Título: Broken memories. Capítulo 1: Fragile as a dream.
Rating: PG-13.
Pareja: Boone/Shannon.
Resumen: En la danza, Shannon se volvía esforzada, tenaz, perseverante; todo lo que no era en la vida real. Entregaba hasta la última célula de su cuerpo y bailaba hasta que las puntas de sus pies se agrietaban y sangraban y el constante alfileteo de las agujetas la atravesaba de arriba abajo.
Advertencias: puede contener spoilers.
Disclaimer: ninguno de los personajes de Lost, ni la serie, me pertenecen, lo cual es una pena
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Boone recuerda la primera vez que la vio bailar, y lo maravillado que se quedó.
Contrariamente a lo esperado, había sido invitado. A veces –la mayoría de las veces-, Boone tenía la sensación de que Shannon lo quería sólo como hombro en el que llorar o comprensivo hermanastro mayor al que pedir dinero cuando estaba en números rojos. Pero entonces la veía aparecer contoneándose y sonriendo y el tiempo se congelaba mientras le extendía una invitación formal para que la fuera a ver al Teatro de Danza, y sus pensamientos sobre lo interesada o no que era se disipaban como por arte de magia.
Así que, esa tarde, Boone pasó un cuarto de hora frente al espejo haciendo y deshaciendo el nudo de la corbata que se había comprado especialmente para la ocasión. Era una corbata preciosa, pensaba, de seda roja agradablemente suave al tacto. Seguramente no tan suave como la piel de Shannon, pero eso era harina de otro costal.
Cuando por fin quedó satisfecho con el nudo, Sabrina ya lo llamaba a voces desde el piso inferior. Boone lanzó una última mirada apresurada a su reflejo y se peinó por enésima vez, y luego bajó las escaleras a toda prisa y se metió en el coche de su madre, que conducía lentamente y no parecía tener muchas ganas de llegar.
Dado que eran familiares de una de las bailarinas, lograron hacerse con un asiento en segunda fila relativamente centrado. Boone ni siquiera tuvo tiempo de maravillarse de lo enorme que era el teatro antes de que las luces se apagaran, para ser sustituidas por unos tenues focos que barrían el escenario a intervalos irregulares.
Las primeras y envolventes notas de El Lago de los Cisnescomenzaron a surgir de los altavoces mientras el retablo empezaba a llenarse de bailarinas cuyos pies parecían ir a romperse de un momento a otro.
A Boone le llevó un tiempo encontrar a Shannon y, cuando por fin lo hizo, se preguntó por qué no había llamado su atención antes. Llevaba el cabello rubio, normalmente suelto y ondeante alrededor de los finos rasgos, recogido en un severo moño que le echaba un par de años encima, y su piel parecía tersa e ilusoria bajo aquella surrealista iluminación.
No tuvo más que mirarla durante dos segundos para darse cuenta de que ponía cuerpo y alma en lo que hacía. Su delicada silueta, frágil como un sueño, evolucionaba de un lado a otro, deteniéndose sobre las puntas, realizando un giro perfecto de ciento ochenta grados y finalmente deslizándose por el suelo hasta quedar clavada e inamovible sobre la madera, sujeta sólo por la cara interior de los muslos mientras los brazos describían un arco sublime en el aire.
Tampoco le hizo falta consultar el programa para saber que no había sido elegida para representar a Odette, la protagonista. Boone la había escuchado llorar noches enteras en la habitación de al lado, y sin embargo su rostro no dejaba traslucir ni un ápice de la frustración y la decepción que habían hecho presa en ella durante días.
En la danza, Shannon se volvía esforzada, tenaz, perseverante; todo lo que no era en la vida real. Entregaba hasta la última célula de su cuerpo y bailaba hasta que las puntas de sus pies se agrietaban y sangraban y el constante alfileteo de las agujetas la atravesaba de arriba abajo. En su expresión no se filtraba ni la más leve muestra de dolor: ni una arruga en la frente, ni un fruncimiento de labios, nada. Sólo seguía bailando al compás de la música, cerraba los ojos y, de pronto, el hecho de que no la hubieran nombrado Odette no importaba.
Boone deseó, mientras el público estallaba en aplausos y las bailarinas se alineaban para saludar graciosamente, que no existiera la segunda Shannon, esa fachada construida poco a poco pero con el mismo tesón que ponía en la danza a base de rímel, autobronceador y zapatos de tacón. Que sólo existiera la primera, la que repetía incansablemente los ejercicios, una y otra vez, hasta romper las punteras, porque entonces quizás, sólo quizás, podría ser suya.
