Cuando tenía cinco años soñaba con princesas y castillos. Con animales que hablaban, hadas bailarinas y aves que volaban a mí alrededor.

De vez en cuando, cuando me sentía valiente, soñaba con ser la princesa. Otras veces, yo era un hada.

Cuando cumplí los siete las princesas y castillos se fueron. Ahora quería ser astronauta, veterinaria, vaquera o algo por el estilo.

Soñaba con viajar a una estrella, encontrar un animal espacial, ser su mejor amiga o jugar que yo mandaba en el desierto. Incluso, soñaba con tener un caballo de nombre Bryce.

Cuando cumplí diez años las princesas, castillo y cuentos de hadas volvieron. Pero ahora traían a un nuevo visitante: un príncipe. Uno azul, que me salvara de los peligros que encerraba la torre más alta. Porque si, había dejado de ser la valiente princesa que habla con los animales, para terminar siendo la indefensa y femenina princesa de vestido rosa encerrada en la torre con un dragón gigantesco custodiando la puesta.

Pero la etapa de dragones, príncipes encantadores y princesas duró muy poco,

A los once, la carta de Hogwarts llegó. Así, sin saber siquiera por qué.

Entonces, esa simple carta y la visita de Minerva McGonagall, fueron las respuestas a mis ataques, ahora conocidos como explosiones de magia.

El primero de septiembre de ese mismo año, entre por primera vez a Hogwarts, y ni siquiera el callejón Diagon me prepararon para lo que encontré ahí.

Tal vez ya no habían príncipes y princesas, pero si habían castillos, hadas y dragones. Había seres fantásticos y mágicos a partes iguales.

El colegio que se convertiría mi hogar me estaba recibiendo, dándome la bienvenida a la magia. Con todas esas velas flotando, cuadros parlantes, y estatuas móviles.

La varita de hada madrina se convirtió en la de una bruja.

Para cuando tenía catorce, todas esas historias fantásticas que de pequeña formulaba en mi cabeza se habían convertido en pura basura. Mi vida en si, tenia mas magia que cualquier cuento de Walt Disney. Los dragones ya no eran un problema grave, puesto que en eso tiempos se me hacían tan peligrosos como una hormiga.

El rating de animales peligrosos había sido modificado gradualmente.

Ya no quería tener cualquier profesión cool, ahora quería ayudar, en el mundo mágico hacían falta la modificación a muchas leyes, entre ellas las que involucraban a los elfos domésticos.

Si bien, las hadas ni nada de esas cursilerías ya no me llamaban la atención ni en lo más mínimo, ocurrió la cosa mas extraña del universo.

Mariposas. De esas que te pican en la boca del estomago. Aparecieron esas malditas y estúpidas mariposas que jugaban a no revolotear, sino a bailar conga en mi estomago. Siempre por Ron, no por Viktor. Y eso era frustrante.

Porque por mas que yo deseara que Ronald Weasley, mi mejor amigo, se convirtiera en mi príncipe, el simplemente no quería cooperar.

Y mis dieciséis estaban a punto de volverse diecisiete. Si me preguntan, fue uno de mis peores años. Ahí estaba yo, llorando por las esquinas.

Por Harry, por Ginny, por Ron, por mis padres, por los pájaros. Lloraba por lo que fuera.

Entonces comprendí que Ron jamás seria un príncipe, siempre seria un ogro. Uno verde, gordo, y maleducado. Uno que parecía lapa de rubias huecas.

Fue un año muy sobrecargado. Harry y sus paranoias acerca de Malfoy, Ginny y sus nuevos novios y celos, Ron y la cursi de Lavender, Dumbledore y los horrocruxes. Una guerra a la vuelta de la esquina.

Y la esquina estaba muy cerca como para detener el recorrido. Irremediablemente llegó.

Durante la búsqueda de horrocruxes, los ánimos estaban muy alterados, y todo se sentía mal. Con Dumbledore muerto, Harry desesperado y Ron con ataques bipolares.

Cuando se fue, enojado y herido, sentí que mi corazón se retorcía, clamando por perseguirlo. Pero Harry me necesitaba, era mi mejor amigo y jamás lo pude dejar.

Luego, la detonación final de la guerra llegó. Fue en Hogwarts.

De momento odiaba todo lo referente a criaturas mágicas, no todas eran buenas. Greyback era una prueba.

Ese día todo era maldiciones y hechizos por doquier. Cuerpos cayendo sin vida- y entonces lo supe, en cualquier momento podía morir y jamás le dije a Ron cuanto lo amaba. El miedo estaba demasiado crudo y presente. Por eso cuando dijo aquello sobre lo elfos domésticos, mi corazón dio un vuelco, porque Ronald Weasley era un ogro muy tierno. Y lo bese.

No supe muy bien por qué, pero no me arrepentí, a la fecha no lo hago.

Con el fin de la guerra llegó y los juicios a los mortífagos eran la orden del día. Mis dieciocho ya estaban ahí.

El día del juicio de los Malfoy en el que atestiguaría me di cuenta de que de verdad no quería la magia si todo seria tan horrible como lo era en esos momentos.

El ministerio solo buscaba cualquier excusa para convertir a las personas en alimento de dementor. Draco Malfoy no necesitaba excusas. Tenia boleto directo.

Pero para eso estaba ahí, para demostrar que su boleto estaba caducado. Fuera de hora. Y no solo yo, Harry y Ron estaban ahí.

Después de que lo declararan libre, Malfoy desapareció de Inglaterra. Pasaron dos años hasta que lo volví a ver.

Yo ya tenía veintiuno, y fue en Grecia.

Ahí estaba él, caminando por la orilla de la playa de un pequeño pueblo griego. De verdad era toda una experiencia ver a Draco Malfoy caminando descalzo y sin camisa por la orilla de la playa en pleno atardecer.

No se muy bien si yo le hable, o si fue él a mi. Pero hablamos, por horas. De todo y de nada. Pero en ningún momento hablamos del pasado.

Cuando cumplí veinticinco, Malfoy quien después de aquel verano en Grecia se convirtió en una constante en mi vida, hizo que mi vida se volteara de patas arriba.

Porque irremediablemente en mi cumpleaños veinticinco, Draco Malfoy había hecho que todo mi mundo como era dejara de existir.

Esta es la historia.


Disclaimer: los personajes, lugares y objetos de Harry Potter pertenecen a J.K. Rowling.