Para los que no me conozcan, y para todos en general: Hola, soy Bou y esta vez estoy probando a escribir algo sobre una pareja que me ha resultado muy interesante para desarrollar la idea que me vino a la mente.

Para los que ya me conozcan: ... ¡Lo siento! Sí, Ya sé que tengo muchas historias empezadas, pero no pude resistirme a plasmar esta idea que llevaba en mi cabeza un tiempo. ¿Me perdonáis?... ¿Sí?... ¿Por favor? Me intrigó hacer algo de esta pareja, además de una historia más adulta. Me haría muy feliz que siguierais esta historia también. Creo que la culpa la tiene toda esta música francesa que escucho últimamente, lo juro. En un principio está pensada para tener unos siete capítulos, igual se acorta o se alarga, pero no qiuero que sea muy larga (aunque sí algo profunda). Si nos situamos, estamos en el año 1938. El título viene de la canción del mismo nombre de Edith Piaf, una gran cantante donde las haya. El estilo es novelesco, al más puro estilo Bou, pero sin ser tan denso como en el del Edelweiss *risas*. Espero que disfrutéis de la lectura.

Disclaimer: Hetalia y sus personajes son propiedad de Hidekaz Himaruya. La idea de esta historia salió sólo de mí.


La Foule

Capítulo Primero

París. Una ciudad con un encanto particular. Abierta a todos, siempre abrazó a cada habitante, imbuyéndolo en su calor personal e inimitable. Ya pasada la guerra, durante esos locos años veinte, había permanecido continuamente en boca de muchos vividores, bohemios y no extintos románticos; todos eran bienvenidos, invitados a ese mundo de color. Aunque pudiera resultar sorprendente, nada de eso aparentaba haberse perdido a pesar del tenso ambiente político que parecía estar viviéndose en la época presente. El calor, el olor a pan recién hecho, el arrullo del Sena, la iluminada Torre Eiffel... la misma ciudad parecía mecer los sueños de la gente con gentileza, filtrándose amigablemente por todos los sentidos y animándolos a seguir adelante. Y el amor... ¡Oh, el amor! Así era, para la gran mayoría del mundo, la bella y bohemia París, ciudad del amor.

Claro que no era París, para otros, más que un cliché idealizado. Para Francis Bonnefoy París no había resultado ser más que una ciudad ruidosa y gris, aunque probablemente (y él lo sabía bien) esta idea nació de la desidia de haber tenido que llegar a ella obligado por algo tan simple como lo era un trabajo que no le producía más que tedio. ¿Cuándo había perdido él el entusiasmo por este último? Recordaba que, cuando comenzó en el maravilloso mundo de la fotografía, soñaba ardorosamente con visitar la capital, tan llena de romance y arte en cada esquina. Recordaba frustrado, alargando inconscientemente el trayecto de vuelta a casa, que hubo una época en la que creía haber sido o haberse sentido, valientemente, dueño de su propia vida. Se había enamorado, también. Había amado, a su vez, su trabajo, un empleo artístico sin igual que le permitiría exponer su visión del mundo, imágenes que nadie había visto y quizás, también, su propio arte. Podría incluso mostrar a ese mismo mundo imágenes de una realidad que tantos tratan siempre de ocultar. En algún punto, parecía que todas aquellas aspiraciones se habían desvanecido, dejando en su lugar algo similar a una espesa bruma en el corazón del buen francés. Monotonía, rutina, obviedad, deber... Todo ello se había ido acumulando con el paso del tiempo. Ahora, era él esclavo de esa vida.

Expulsó con parsimonia y lentitud el humo del tabaco, deteniendo incluso su caminar para ello. Con el humo quiso también deshacerse de los malos pensamientos, espantarlos de su mente dejando que volaran al cielo gris. Como si su deseo hubiere sido escuchado, unas al principio finas y después más intensas gotas comenzaron a mojar su rostro. Quedó quieto dejando que la lluvia mojase con suavidad su cara, bajando la mano con el cigarro y cubriéndolo instintivamente para que éste no se apagara. Sentíase completamente ajeno a las gentes que, a su alrededor, corrían en busca de soportales y techados para protegerse del agua, que cubrían sus cabezas con los maletines de sus respectivos empleos, que caminaban huraños y recogidos bajo sus paraguas. Deseó, por una vez, que la ciudad cumpliera con su leyenda y apareciese alguien para rescatarlo de esa desidia; tal cosa, por supuesto, no ocurrió.

Cuando las hebras de cabello rubio comenzaron a pegársele al rostro, se dio repentina cuenta de lo empapado que estaba. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí parado? Maldijo para sus adentros. No podía volver así a casa, más teniendo en cuenta que carecía de nada con que guarecerse y que la lluvia no parecía ir a amainar, sino todo lo contrario. Lo mejor sería buscar un bar, café o lugar en el que resguardarse hasta que la inminente tormenta pasara volviendo a sumir las calles en su habitual y alegre bullicio.

Le surgió, de pronto, un problema: en su distraído caminar, no había puesto atención ninguna de la dirección que había ido tomando y se encontraba, ahora, perdido. Miró a su alrededor; parecía encontrarse en algún lugar cerca de Montmartre. Sin pensarlo mucho, se adentró en un local de esa misma calle, sólo porque le resultó cercano y atractivo a la vista.

No resultó ser el lugar como lo había imaginado, aunque tampoco era tan desagradable ni destartalado como solían ser los bares y demás negocios poco lícitos de esa parte de la ciudad. Era aceptablemente grande y daba sensación de amplitud. Las mesas estaban eficazmente distribuidas, y la barra era larga y grande, tras la cual una mujer parecía trabajar con parsimonia y tranquilidad. Era, por otro lado, algo oscuro, aunque pudiera ser que este rasgo se viera acrecentado por lo lúgubre del día. Se colocó en una mesa extraordinariamente alta, una de entre unas siete más de ese tipo que se encontraban posicionadas en el fondo del local, diseñadas para aprovechar lo máximo posible el espacio y que los clientes pudiesen, aun estando de pie o en una de las sillas similares a las de la barra, disfrutar de su consumición sobre una mesa. Tras encargar un café caliente y apartar su mojado abrigo, pareció ser finalmente consciente de que había música amenizando la estancia a la clientela. Sorprendido de no haberse dado cuenta de este hecho antes, buscó con la mirada el origen de la misma.

Sobre un pequeño escenario aparentemente improvisado, creado encima de un pequeño escalón y tras el cual habían puesto unas cortinas rojas, un hombre joven tocaba la guitarra y cantaba una canción suave y tranquila, casi cálida. Hizo sentir al rubio, por un momento, que un manto de suave terciopelo le envolvía, abrigándolo lentamente y protegiéndole del frío. Aunque cantaba en francés, un aire extranjero se filtraba en la pronunciación del hombre de cabellos castaños; parecióle que debía de ser del sur, italiano, español o acaso portugués. Mientras meditaba sobre ello y una muchacha con llamativa vestimenta le servía su café, una súbita impresión se hizo con él al sentir cómo los verdes ojos del cantante se clavaban en su persona. Miró a su alrededor, como sin concebir que pudiera ser realmente él quien estuviera llamando la atención de aquel caballero. Cuando finalmente se convenció de ello, quedose él también mirando al hombre en cuestión, preguntándose sin apartar sus azules orbes qué sería lo que habría digno de mención en él.

Inesperadamente, el cantante le sonrió, sonrió y continuó mirándole mientras profería esas tranquilas palabras de amor. Permaneció el francés mirándole y escuchando la canción que éste cantaba, y, para cuando se quiso dar cuenta, una leve sonrisa había aparecido en su propio rostro. Pareciéndole este hecho casi entrañable, rió suavemente desviando la vista y la atención a su café. Poco después terminó el extranjero su canción, dando lugar a un confortable silencio que, no obstante, interrumpió de un modo que le resultó extrañamente inesperado.

—¡Virgen santa, pero qué mal tiempo hace! —exclamó sorprendido, haciendo reír a algunas personas ante la espontaneidad— Qué tristeza... No, no, ¡esto tenemos que cambiarlo! A ver, arriba ese ánimo todo el mundo, toquemos algo alegre. ¡Jefa! ¿Por qué no apartamos esas mesas de ahí? Así todo el mundo podrá salir a bailar al centro, aquí delante mío.

—Ni hablar —contesto con serenidad la mujer que había detrás de la barra, mientras dejaba en su sitio un vaso que acababa de secar.

—Pero, ¡jefa!

—He dicho que no —añadió tajante, cruzándose de brazos.

El cantante y guitarrista bajó de su silla, se puso de rodillas en el escenario y cruzó las manos a modo de rezo, mientras rogaba con ojos de cordero a la mujer sin decir palabra alguna. Se escucharon varias carcajadas sonoras, de gente que, según dedujo el buen francés por su modo de expresarse y conducirse, debía ser clientela habitual del local.

—¡Venga, mujer! —exclamó alguien.

—¡Que está lloviendo afuera!

—¡Será divertido, di que sí!

La mujer miró a su alrededor, haciendo callar de inmediato con su mirada severa las ruidosas exclamaciones. Quedó mirando al causante de todo aquel revuelo, que de rodillas permanecía callado sin decir nada con la expresión de un niño al que jamás se le ocurrió pedir nada hasta el momento, y que recurría a ello por primera vez en la vida. Tras unos instantes de tensión, la jefa finalmente se rindió.

—Está bien —sonrió, para dejar escapar un suspiro después—. No sé qué voy a hacer contigo.

Tras una breve exaltación en el ambiente y de que el cantante bajara de un salto del escenario y se abalanzara a abrazar a su jefa en un arrebato de alegría, las muchachas comenzaron a retirar algunas de las mesas centrales entre risas. Llegó a fijarse Francis en varios detalles que le parecieron curiosos; cómo la presunta jefa del local reñía al hombre que trataba de abrazarla y darle jovial cariño tratando de zafarse de él, cómo éste ignoraba las malas palabras y malos modos y seguía insistiendo con una sonrisa imborrable y contagiosa en su empeño, cómo alguna gente parecía estar acostumbrada a esa especie de hilo de locura que flotaba en aquel bar. Escapó de él una inevitable risa mientras exhalaba el humo del tabaco al ver cómo el extranjero se acababa ganando una bofetada y volvía obediente a su lugar.

—¡Ea, vamos allá! —se recuperó en cuanto subió de vuelta al escenario, tomando la guitarra con soltura— René, quiero verle bailando aquí enfrente, ¿oye? Y si no tiene señora seguro que alguna de mis amigas le echa un baile —le guiñó un ojo, haciendo reír a todos los acompañantes de la mesa del tal caballero. Muchas de las camareras se alinearon con poses sugerentes frente al aludido, quien al final entre tanto barullo terminó eligiendo a una de ellas—. Y usted, Don Gerôme, no crea que va a librarse de mí tan fácilmente...

El aludido esta vez era un hombre más mayor que el primero. Estaría cerca de jubilarse, pero eso no parecía impedir que las muchachas del local se acercasen a él. ¿Qué le verían de atractivo? Para Francis resultaba todo un misterio. Entre risas y arrastrado por varias chicas acabó en lo que osaron llamar pista de baile, que estaba considerablemente más poblado de lo que él hubiera esperado. Además, un par de personas más habían subido al escenario, a tocar junto al animado cantante extranjero que, armado de alegría, exclamó contento:

—¡Vamos allá!

Una canción viva y rápida comenzó a sonar sin demora, llenando de buen ambiente el local de inmediato. Muchos clientes se habían decidido a bailar en el centro habilitado para ello, y cada vez más se iban animando a ello. Las camareras bailaban con sus clientes, instándoles a pasarlo bien sin arrepentimientos y, por ende, consiguiéndolo en bastantes casos.

Mientras movía inconscientemente el pie al ritmo de la música, inevitables y curiosas intrigas se iban haciendo con el espíritu de Francis. Algo no casaba, algo era extraño en aquel lugar situado en mitad de la París más bohemia.

—¿Está Antonio libre esta noche? —escuchó a una voz preguntar entonces. Provenía de un caballero joven de aspecto elegante y distinguido, situado en la mesa ubicada inmediatamente a su derecha. Junto a él, la que reconocía a estas alturas como jefa del local recogía las tazas y platos ya usados.

—Sí, por el momento no tiene a nadie —contestó ésta—. Además hoy está de particular buen humor —suspiró con una leve sonrisa y el típico gesto de una madre cansada.

—Entonces —continuó el hombre en un tono tranquilo, sacando unos cuantos billetes y cediéndoselos a la mujer sobre la superficie de la mesa—, dígale que vendré a verle después. Con dos horas estará bien.

—Claro, monsieur Henri. Seguro que se alegra de volver a verlo.

—Aduladora —rió él, amable.

La mujer correspondió a su risa y guardó el dinero, haciendo un gesto al cantante en cuanto tuvo ocasión. Éste, dando cuenta de la seña, sonrió y asintió, continuando con su música alegre. Volvió Francis a mirar a su alrededor, con un ligero presentimiento rondándole la cabeza. La ropa de las camareras, su alegría, su invitación... Aquellas escaleras en una esquina; las conversaciones alrededor... De repente, como por iluminación, llegó a una conclusión tan obvia que no creyó que se le pudiera haber pasado por alto: estaba en un burdel.

El súbito impulso de marcharse del lugar se hizo con él en pocos segundos. Recogió su abrigo, dejó un billete encima de la mesa y se decidió a marchar sin esperar siquiera el cambio. Lanzó una última mirada al escenario, hacia ¿Antonio?, el cantante que tanto había llamado su atención. Se sorprendió cuando descubrió que, desde el mismo centro, el hombre víctima de su curiosidad le estaba mirando. Sus ojos verdes se clavaron en el rosto de Francis, alegres, guiñando uno de ellos en cuanto tuvo ocasión. Revuelto, subió los cuellos de su abrigo antes de lanzarse a la fría lluvia. Al girarse por última vez, vio cómo el cantante se despedía de él expresamente con un gesto de la mano.

Mientras caminaba, su cerebro divagaba a una velocidad inusitada. ¿Qué diablos representaba esa experiencia? ¿Cómo había podido ser tan idiota? No todos los burdeles necesitan anunciarse con un enorme molino rojo; ¿qué le haría pensar que había ido a parar al único bar elegante y refinado de todo el barrio? Qué inocente. Suspiró. No consiguió, aun así, quitarse todos esos pensamientos de la cabeza. Algo no lograba desaparecer de sus divagaciones: ¿de verdad... el cantante también ofrecía sus servicios? ¿Un hombre? ¿A otro hombre? ¡Eso era escandaloso! Por no decir que era denunciable. ¿Cómo es que nadie había dicho nada? ¿Y por qué... por qué diablos no podía quitárselo de la cabeza? Los ojos verdes, la sonrisa, los gestos, las palabras cantadas al aire... ¿Qué sería lo que...?

Lo admitió. Tenía intriga. Una intriga que no sabía describir, no sabría decir qué era exactamente lo que quería descubrir. Era parecida a aquella sensación que se hizo con él cuando a la edad de veintiún años se enamoriscó de una profesora de la facultad de artes, que siempre lograba que quisiese saber más sobre ella. Sonrió al recordar la buena época. Ella nunca correspondió a su sentimiento, aunque sí lo hizo un par de veces a su cuerpo, y terminó detestándole por lo que Francis creía que era su propia falta de voluntad; lo bueno que sacó de todo ello fue un aprobado, no merecido pero sí otorgado por la tal profesora para no tener así que volver a verle. Qué tiempos de diversión, aquéllos.

No. No, no, no, no, no. Ese concepto que vagaba en él ahora no era nada bueno. Si se conocía tan bien como creía, esta extraña expectación que sentía ahora sólo podía llevarle a tratar de descubrir y satisfacer todas sus intrigas y curiosidades, y eso, eso que estaba pensando vergonzosamente en este momento, era ilegal. Abochornado por la idea que acababa de cruzar por su mente, decidió que lo mejor que podía hacer era pedir un taxi y volver a casa de inmediato. Buscó su cartera en el abrigo y extendió el brazo para detener un coche y olvidarse de toda aquella locura, pero entonces se dio cuenta de algo que hizo que su corazón diese un vuelco: la cartera. No estaba.

C'est pas possible... —maldijo buscando en sus bolsillos y tratando de que la ira abandonase su cuerpo lentamente con una exhalación controlada.

Con un chasquido de la lengua y un gesto airado se deshizo del vehículo que había detenido, comenzando a desandar lo andado en busca de su cartera. Confiaba en encontrarla en el suelo, tirada en algún lugar. Es más, más que confiar, lo deseaba. Aunque conocía imposible la posibilidad de que eso ocurriera, deseaba que así fuera por no confirmar una sospecha que crecía en su interior: que la había olvidado en el tan perturbador burdel. Y no quería volver. ¿Por qué diablos era tan intenso el deseo de no volver? ¿Acaso creía que iba a pecar? ¡Y con un hombre! Si no eran suyos esos gustos, ¿a qué tanta turbación? Antes de que le diera casi tiempo a resolverse, se encontró a la puerta del sitio, como por arte de magia. Sin llegar entrar, quedó apoyado en la cristalera, en los grandes ventanales desde los que, en realidad, apenas se veía nada del interior. Menos mal que ya no llovía.

—¿Busca esto? —escuchó una voz entonces. Giró sobresaltado, encontrando frente a sí y a pocos centímetros a su estimada cartera de piel. Tras ella, el cantante extranjero del local sonreía contento.

—... Sí, gracias —asintió, tomándola de vuelta.

—Quise decírselo en cuanto marchaba, pero desapareció antes de que pudiese terminar de tocar hecho un aparente manojo de nervios —rió—. En cuanto tuve algo de margen me lancé a por ella, que conociendo cómo es todo el mundo por aquí se hubiera quedado sin ella en menos de lo que canta un gallo. No sé cuánto dinero tendrá, pero de seguro que lo echaría en falta si lo pierde. ¿No quiere entrar a tomar algo?

Aturullado por lo resuelto del hombre de ojos verdes, cuando quiso darse cuenta y se vio capaz de hilar una frase coherente ya estaba dentro del burdel una vez más.

—No... —musitó, dándose suavemente con los dedos en la frente, apoyando después ésta en ellos. Ya estaba donde no quería, y ni siquiera sabía cómo lo había hecho.

—¿Ocurre algo? ¿Se encuentra bien? —preguntó el ya no tan desconocido, cediéndole un vaso de agua que bebió agradecido.

—No, no pasa nada; estoy bien.

—¿Seguro? —insistió él con un leve gesto de preocupación— No lo digo sólo por el susto de haber perdido la billetera; antes, cuando entró por primera vez, me pareció que se encontraba usted triste.

—¿Triste, yo? —se sorprendió el francés ante el acierto que suponía esa frase.

—Bueno, tal vez triste no sea la palabra adecuada. Pero sí me pareció verle sumido en un estado de, no sé, ¿extraña displicencia por la vida? No sé si me estoy metiendo donde no me llaman, pero me pareció usted hastiado. Quise animarlo —volvió a reír. Era una risa algo torpe, pero le pareció sincera. Francis alzó una ceja.

—¿A mí? ¿Por qué?

—¡Qué sé yo! Ahora voy a parecer un loco... Simplemente le vi y pensé que si pudiese hacer algo por alegrar su ser, eso haría de éste un buen día. Le vi reír y sonreír un par de veces, así que consideraré que tuve por lo menos un éxito parcial —sonrió. Este gesto produjo en el francés una sonrisa inevitable, sintiendo por un momento que le alcanzaban en un recóndito lugar de su ser que hacía mucho que no afloraba. Se puso, sin embargo, automáticamente en guardia: si aquello era un burdel era normal que tratasen de llamar su atención.

—Oiga, esto es un disparate —afirmó sin que su antes lograda sonrisa desapareciera, volviéndose, sin embargo, algo incrédula—. No tengo ni idea de quién es usted, ni a qué se dedica, ni tampoco qué pretende... Y lo mismo puede decirse de usted sobre mí. ¿Por qué habría de creer todo lo que ha dicho? ¿Porqué habría usted de preocuparse por mí?

El rostro del aludido cambió, mas no dejó en ningún momento de parecer amable.

—No tiene por qué creer nada de lo que ha salido de mi boca, caballero —contestó son sencillez y educación—. Cierto es que no conozco absolutamente nada de usted, pero no miento al decir que me ha causado una cercana impresión. Si quiere saber algo, sólo tiene que preguntármelo.

Golpeó suavemente el cigarro contra el cenicero, dejando caer la ceniza en el interior. Tras meditarlo un rato, decidió que no tenía por qué quedarse con la duda que le corroía, por mucho que pudiese costarle un buen desplante. En realidad, no conocía a ese tipo de nada.

—... ¿Vende usted su cuerpo por dinero? —inquirió finalmente.

—¡Qué directo! —se sorprendió su interlocutor llevándose la mano al corazón, impresionado.

—No tiene por qué contestarme, si no quiere.

—No es tan sencillo —respondió entonces para su asombro con tranquilidad el extranjero—, o tal vez sí. ¿Qué cree usted, jefa? —preguntó, siendo que la mujer acababa de acercarse hasta la mesa.

—Calla anda, bohemio. Deja de perder el tiempo y sube a ver a monsieur Henri, o te echo de casa a escobazos.

No le pareció a Francis que fuese un tono precisamente amable, pero el moreno de ojos verdes lo tomó como si fuese una cariñosa broma. Rió un poco y rogó con ojos escurridizos, pero al final la mirada de la mujer se impuso y el tan extraño cantante decidió marchar.

—Está bien, está bien. Ha sido un placer conocerle, caballero. Me alegro de haberle podido devolver la cartera; ¡y anime esa cara, caramba! ¡La vida es bella! —exclamó plantándole un beso en la mejilla— Si en algún momento se siente a disgusto o triste, sepa que puede venir a verme —susurró suavemente, escapando de allí antes de que nadie pudiera reprobarle nada.

Aquellas palabras impactaron fuertemente en Francis, que quedó momentáneamente paralizado so causa de la sorpresa. ¿Cómo diablos había sabido aquel hombre que no se sentía bien? Cada día había alguien que le remarcaba lo bueno de su aspecto. ¿Cómo sabía...?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz de la mujer.

—Disculpe a Antonio, a veces es demasiado impulsivo —comentó con un tono amable que no le había oído hasta el momento—. Y le cuesta responder, además, a ese tipo de preguntas.

—... Ya veo —contestó.

—Ha tenido que ver algo interesante en usted, me parece. Con la nulidad que suele presentar para captar estados de ánimo ajenos, o usted es muy transparente o a él le resulta afín. Quién sabe —terminó, al mismo tiempo que lo hacía también con su labor. Dio media vuelta dispuesta a volver a su puesto de trabajo principal, y justo entonces se detuvo un momento, como recordando algo súbito; giró la cara para volver a dirigirse a Francis—. Si decide que en algún momento quiere pasar un tiempo con él, acuda a mí. Ya que parece haberle gustado, por un precio no excesivo le concederé una noche entera. Sólo por si se decide a volver —añadió antes de alejarse definitivamente.

"Qué desfachatez", pensaba en el taxi de vuelta a casa. ¿Por si se decidía a volver? ¿Qué clase de pretensión prepotente era aquella? ¿Qué le hacía pensar a aquella mujer que él era un indecente tal, como para llegar a yacer con un hombre? ¿Y ese tipo...? Él sí le desconcertaba. Recordaba sus palabras y el tono de su voz, la sonrisa que inexplicablemente transmitían sus ojos y la despreocupación total en su tono de aprecio por la vida y el amor. Realmente, le recordaba tanto a sus buenos tiempos de locura juvenil... Agitó la cabeza borrando esa soñadora e incriminadora sonrisa, y suspiró. Seguro que pronto conseguiría deshacerse de la estúpida impresión que le había causado aquel local, de lo alterado que le había dejado el pulso y de la sensación de inminente diversión que recorría su cuerpo.

Ocho noches estuvo sin poder conciliar el sueño decentemente. Ocho noches sin poder sacarse de la cabeza los verdes ojos del cantante extranjero. En su interior, una especie de sensación, de pregunta, crecía casi sin mesura, de la forma: ¿y por qué no? Bastante hastiado estaba ya de su vida. ¿No era lo que tanto tiempo había estado buscando? Un cambio. Nada lícito, eso era cierto. Pero sólo tenía una vida. Por probar...

Capítulo Primero - Fin


Gracias por leer.

Bou.