Los Juegos del hambre y sus personajes son propiedad de Suzanne Collins.

Ale, no tengo excusa ya. Quería haberte dado tu regalo en su día, luego de marcarme como meta el 20 me retrasé aún más. Esta idea la tuve hace un par de años, poco después de entrar a fanfiction. Pensaba desarrollarla más al terminar el fic de Wiress, luego me fui metiendo en más proyectos y la descarté. Se me pasó por la cabeza en sacarla en forma de tesela pero igualmente sentía como si fuera algo que debía hacer yo misma. Nunca pensé que vería la luz, pero tras comentarte la idea unos meses atrás y decir que te gustaba, pensé que si alguna vez la hacía era para regalártela a ti.

Nunca digas nunca.

Espero que la disfrutes, me costó poder entregarlo xD


Aprisionado entre los cadáveres de sus compañeros, el soldado capitolino no se atreve a moverse ni un ápice.

Lo que parecía ser una victoria segura, acabó siendo una emboscada. Los asaltaron primero con lo que parecía ser un batallón de fuerza algo inferior a la de ellos. El alférez predijo que en un par de días el Distrito 7 sería tomado. Que los aerodeslizadores habían bombardeado ya los lugares clave. Graneros, tanques de agua y cultivos y los charlajos del coronel habían vuelto repitiendo conversaciones sobre conflictos internos entre los líderes rebeldes y la alcaldesa. Ella quiere rendirse, ellos no. Y cuando hay caos entre los más poderosos significa que es el momento idóneo para atacar.

Dicho caos resultó ser falso. Los charlajos habían estado repitiendo conversaciones guionizadas.

Las tropas capitolinas avanzaron dispuestas a tomar el Distrito 7, donde valientes guerrilleros suicidas dieron su vida para hacer creer a los atacantes que esa era toda la fuerza de la que disponían.

Al cuarto día sin embargo, el resto de las fuerzas rebeldes se echaron sobre ellos. Técnicos del Distrito 3 activaron las vainas llenas de fuego, aire venenoso y rastrevíspulas, aviadores del Distrito 6 los bombardearon y desde unas catacumbas ocultas construidas en el suelo, el resto de ciudadanos del Siete salieron y los rodearon.

La masacre pasaría a la historia como la más brutal derrota capitolina de los Días Oscuros.

El soldado Aufidius Snow era alguien sin nada que perder. Se había alistado en el ejército después de que su familia entera se diera por desaparecida en combate. Un resentimiento muy fuerte hacia aquellos que le habían arrebatado su vida lo guiaba y el miedo a morir no lo afectaba. Porque no tenía.

Pero que no lo tuviera no significa que no le importase morir. Estaba dispuesto a hacerlo si eso ponía en dificultades al bando rebelde.

—¿¡Hay alguien ahí!? ¿¡Alguien vivo!?

La voz repetía con desesperación una y otra vez esas dos frases. Se oía como si el dueño de aquella voz estuviese muy cerca de él. Aufidius se sintió tentado a contestar, con un compañero superviviente se habría sentido menos solo pero entonces vio al charlajo posarse a un par de metros de él, sobre el casco de uno de sus compañeros caídos.

—¿¡Hay alguien ahí!? ¿¡Alguien vivo!?

Sin duda alguna la voz venía de aquel pájaro de negro azulado, de ojos marrones rojizos y altanera cresta azul claro.

Un superviviente muy cerca de donde él estaba se incorporó de repente, apuñaló al pájaro con el cuchillo y justo en ese instante un francotirador cuya ubicación no pudo discernir le atravesó la cabeza con una bala.

Eso lo disuadió definitivamente de intentar algún desplazamiento.

No. Definitivamente Aufidius no tenía miedo a morir pero no por ello iba a desperdiciar su vida. Quería morir matando. Haciendo daño. Todo el que pudiera.

Y muy en el fondo sentía que su momento iba a llegar. No sabía como porque estaba en una situación desfavorable pero lo haría. Iba a pasar a la historia, su nombre iba a salir en libros de texto y enciclopedias.

Con esos pensamientos, Aufidius sucumbió al cansancio, el hambre y la deshidratación y envuelto en olor a muerte, sangre e inmundicias cerró los ojos y se sumergió en un estado de inconsciencia.


Sintió que estaba siendo arrastrado por el suelo por una pierna. El costado izquierdo le dolía al deslizarse torpemente por el sucio y pedregoso suelo del Distrito 7.

Oyó voces pero no podía escuchar lo que decían. De vez en cuando algún disparo y un grito. Estaban ejecutando a los supervivientes. Quizá lo mejor era hacerse el muerto por el momento.

Pero sus planes se vinieron abajo cuando su paseo llegó a su fin y el hombre que lo estaba cargando habló.

—Creo que este está vivo. Me ha parecido oírlo quejarse cuando su cabeza tropezó contra una roca.

—Ponlo con los otros —contestó una voz de mujer.

Sintió que lo esposaban y luego lo cargaban en brazos hasta un lugar oscuro, lo tiraron al suelo bruscamente y la puerta se cerró.

Dejó pasar unos minutos antes de abrir los ojos de nuevo.

Sus compañeros presos estaban hablando en susurros. No conocía a ninguno, tal vez porque todos estaban demacrados y vencidos. Había también unos cuantos heridos y mutilados, todos hacinados en esa celda con olor a sangre y orina.

Los que hablaban lo hacían en susurros pero la mayoría de sus compañeros estaban callados. Él no tenía ningunas ganas de socializar, pero escuchó sus conversaciones y memorizó fragmentos de ellas. La victoria le había dado al bando rebelde un ánimo renovado y estaban incluso pensando en recuperar el Distrito 1, una de las primeras victorias capitolinas.

El Distrito 7 era la clave, estaba perfectamente posicionado en el centro de la nación y hacia frontera con cinco distritos, tres de ellos siendo de suma importancia pues provenían aerodeslizadores, energía y alimento. Su control daría una gran ventaja a aquel que lo poseyera.

Ahora lo más probable es que ellos fueran ejecutados. Aufidius pensó que quizá pudiese al menos escupirle en la cara a su verdugo antes de recibir el disparo. Con un poco de suerte su saliva estaría envenenada, tal y como le solía decir su abuela cuando de niño se portaba mal.

Puede que lo estuviera. ¿No tienen los ofidios veneno en su mordedura acaso?

Así es como le llamó su padre, como el animal que metió en la cuna de su hermano y observó cómo el animal mataba y devoraba al recién nacido. Le había contado muchas veces la historia. Él tenía cinco años por aquel entonces y no quería rivales. Por eso no había tenido más hijos que Aufidius.

Pasaron un par de días antes de que alguien más entrara. Un par de compañeros más habían fallecido durante la noche y el hambre hacía hablar a algunos de comerlos antes de que se pusieran malos.

Aufidius había dejado de tener hambre hacía rato y el intenso hedor embotaba su cabeza y adormecía sus sentidos. La sed era lo peor. Le provocaba jaqueca y hacía que su mente sólo pudiera pensar en agua. Agua fresca saliendo de un manantial, agua de la fuente de la Dama Verde en Emerald Gardens, agua sucia de un charco pisoteado por soldados, agua pantanosa llena de musgo. Le daba ya igual.

Su sentido de la vista había empeorado por lo que en la penumbra, sólo pudo distinguir las siluetas de los recién llegados.

—¿Cuántos hay? —preguntó una voz de mujer.

—Unos doscientos repartidos entre las dos habitaciones. ¿Qué deberíamos hacer con ellos?

—Mata a la mitad. Los demás los tomaremos prisioneros para interrogarlos.

—Eso nos seguirá costando demasiado en manutención. Con dejar unos cincuenta nos basta y nos sobra.

Los gritos de súplica comenzaron. Sus compañeros presos se lanzaron a los pies del grupo de rebeldes pidiendo compasión. Aufidius no lo hizo. Era demasiado orgulloso para eso.

La mujer se fue tras decir a los dos hombres que parecían ser los cabecillas que confiaba en ellos para cribar a los prisioneros. Llamaron a otros rebeldes y comenzaron a comentar cómo iban a hacerlo.

—Cuarenta o cincuenta. No más. Elijan a los que estén en mejor estado, no podemos permitirnos cuidar enfermos. Será un acto de piedad en realidad.

Luego de esas palabras, los ojos de Aufidius se abrieron de par en par. Debía ser uno de los indultados. Aún no había conseguido su misión.

Aún no había podido hacerles daño.

Usando sus renovadas fuerzas estudió a los rebeldes que había haciendo inventario, analizó su lenguaje corporal y sus gestos y eligió a la víctima que le pareció más débil. Una mujer morena de ojos grisáceos que conversaba con otro muchacho. Podía ver la bondad y la compasión en su expresión. Los otros estaban ya demasiado castigados por las circunstancias como para ablandarse. Puede que ella también, pero no había perdido la ingenuidad del todo. Aufidius buscó el contacto visual con ella hasta que por fin sucedió. Sus ojos de un azul muy claro se encontraron con los de ella y al hacerlo, él dejó escapar una lágrima que bajó arrastrando la mugre de su rostro.

La chica sonrió y en cuanto él se dio cuenta supo que estaba salvado. Le sonrió de vuelta, aunque por otras razones que ella no sospechaba.

Media hora después, Aufidius se encontraba en su nueva celda. Le habían dado agua y un mendrugo de pan con piñones y hierbas. Afuera, sus compatriotas, esos quee no habían tenido la suerte de él estaban muriendo, uno detrás de otro, cuando la bala se encontraba con su nuca.

Sabiéndose salvado, su estrés remitió y comenzó a sentir el cansancio. Se movió hasta el lecho de paja de su celda y se hizo un ovillo. Hacía más frío que en el otro cuarto pero al menos ya no estaba ese olor insoportable a desechos humanos, a sangre y a muerte.

Sobre todo a muerte.


Encontró una manta tirada en el suelo junto a la puerta. El frío que ya había entumecido sus extremidades lo apremió a tomarla y cubrirse con ella. Luego apuró el vaso de agua de un par de tragos y devoró el mendrugo que habían dejado.

Le pareció extraño que hubieran tenido la decencia de enviarle algo para taparse, pero no iba a quejarse.

La única luz de la celda entraba a través de un agujero en la pared por el cual podía ver las ramas de un árbol en el que había aparentemente un jilguero cantando. Podía oírlo pero no verlo pues estaba oculto entre las hojas.

El lugar estaba en calma, nada delataba que hubiera habido una batalla días atrás. De vez en cuando alguien pasaba pero no podía ver quién era pues el agujero estaba demasiado arriba en la pared como para ver el suelo desde ese ángulo.

Poco después el jilguero se calló y un mirlo comenzó a cantar. Aufidius comenzó a detestar a las criaturas que podían estar libres y volar por donde quisieran mientras él estaba ahí encerrado. El agua y el pan no le habían servido de mucho y en ese momento casi sentía ganas de cazar a uno de esos pájaros y hacerlo callar para siempre estrujándolo en su mano. Fue entonces cuando se dejó ver. Un ave plateada con las alas de un color gris oscuro saltó de una rama a otra. Cantaba ahora como una alondra, pero no lo era.

—Es un sinsonte. Una hembra joven buscando pareja. Vive ahí en ese árbol.

Aufidius se giró. Había dos ojos grises observándolo desde el otro lado de la pequeña rejilla de la puerta. La mujer abrió el cerrojo, pasó con sigilo y cerró tras ella. Él se fijó en la pistola que asomaba por su bolsillo, pero dedujo que no llegaría muy lejos si se la quitaba y le disparaba. Tenía que esperar.

—Son los primeros que están volviendo —continuó, poniéndose a su lado y observando con él a través del agujero—. La batalla los asustó y se fueron. Muchos dejaron sus nidos atrás o murieron, encontramos muchos polluelos muertos.

—Gracias por salvarme —dijo él.

Ante todo educación. Le convenía tener un aliado en aquel lugar.

—De nada —contestó ella con firmeza. El día anterior le había sonreído pero ahora no lo hacía—. Cuando me miraste ayer sentí algo extraño en el estómago. Sentí como si no debiera verte como un enemigo, sino como una víctima más de esta guerra a la que nuestros dirigentes nos envían. Igual que nosotros.

—No somos más que marionetas.

Y eso era algo que él sabía bien. Los de arriba jugaban a otro nivel, un nivel en el que él quería estar.

—Eso es cierto. Ojalá acabe todo pronto y podamos volver a nuestra vida. Por cierto, te traje algo.

La chica tomó el cuenco de madera que estaba en el suelo y lo rellenó de agua con una jarra que tenía en la mano. Aufidius no se lo pensó dos veces. La sed hacía rato que se había vuelto casi insoportable y con la ración de la mañana no había tenido ni para empezar. Su boca estaba pastosa y sus labios resecos. Nunca un agua le había sabido tan bien. Pudo hasta notar como lo revitalizaba y le aclaraba las ideas, aunque tal vez hubiera sido solo su imaginación. Viendo que se la había terminado, ella vertió el resto del contenido de la jarra en el cuenco.

—Gracias también por esto. Te debo demasiado.

—No es nada. La hemos recogido antes de un manantial cercano. Los grifos aún no funcionan. También te traje algo de comer. No es mucho pero es menos que nada.

Dentro del paño enrollado que la chica dejó en sus manos, Aufidius encontró un trozo de pan que no estaba duro, queso y bellotas. La chica entonces se giró bruscamente, como asustada por algún ruido y sin despedirse se precipitó hacia la puerta.

—¿Por qué haces esto? -dijo él.

—No lo sé. Pero no hay tiempo para hablar ahora.

—Dime al menos tu nombre.

Su experiencia le decía que a las chicas les gustaba que les preguntases el nombre.

—Vaara— contestó a través de la rejilla antes de cerrarla.