El águila
Raph avanzaba despacio, sin estar muy seguro de donde se encontraba ni a donde se suponía que tenía que ir. Solo seguía adelante caminando entre el pasto crecido.
Se detuvo y tomó una profunda respiración. Parecía que no iba a llegar nunca a ninguna parte. Miró a su alrededor. El pastizal se extendía interminable, y muy, muy lejos se veían las siluetas de unas montañas. No era mucho, pero al menos eran una dirección que seguir.
Reanudo la marcha.
No lo sabia, pero alguien no había perdido de vista sus movimientos desde hacia un rato. Una enorme águila observaba su marcha con hambriento interés, con sus ojos de mira telescópica. El ave chasqueo el pico y levanto el vuelo.
Raph la vio venir cuando ya la tenía prácticamente encima. Sus alas extendidas eran tan grandes como las de una avioneta. El ninja se echo a correr, pero hay pocas criaturas capaces de correr con la suficiente velocidad como para tener una oportunidad de escapar, y una tortuga, por muy mutante que sea, no es una de ellas.
El águila lo sujetó del caparazón con sus gigantescas garras y volvió a elevarse con vigorosos aletazos. La tortuga comenzó a luchar y maldecir, pero se detuvo al mirar hacia abajo y darse cuenta de la rapidez con que se alejaba el suelo. Todo lo que veía era un distante borrón verde.
Se mareo. Tal vez el águila lo llevaría a su nido sobre un peñasco, para comérselo en paz. O incluso ahí estarían esperando unos gigantescos aguiluchos hambrientos. Se los imagino dando agudos chillidos, con sus voraces picos abiertos, y ojos saltones. Que horrible manera de morir.
Pero tenía una ventaja. Su caparazón no era fácil de romper. Ni siquiera para un ave de este tamaño. En cuanto llegaran al nido, lo que tenía que hacer era…
El águila abrió sus garras y lo dejo caer.
Raph gritó. Eso era todo. Seguro habría rocas abajo. Su caparazón se haría pedazos por completo. ¿Seria más terrible el dolor o el fuerte crujido?
Caía y caía. Y entonces, como ocurre la mayoría de las veces en que alguien cae desde una altura imposible, se despertó.
En su sobresalto se cayó de verdad al agitarse en su hamaca. Se escucho un golpe seco cuando su caparazón chocó contra el suelo, pero no con la fuerza como para romperse. La tortuga parpadeo en la oscuridad, aturdido por lo que acababa de pasar.
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A pesar de la hora, el maestro Splinter aun seguía despierto. Estaba sentado en el suelo, con los ojos cerrados en profunda concentración. Su habitación era iluminada por la suave luz de varias velas, cuyas flamas se agitaron y parpadearon. La anciana rata abrió los ojos y vio a uno de sus hijos en la puerta. Traía consigo una almohada y mantas. El sensei sonrió y le indicó que podía pasar.
Raph acomodo sus cosas al lado de la cama de Splinter. Agradecido de que su padre no le hiciera ninguna pregunta. En ese momento lo que menos quería era hablar.
Antes de quedarse dormido, se pregunto si el Sensei tendría pesadillas parecidas con gatos.
