la puerta de la oficina de correos. El señor Saya era la cuarta persona más anciana del pueblo y apenas podía moverse. Había trabajado toda su vida de cartero y pensaba morir trabajando, a pesar de que sus piernas ya no funcionaban y tenía que moverse en silla de ruedas. Por esa razón, si querías obtener tu correspondencia tenías que ir hasta la oficina a recogerla. Y todos en Shikon sabían que si le permitían aquel capricho al viejo Saya era porque su hija estaba casada con el señor Hojo, el alcalde.
—¿Qué ocurre, señor Saya? —preguntó la chica, dejando su bici fuera y entrando en la oficina.
La oficina de correos era una diminuta habitación con un mostrador y una estantería pegada a la pared del fondo llena de huecos dónde el señor Saya archivaba la correspondencia de todos los vecinos del pueblo.
—Necesito que lleves este paquete al castillo Taisho —respondió dejando encima del mostrador un paquete del tamaño de una caja de zapatos envuelto en papel de estraza.
Kagome pasó su mirada incrédula del viejo al paquete, y del paquete al viejo.
—¿Yo? —preguntó con voz chillona, señalándose a sí misma con un dedo.
—Si, tú. ¿Acaso hay otra Kagome por aquí? —respondió con sarcasmo.
Puede que el viejo Saya no pudiera levantarse de la silla de ruedas sin ayuda, pero su lengua estaba perfectamente sana y tan afilada como en su juventud.
—¿Al castillo encantado?
—No está encantado. Creía que eras una chica lista, Kagome, ¿de verdad te crees esos cuentos de viejas?
Kagome se refrenó de responder con algo sarcástico. Estaba absolutamente segura de que algunos de esos "cuentos de viejas" los había difundido él.
—Creía que de eso se encargaba Kaede —dijo saliendo por fin de su estupor.
Otra de las cosas que todos en el pueblo sabían era que todos los meses llegaba a la oficina de correos un paquete para el hombre que vivía en el castillo. Y todos sabían que Kaede lo recogía puntualmente todos los meses para entregárselo.
—Sí, pero hoy el camión de correos ha llegado más tarde de lo habitual y Kaede se ha ido al castillo antes de que tuviera el paquete. Sabes que ya no vuelve al pueblo hasta la noche, y es muy importante que este paquete llegue a su destino hoy, lo antes posible.
—¿Pero por qué me lo pide a mí? ¿Por qué no se lo pide a su nieto?
—Porque mi nieto no está por aquí ahora mismo y tú sí, y tienes tu bicicleta. Además vas a ser la futura señora Hojo y ya eres de mi familia. Confío en ti —respondió Saya con una sonrisa juguetona que a Kagome le puso los pelos de punta.
Kagome había empezado a salir un par de meses antes con Hojo, nieto del viejo Saya e hijo del alcalde Hojo, y todos en el pueblo daban por hecho que la chica no iba a dejar escapar a semejante partidazo y que se convertiría en la siguiente señora Hojo. Pero se equivocaban. Kagome no pensaba quedarse en el pueblo para casarse con Hojo y parir al próximo alcalde de Shikon.
—Venga, llévalo cuanto antes —ordenó el viejo empujando el paquete en su dirección. Después le dio la vuelta a su silla de ruedas y se puso a ordenar la correspondencia de Shikon, dando por terminada la conversación.
Kagome suspiró, dándose por vencida. Cogió el paquete y salió de la oficina.
—Creía que el señor Saya había dicho que era urgente entregarlo —dijo Sango mirando divertida a su amiga.
—Sí —murmuró Kagome.
Kagome había ido directamente de la oficina de correos a la cafetería Four Souls, dónde había quedado para desayunar con Sango. Su amiga ya estaba esperándola cuando ella llegó, sentada en su mesa habitual justo al lado del ventanal. Le había contado rápidamente la historia y desde entonces se había dedicado a mirar fijamente con el ceño fruncido el paquete que había dejado encima de la mesa, medio esperando que de repente se abriera solo y salieran de él todos los males de la humanidad.
—¿Se puede saber qué te pasa, Kagome? —le preguntó Sango, perdiendo un poco la paciencia.
Kagome la miró. Sango era su mejor amiga desde siempre. Era un año mayor que ella y, por tanto, no iban juntas a clase pero vivían en la misma calle. También era la chica más guapa del pueblo, con su larga melena color castaño oscuro y sus cálidos ojos marrones, pero ella no parecía darse cuenta de su belleza y eso la hacía más bella aún. Kagome no podía recordar un momento de su vida en el que no estuviera Sango. Juntas habían soñado con el día en el que se graduarían en el instituto y podrían irse del pueblo. Pero la tragedia había llegado a la vida de Sango y había truncado ese sueño en particular.
Sango se había graduado ese año y si todo hubiera sido como debería, se habría ido a estudiar Magisterio en la Universidad de Tokyo. Pero tres años atrás, los padres de Sango habían muerto en un accidente de coche, dejándola como única responsable de su hermano pequeño, Kohaku, que ahora tenía 15 años. Por tanto, Sango seguiría atrapada en Shikon al menos otros tres años, hasta que su hermano fuera mayor de edad. Pero Kagome sabía la verdad, Sango jamás abandonaría a Kohaku, se había quedado atrapada en el pueblo para siempre.
Cada vez que Kagome la miraba, no podía evitar que la invadiera la ansiedad. Sí, Sango ahora parecía feliz y lo que le había pasado había sido una tragedia inesperada que nadie había podido evitar, pero no quería que le ocurriera lo mismo. No quería quedarse atrapada en un pueblo que parecía un agujero negro: lo absorbía todo y no dejaba escapar nada. Había soñado toda su vida con salir de allí, con vivir en la ciudad, estudiar Medicina y hacer algo importante en la vida. Y estaba totalmente determinada a conseguirlo.
—¿Qué pasa? ¿Te da miedo ir al castillo encantado? —la voz burlona de Sango la sacó de sus pensamientos.
—No es eso. Es que… —Kagome no sabía muy bien cómo explicarse—. Es que nadie, jamás, ha entrado en ese castillo… bueno, nadie excepto los ancianos —se corrigió. «Los ancianos» era la manera en que todo el mundo se refería a Kaede, Myoga y Totosai, las únicas personas con permiso para entrar en el castillo—, y si yo entro allí, y descubro que todo es normal y que no hay ninguna maldición, sería como echar abajo un mito. Imagínatelo, Shikon ya no sería famoso por tener un auténtico castillo encantado.
—Nadie cree que Shikon tenga un "auténtico castillo encantado" —repuso Sango, haciendo las comillas con los dedos. Kagome resopló—. Pero entiendo lo que quieres decir. Si entras en ese castillo y sales viva y sin un solo rasguño mucha gente se llevará una decepción.
—Gracias por tu comprensión —dijo Kagome con sarcasmo.
—¡Las dos chicas más bellas de todo Shikon! —exclamó una voz masculina a sus espaldas—. Os he visto por la ventana y no he podido evitar entrar a saludaros.
—¿"Las dos chicas más bellas de todo Shikon"? —se burló Kagome—. Eso no es decir mucho teniendo en cuenta nuestra población, ¿no crees, Miroku?
Si había alguien del género masculino del que Kagome pudiera decir sinceramente que era su amigo, ése era Miroku. Era dos años mayor que ella, alto y guapísimo. Tenía el pelo negro lo suficientemente largo como para recogérselo en una pequeña coleta y los ojos de un característico color azul oscuro. También disfrutaba a rabiar coqueteando con las chicas y metiéndoles mano. De hecho, llevaba coqueteando con indecisión con Sango desde que ella había cumplido los 15 y los chicos habían empezado a fijarse en ella. Aunque Kagome se había dado cuenta de que Miroku se comportaba de manera distinta con Sango que con el resto de las chicas. Sí, intentaba meterle mano cada vez que podía igual que con las demás, pero nunca le había pedido una cita, y eso que se lo había pedido a todas las chicas que estuvieran entre los 15 y los 30 años incluyendo a las turistas que llegaban en verano. Bueno, a Kagome nunca le había pedido una cita tampoco pero eso era porque eran casi como hermanos y ninguno de los dos se sentía cómodo con la idea de salir juntos. Pero con Sango se mostraba contenido, como si tuviera miedo de cometer un error. Había algo entre ellos. El problema era que se portaban como niños y ninguno se atrevía a reconocerlo en voz alta.
—Me partes el corazón, Kagome —dijo Miroku, llevándose una mano al pecho—. Mi cumplido era sincero.
—Entonces lo acepto —respondió la chica, inclinando la cabeza.
—Por cierto, feliz cumpleaños.
—Gracias.
—¿Qué es eso? —preguntó el chico, señalando el paquete encima de la mesa con un movimiento de su cabeza—. ¿Un regalo de cumpleaños?
—No. Es material radioactivo. Te sugiero que no lo toques.
Sin hacer caso de su sarcasmo, Miroku se asomó por encima de su hombro.
—Castillo Taisho —leyó en la etiqueta pegada en el papel de estraza—. ¿Es lo que creo que es? —medio gritó, por el asombro.
—Sí —respondió Sango por ella—. Pero no necesitamos que el resto del pueblo se entere.
—¿Por qué tienes tú eso? —inquirió, y luego miró el paquete como si realmente fuera material radioactivo.
—El viejo Saya me ha pedido que lo entregue —contestó Kagome.
—¿Tú?
—Sí.
—¿En el castillo encantado?
—Sí.
—Vaya —murmuró Miroku dejándose caer en una silla—. No me gustaría estar en tu pellejo ahora mismo, Kagome.
—Ni a mí —suspiró Kagome, hundiéndose en su silla.
—¡Vamos, chicos! ¿A qué viene tanto miedo? Sólo es un castillo. Los ancianos suben allí todos los días y nunca les ha pasado nada —exclamó Sango, perdida ya toda paciencia.
—Ya, pero los ancianos son los ancianos, y nosotros somos simples mortales —repuso Miroku.
Sango puso los ojos en blanco.
—Bueno, me encantaría seguir manteniendo esta estúpida conversación pero tengo que ir a trabajar —dijo Sango levantándose de su silla.
—Sí, y yo tengo un paquete que entregar —añadió Kagome levantándose también.
—¿Nos vemos esta tarde en tu fiesta de cumpleaños? —preguntó Sango.
—Sí —suspiró Kagome—. Si no aparezco, decidle al jefe Kishaba que me vieron por última vez en el castillo encantado.
Kagome se bajó de su bicicleta y se acercó lentamente al arco. Como todos los castillos feudales, al castillo Taisho lo rodeaba una muralla, y el único acceso era el arco delante de la puerta principal. Kagome apoyó la bici en la muralla y cogió el paquete de la cesta. Cruzó el arco y se encontró en el pequeño patio delantero. Probablemente habría otro patio interior, justo en el centro del castillo, pero Kagome no pensaba llegar tan lejos como para averiguarlo. Su plan era llamar a la puerta y entregarle el paquete a Kaede, o al menos esperaba que fuera la anciana quién le abriera la puerta.
Kagome atravesó el patio y se dirigió hasta el único signo de modernidad que parecía haber en aquel castillo: la puerta. Era enorme, de madera maciza y tenía aldaba, cerradura y picaporte, como la puerta de su propia casa. Normalmente las puertas de los castillos feudales eran correderas pero supuso que no eran una buena idea si querías evitar que te robaran. «Como si alguien fuera a entrar en el castillo encantado sin permiso», pensó la chica con nerviosismo. Había agarrado la aldaba para llamar cuando se dio cuenta de que en realidad la puerta no estaba cerrada, sino que estaba entornada. Kagome respiró hondo armándose de valor y empujó la puerta.
Se encontró con un gran espacio vacío, o al menos se imaginó que estaba vacío porque estaba tan oscuro que no podía ver nada. La única luz provenía de la puerta abierta tras ella y de dos pequeños haces a su izquierda y a su derecha, Kagome supuso que serían puertas correderas que llevaban a otras habitaciones del castillo, pero aún así era incapaz de ver lo que había al fondo de la sala.
—¿Hola? ¿Kaede? —llamó, y esperó un momento pero nadie le contestó—. Traigo un paquete —dijo un poco más fuerte, pero tampoco hubo respuesta—. ¿Dueño del castillo encantado? ¿Alguien? —volvió a probar.
Se estaba poniendo más nerviosa por momentos. Tanta oscuridad y tanto silencio le estaban poniendo los pelos de punta.
Se dirigió hacia la puerta de su izquierda, que era la que le quedaba más cerca, pues tal vez Kaede estaba al otro lado del castillo y no podía oírla. Fue entonces cuando le llegó un sonido del fondo de la sala. Era un ruido bajo y constante, como un silbido… no, era un gruñido, como el de un perro. Kagome se giró hacia el lugar de dónde procedía el gruñido y se encontró mirando directamente a un par de brillantes ojos dorados. A lo largo de su vida, Kagome había oído muchísimos cuentos, rumores e historias sobre el castillo Taisho, pero nunca, en ninguna de esas historias, había oído que el loco del castillo encantado tuviera un perro guardián.
—Vale, me largo —murmuró para sí misma, dejando caer el paquete al suelo.
Corrió hasta la puerta principal, salió, la cerró de un portazo tras ella y siguió hasta que estuvo fuera de la muralla. Allí se paró para recuperar el aliento y para recuperarse del susto, dicho sea de paso.
—¿Kagome?
Sobresaltada, Kagome levantó la mirada hasta la voz que la había llamado.
—Miroku —suspiró aliviada—. ¿Qué haces aquí?
—¿Creías que te iba a dejar sola en tu excursión al castillo encantado? Te he seguido para ver si estabas bien.
—Gracias —dijo de todo corazón.
—¿Estás bien? —le preguntó el chico. Parecía preocupado.
—Sí, bueno… —Kagome no pudo evitar volver la vista atrás, hasta la puerta del castillo—. Creo que mi imaginación me ha jugado una mala pasada.
—Entiendo —murmuró Miroku, y por un momento le pareció que entendía de verdad—. ¿Has conseguido entregar el paquete entonces?
—Más o menos —respondió la chica—. No había nadie así que lo he dejado en el suelo.
—Vamos, te acompaño hasta el pueblo.
—Gracias.
Kagome corrió hasta la muralla para coger su bici y, tras echar un último vistazo al castillo, se apresuró para ponerse al lado de su amigo.
Vuelvo a publicar esta historia. La subí hace un tiempo con otro título pero la borré poco después porque decidí que quería hacer otra cosa con ella que no llegué a hacer. Pero la he vuelto a leer y me he dado cuenta de que me gusta como está y que quiero seguirla. Así pues, aquí la tenéis.
¡Espero que os guste!
