•Título: Ángel de Fuego.
•Pareja: Sasuke y Sakura.
•Disclaimer: Naruto no me pertenece. Debidos créditos a Masashi Kishimoto.
•Rated: M [Mature — +18]
•Advertencias: Sangre. Violencia alta. Lenguaje vulgar. Contenido sexual alto. Maltrato. Abusos sexuales y muerte de personajes.
•Nota: Detalles extensos sobre esta historia al final del primer capítulo.
«Todo el mundo sabe bien que no hay salida
Somos suicidas, y es la verdad.»
Suicida — Charly García.
Número 1.
—Suicida—
La madrugada aún era temprana en el instante en que abandoné mi vivienda y emprendí la cotidiana travesía hacia la instalación de mi instituto. El cielo, desplegándose por sobre mi figura y abrazando a la ciudad de Suide con sus extremos, todavía albergaba parte de la lobreguez del firmamento nocturno en la mayor parte de su prolongación. Un gran número de estrellas embellecían sus porciones, mientras que la Luna ya andaba marchándose por el nordeste y cediendo su puesto al Sol nuevamente.
Tras el transcurso de una hora —a la que empleé en la tarea de conducirme hacia mi destino—, ahora el cielo exhibe la claridad del día por completo. Las calles resplandecen por el fulgor del Sol, y gozan del ajetreado movimiento de los habitantes que las recorren.
El rocío matutino se desplaza por la atmósfera, desciende por encima de mi cabeza y acaricia mis facciones. Despliego mi lengua, la envuelvo entre mis labios y bebo del rocío que los corona; es dulce, como el agua de los manantiales. Sabe a flores, o las flores saben a rocío.
Traslado mi mano derecha hacia mi rostro y, con la punta de mis dedos, palpo el chichón que emerge en la zona baja de mi cabeza. La noche anterior había sido un espanto, y a su vez, un gran jolgorio: a eso de las 21:00 de la noche, mi padre me había atrapado frente al aparador que se encuentra en el living de la casa. En los estantes de tal mueble, él almacena una surtida cantidad de libros; algunos de ellos exponen varias ilustraciones entre sus páginas, ampliamente interesantes y que me incitan a tomar unas tijeras, recortarlas y guardármelas para mí mismo. En los cajones, él también guarda diversos objetos; algunos muy grandes, otros más pequeños, todos provocan que mis dedos cosquilleen al querer tomarlos y apropiármelos. Y también, como un factor inolvidable, en el primer cajón del lado izquierdo del aparador él guarda su pistola; es pesada, yo mismo la sostuve en varias ocasiones. Se la entregaron a mi padre tras recibirse como policía, en un pasado muy remoto y en el que yo aún no existía.
Es linda; sin embargo, nunca alojé la ilusión de apropiármela. Sería un suicida si pensara en el simple hecho de llevar a cabo tal acción, un suicida como cada persona que habita esta ciudad.
Pero iré directamente al punto: en tal noche, me encontraba yo abstraído en la labor de inhalar el aroma de uno de los vinos que mi padre conserva dentro del aparador, bebiendo de su contenido en exiguas oportunidades. Siempre agradó a mi olfato el aroma del vino; huele a uvas rellenas con alcohol, o las uvas rellenas con alcohol huelen a vino. Mi padre, al reparar en mis acciones, me amonestó inmediatamente, e insultó con tal rabia y locura que logró estremecerme de pies a cabeza. Yo solté el vino: su envase se estrelló contra el suelo prontamente, el líquido que almacenaba se expandió por las baldosas del piso y empapó la tela de mis zapatillas. Mi padre continuó blasfemando y maldiciéndome entre sonoras exclamaciones. Yo aún temblaba; sabía que era necesario que empezara a movilizarme y limpiara aquel desorden, pero cada fracción de mi cuerpo estaba empeñada en mantenerse rígida.
Escasos segundos después, sentí el encuentro de un objeto de cristal contra la parte baja de mi cabeza. Un agudo dolor en dicha zona me aconteció tras esto, la estabilidad de mis piernas comenzó a debilitarse y, finalmente, desfallecí allí mismo, en el suelo del living. Recuperé la conciencia un par de horas más tarde: ahora, me hallaba recostado en mi cama, con aquel nuevo chichón coronado de sangre seca y siendo presionado contra mi almohada. Mi padre me había retirado los zapatos antes de instalarme allí, pero no había intentado retirarme la herida que me hizo. Nunca lo haría. Y mucho menos desde que repetí primer año de secundaria el año pasado —aún cuando esto ocurrió porque él me obligó a dejar de presentarme a clases—. Llegué a sentirme como un bobo por aquel percance. Un retrasado, como esos fenómenos de ojos rasgados a los que les es imposible componer una mísera frase que sea coherente. Mi padre ocasionaba que yo me sintiera así, como aquellos retrasados, y anhelaba el poder golpearle con uno de sus vinos por eso.
La cabeza continúa palpitándome a causa de las finas y agudas descargas de dolor que la herida envía constantemente. Con la palma de mi mano, procedo a comprimir el chichón con la máxima fuerza que me es posible. Intensas y prolongadas ráfagas de dolor acometen a la parte trasera de mi cabeza, se despliegan por ambos costados de esta y culminan su recorrido en mi frente. El dolor me mantiene alerta y me colma de adrenalina; el dolor no sabe a nada, y no tendría por qué hacerlo. Sin embargo, puedo vincularlo con varios hechos y acontecimientos ocurridos en mi vida.
Separo mi mano de la zona afectada y elevo ligeramente mi rostro. Inspecciono indiferentemente el área en que me encuentro: se trata de una carretera aislada del centro de la ciudad, encontrándose situada al sur de tal sector. Mis piernas circulan por una estrecha vereda dispuesta al costado derecho de la carretera; una extensa retahíla de frondosos árboles y pequeños arbustos erige entre ambos espacios, mientras que a mi costado derecho se reparten varios apartamentos y negocios. Compartiendo el mismo lugar por el que camino, hay únicamente dos personas.
La ampliación de la vereda se mantuvo por unos cuantos metros más; hasta que, nuevamente, concluyó en una esquina de la cuadra. Tras arribar en dicho lugar, detengo momentáneamente mi marcha y aguardo hasta que el semáforo vuelva a dar luz verde. Una vez que tal cambio se origina, procedo a reanudar mi avance.
Cruzo la carretera, en dirección hacia la próxima cuadra. El fulgor del Sol, pleno y cálido como es costumbre a estas horas de la mañana, se extinguió súbitamente; las nubes del cielo se concentraron en torno al Sol y le obstruyeron el camino, privando a los surtidos sectores de Suide de su grato resplandor. Una gélida ventisca acontece tras esto, colisiona contra mi figura y ocasiona que mis extremidades oscilen con insistencia. Pronostico, tras advertir la transformación del clima, que el buen tiempo que hacía se ha echado a perder y pronto vendrá una tormenta.
Después de atravesar la ruta y llegar a la esquina, me percato del acercamiento de una nueva persona al lugar en el que estoy: en esta oportunidad, se trata de una niña; que, por lo que puedo llegar a deducir en base a las características de su cuerpo, tendría dos años menos que mi edad: doce años. Sus piernas trotan ligeramente por la vereda instaurada a mi derecha, aproximándose hacia mí sin premura y haciendo danzar a los cabellos de su prolongada melena en el proceso.
Finalmente, ella aborda a la vereda en que me hallo. Al tenerla ampliamente próxima a mi cuerpo, soy capaz de examinarla a grandes dimensiones: el vestuario que lleva puesto está constituido por una camiseta blanca sin ningún detalle, pantalones pescadores color gris y desgastados en la zona de las rodillas, zapatillas de cuerina bordó y una mochila con diversas estampas plasmadas en su tela. Es considerablemente flaca y pequeña; según lo que alcanzo a calcular, su estatura frisaría los 1.50 cm; lo que daría como resultado una diferencia de 25 centímetros entre ambos. Aún así, tengo en cuenta que soy yo el que posee una altura inusual entre los demás varones de mi edad, por lo que considero que es normal el hecho de que los demás jóvenes me parezcan pequeños en demasía
Renuevo mi caminata, acompañando los pasos de aquella extraña muchacha y alargando la tarea de apreciar la complexión de su figura: como comenté, es muy delgada. Su torso es fino y detenta una cintura sumamente holgada, de curvas casi inexistentes y rozando lo llano. De este cuelgan dos bracitos, débiles y menudos como las ramas de un árbol en Invierno, coronados con albugínea nieve en representación a la piel que los envuelve. Aparentan ser tan frágiles, que juraría que mis dedos serían capaces de grabarles purpúreos cardenales con el más mínimo apretón. Sus piernas y su culo, imitando las mismas propiedades de su torso, son totalmente planos y no poseen encanto alguno.
No es el modelo de cuerpo que acostumbro a encontrar en las páginas de pornografía o revistas eróticas; en tales medios, las mujeres suelen ser rubias y detentan unas figuras desmesuradamente esbeltas. Siempre se hallan maquilladas y la mayor porción de ellas tienen bronceado. Pero, nuevamente, tengo en cuenta el factor de que estoy analizando el insulso cuerpo de una niña de, por lo menos, doce años, por lo que me dispongo a abandonar tales comparaciones y enfocarme en ella.
Habré de esclarecer que su cuerpo no me es desagradable en absoluto. La extraña chiquita, de figura plana y aspecto insignificante, en comparación al de aquellas mujeres hechas para el goce; logró que una insólita excitación asaltara a mis sentidos tras contemplarla, dejándome ampliamente acalorado y con pensamientos e ideas perversas aflorando en mi conciencia.
Sin embargo, su figura no fue lo que más agradó a mis pupilas en el instante en que ellas le examinaron. Fue sino una particularidad más insustancial entre aquellas, abundantemente más llamativas, que las féminas detentan: se trata de su cabello. Un prolongado manto de apariencia exótica y textura semejante a la del terciopelo, elaborado con lacios mechones de cabello color rosado, de los que el viento se encarga de columpiar libremente entre sus espacios. Mis ojos nunca habrían de asistir a una visión siquiera similar a aquella en el pasado; nunca habrían de contemplar algo tan hermoso y perfecto como lo sería el cabello de esa niña. Tintado con el pigmento de los pétalos de las rosas e idéntico a todo aquello que siempre soñé, únicamente que no recordaba haberlo hecho.
Tan insólitamente perfecto que logra asustarme. Aquella chiquita me satisface, y soy consciente de que sería capaz de continuar haciéndolo en otras circunstancias. Aún cuando no he tenido la oportunidad de examinar sus facciones, mi corazón se encuentra convencido de que la quiero a ella. Deseo poseerla en surtidos aspectos, pero los primordiales son estos próximos: quiero que sea mi primera novia, mi primer beso y mi primera relación sexual. Que me enseñe las tetas como aquellas ordinarias y exquisitas damas de las revistas y películas pornográficas, me ofrezca el placer de permitirme estar cercano a su cuerpo y su cabello, y me jure —cuantas veces sea necesario— que podré apropiarme de ella sin el temor de que algún tercero intente arrebatármela.
Súbitamente, contengo mis reflexiones y me dispongo a elaborar mis próximos propósitos. Puesto que, tras haber decidido hacer mía a aquella chiquita, comprendo que es momento de fraguar algún plan para cumplir mi meta.
Segundos después, idea alguna logra formarse en mi mente, por lo que resuelvo abandonar aquello y emplear, en su lugar, al natural impulso de mi carácter: produzco un movimiento hacia delante con mis piernas, descartando la distancia que se imponía entre ambos y reuniendo mi cuerpo con el suyo. Al gozar de su cercanía, soy capaz de experimentar diversas sensaciones usando a mis sentidos: mi nariz acoge el intenso aroma a miel y manzana que su cabellera desprende, mis ojos admiran el panorama que la parte trasera de su silueta me obsequia; y mi tacto, rebosante del anhelo de poder tocarla, se encarga de recoger una pequeña mecha de su abundante melena.
Sin embargo, para mi propia decepción, el deleite de poseerla arrimada a mi torso se extendió por un reducido instante más. La joven acabó reparando en mi presencia, giró ligeramente la posición de su rostro y procedió a avivar, con discreta prisa, la velocidad de sus pasos, aventajándome por unos cuantos metros de distancia y rechazando vilmente mi compañía.
Un doloroso nudo es concebido en mi garganta, se oprime en torno a esta y me impide el poder producir sonido alguno. La temperatura de mi cuerpo desciende, mientras que mis pensamientos —y algunas inciertas voces internas— se congregan en mi mente con la intención de realizar todo tipo de comentarios denigrantes y acusatorios hacia aquella joven. Les ignoro, sin duda alguna, y como acostumbro a hacer siempre; ellos son yo, pero, al mismo tiempo, tampoco lo son. Y para cerciorarme de que no acudirán nuevamente a mi mente, sacudo la cabeza con insistencia y le atizo un puñado de golpes al chichón de la noche pasada.
Tras recuperar la serenidad en mi estado, me preparo para proseguir con las acciones que aún tengo planeadas. Después de todo, aún teniendo en cuenta la respuesta negativa que ella tuvo al percatarse de mi proximidad, soy consciente de que aquello no es un motivo válido para rendirme tan fácilmente y aparentar que la fascinación que siento por ella ya no existe.
Así, pues, acelero nuevamente mi caminata, vuelvo a estabilizarla tras presentarme frente a la parte trasera de su cuerpo, y tras esto, aproximo nuestros cuerpos con medida prudencia. Inmediatamente, logro percibir su reacción ante nuestra nueva cercanía; un súbito temblor nace en la punta de sus pies y concluye entre sus hombros, ocasionando que su estabilidad decaiga ligeramente. Por mi parte, me ofrezco a gozar de su cercanía con la primera acción que asiste a mis pensamientos: le tomo del cabello con mi mano derecha, circundando la anchura de su melena entre mis dedos. Es tan ligero y suave, que inclusive el compararlo con el terciopelo es insuficiente. Tan magistral y espléndido, que podría jurar, sin lugar a dudas, que el suave tacto de las alas de los ángeles continuaría siendo un rival ridículo para él.
¡Esta perra nefasta es lo que siempre quisiste, hombre! Haz algo con eso que tienes entre los dedos, no seas mogólico.
Sin meditarlo en lo más mínimo, me dispongo a realizar la sugerencia que una de mis voces me ha hecho. Ajusto el cabello de la muchacha entre mis dedos y procedo a jalarlo hacia atrás, con toda la fuerza que me es posible y empleando la rabia más intensa que alcanzo a liberar. Le tiro del cabello como si tuviera la intención de separárselo de la cabeza, arrancárselo del cuero cabelludo y guardármelo para mí mismo.
La cabeza de la muchacha vuelca su posición hacia atrás; su rostro, ahora, se halla apuntando hacia el cielo y plenamente visible para mis pupilas. Sin embargo, la expresión de angustia y espanto que detenta me estorba para poder saber cómo es cuando tiene un aspecto más tranquilo.
Ella comienza a gritar y removerse, en un inútil y frustrado intento de lograr desprenderse de mi agarre. A continuación, un profundo desconsuelo es incorporado a su reacción; amplia cuantía de lágrimas es liberada por sus ojos, estas desciende por las dos prominentes y albinas colinas que tiene como mejillas, empapan su rostro y acaban extraviándose en su cuello. La piel que reviste su rostro adquiere un fogoso color carmesí, mientras que sus facciones se encuentran contraídas en una expresión de severo dolor y angustia.
Son sólo lágrimas y expresiones. La gente miente todo el tiempo a través de ellas. ¡Sí, lo hacen! Te engañan tanto, quieren que sientas pena por ellos poniéndote esas caras de perritos. ¡Al Diablo con sus caras y los putos perritos! Todo es mentira, chico.
Sus chillidos son condenadamente violentos y afilados, acuden dolorosamente a mis tímpanos y perturban a mis sentidos, acabando por enervar mi paciencia. Finalmente, me resuelvo a capturar las muñecas de sus brazos con mi mano izquierda, arrebatándole la posibilidad de defenderse. Retiro el aprisionamiento en el que tenía a su cabello, y una vez desocupada mi mano derecha, la elevo hacia su rostro y envuelvo mi palma sobre la superficie de sus labios. El encierro al que los reduzco es férreo e inquebrantable; las puntas de mis dedos descansan sobre sus mejillas, oprimen estrechamente los costados de su mandíbula y terminan cosechando buenos resultados: ella continúa sollozando, aún así, las protestas que emitía finalmente han concluido. Asimismo, sucede con sus previos forcejeos; la fuerza de mis manos, empleada en la tarea de oprimir sólidamente sus muñecas, consiguió que los constantes manotazos que intentaba propinarme fueran reprimidos. Ahora, su cuerpo se halla en templada quietud, reposando ligeramente la zona alta de su espalda en mi torso y provocando que mis pensamientos —en ese punto, totalmente desequilibrados— volvieran a mitigarse.
Sin embargo, en una nueva ocasión, la circunstancia se me escapó de las manos. Con una de sus piernas, ella logró descargarme una enérgica patada en la ingle, tan veloz e imprevista que no pude alcanzar a interrumpirla. El dolor del golpe se establece en mis testículos, recorre mis caderas y asciende a mis riñones. Mis brazos, sintiéndose flácidos y débiles, acaban rindiéndose y deciden soltar a la muchacha. El equilibrio de mis piernas comienza a consumirse, y no demoro mucho en terminar desplomándome en mis rodillas, sintiendo y estando concentrado únicamente en el agónico dolor de aquella patada.
Percibo a la niña marchándose, a toda prisa, del sector en el que estoy, incorporando una porción de distancia más entre nosotros con cada pisada que sus piernas elaboran. El daño del golpe continúa aquejándome, los poros de mi rostro expulsan sudor frío y mi garganta desata una larga retahíla de gruñido y quejidos, a los cuales acontecen diversos improperios.
Tras la sucesión de unos cuantos segundos, la aflicción que habría de padecer sigue manifestándose. Y sin embargo, aún con esto, soy incapaz de abandonar el pensamiento de que aquella hermosa perra continúa distanciándose de la vereda en que me encuentro, escapando de mi existencia y todo lo que ella conlleva; soy consciente de que no quiero perderla, no quiero que ella se escape, por lo que ignoro el dolor y me sirvo de la fuerza que aún detento para ponerme de pie.
Tal acción demandó un gran empeño, pues mis piernas flojeaban en algunos instantes y ocasionaban que trastabillara continuamente. Pero, sin la intención de rendirme, me mantuve en pie y conseguí emprender mi marcha. Mis primeros movimientos fueron lentos e inconstantes; hasta que, finalmente, el dolor en mi pelvis se desvaneció por completo y el ritmo de mi caminata retornó a su estado mesurado. Cuando me sentí dispuesto, transformé mi ligera marcha en una presurosa corrida y emprendí la persecución de aquella chica.
Mis piernas elaboran las pisadas más amplias que la longitud de estas me permite. Después de realizar un corto recorrido, atravieso enteramente la vereda y procedo a trasladarme por la ruta que me separa de la cuadra contigua. Una vez allí, los buenos resultados de mi esfuerzo se manifiestan: transitando por el centro de la cuadra, se halla la joven de cabellera rosada. Su ritmo, aún siendo presuroso, no lograría jamás ponerse a la altura del que yo manejo, por lo que tengo la certeza de que lograré aventajarla y volver a capturarla. Como si ella interpretara el papel de un pequeño y desvalido ciervo, y yo el de un iracundo y peligroso lobo salvaje. La diferencia es que, refutando las creencias que el ciervito posee, yo no quiero comérmela ni violentarla; sólo quiero tenerla por un prolongado rato, y que los dos disfrutemos de la compañía del contrario plenamente.
Continúo persiguiendo a la muchacha con obsesivo apremio. Mi cuerpo se opone totalmente a aceptar la opción de suspender mi marcha, aún si tal pausa sólo se prolonga por un corto lapso de segundos. Corro a una velocidad extraordinariamente alta, distanciándome momentáneamente de mi figura humana y trasladando mi espíritu al cuerpo de aquel lobo; un animal libre y perfecto, capaz de recorrer surtidos bosques e ir cazando ciervitos mediante el trayecto. Corro para cazarla, y expresarle el sinfín de sentimientos que aún siguen compareciendo en mi cabeza. Decirle todo aquello que no le diría a ninguna otra persona, a excepción de ella. Quiero… deseo.
Mientras cumplo la tarea de dirigirme hacia mi anhelado objetivo, comienzo a experimentar una repentina alteración en la condición de mi cuerpo. Una lacerante opresión se instala en mi pecho, provocando que un vigoroso dolor se esparza por tal zona y me aqueje con violencia. A continuación, inhalar oxígeno se vuelve complicado; el aire en mis pulmones es exiguo y mi respiración se muestra inconstante y escasa, produciéndose con gran diferencia de tiempo entre cada inspiración que doy y sonando de manera semejante a un silbido. Jadeo inconscientemente, intentando atrapar todo el oxígeno que me sea posible. Tras esto, una tos asciende por mi garganta y es liberada por mis labios instantáneamente. Súbitas ansias de echarme a llorar me acometen; sé qué es aquello que le pasa a mi cuerpo, y lo aborrezco de una forma insana. Aborrezco retornar a mi auténtico cuerpo. Ya no soy el lobo que mora entre los bosques, nuevamente soy Sasuke Uchiha.
Me abstengo de dar pie a cualquier tipo de asunto secundario. Únicamente me dedico a ocuparme de mi cuerpo, y todo aquello que él me solicita. Así, paralizo mi marcha en una nueva oportunidad, retiro la mochila de mis hombros y procedo a buscar el puff¹ dentro de los bolsillos de dicho elemento.
Renunciando a la idea de que podré llegar a atraparla, elevo la posición de mi semblante para observar, por última vez, a la chiquita. Ella, serena como aquellos ciervitos que trotan despreocupadamente por los boscajes, ya anda marchándose de la vereda en otra ocasión, optando por cruzar la ruta que se dispone a mi izquierda y dirigirse, probablemente, al centro de la ciudad. Y así lo hace, sin embargo, antes me observa; sus ojos acaban descubriéndome, demoran un breve instante en la labor de examinarme, para después apartarse bruscamente y enfocarse en otro panorama.
Ella comienza a marcharse, prescindiendo de mi compañía y abandonándome en aquella vereda. Con un ataque de asma arremetiendo contra mi sistema y una reciente ira naciendo dentro de mí. —¡Puta de mierda! —exclamo, de manera abrupta y con la voz más estable que la condición de mi cuerpo me concede. Las palabras se derraman inconscientemente de mis labios, henchidas de rabia y con el fin de hacerle sentir inquieta y ofendida.
Aún así, mis intensiones no lograron ser exitosas, puesto que ella ya no se encuentra asistente dentro de aquella avenida. Sus piernas, posiblemente, se hallen trasladándola hacia un lugar completamente apartado de aquel al que yo me dirijo. Un lugar al que no podré acudir en ninguna oportunidad.
Finalmente, encuentro el puff dentro de uno de los bolsillos internos de mi mochila. Lo tomo entre mi palma derecha, agito el envase unas cuantas veces, y tras esto, lo elevo hacia mi boca; produzco una profunda exhalación y procedo a posicionar, frente a mis labios, la boquilla del inhalador. A continuación, elaboro el extenso y complicado procedimiento que habría de emplear en cada situación semejante a esta.
Minutos previos, mi estado retorna a su anterior condición serena y saludable, pero el perjuicio y la humillación que habría de ocasionarme aquel suceso continúa perturbándome. El asma es un enfermedad desgarradora y espantosa. Habría de adquirirla mediante la herencia sanguínea de mi querida madre, estoy convencido de aquello; puesto que, aún cuando no he vuelto a verla desde el tiempo en que contaba con siete años, guardo diversos recuerdos vinculados con ella. Y en algunos de estos, ella se presenta portando un inhalador entre sus manos.
Introduzco el puff dentro del bolsillo de mi mochila. Le cierro la cremallera y la acomodo entre mis hombros. Me consagro a meditar, brevemente, sobre aquello que transcurrió esta mañana; en cómo me reuní con la mujer de mi vida, cómo ella se rehusó a aceptar mi compañía, y cómo acabó alejándose de mí perpetuamente. Aún la desprecio por aquello, por haberse encontrado conmigo en aquella vereda y adherido reciamente a mis pensamientos. Por haber estado ahí, y no en otro sector, en alguna otra ciudad.
Sin embargo, no intranquilizo a mi conciencia con aquellos asuntos, puesto que estoy enteramente seguro de que volveré a encontrarla. Incluso soy capaz de sentir al momento próximo a su aparición y evidente frente a mis ojos. Mientras tanto, a cada instante, existirá esta maldita distancia entre nosotros. El lobo conducirá sus pasos hacia el destino que le espera, impaciente y encandilado por aquellos porvenires.
El ritmo en el que habrían de acontecer las horas de aquella madrugada fue veloz e imperceptible, la fresca y temprana mañana entintó sus estructuras con las coloridas matices de la tarde; y de esta forma, más temprano de lo pronosticado, logré sobrellevar el tormento que las clases representan en mi vida y trasladarme hacia la última hora de estudios.
La materia en que me encuentro ahora es Geografía; sin embargo, semejante a como habría de obrar en las precedentes materias, no brindo ni la más mínima atención a las lecciones que la profesora distribuye, ampliamente aburridas y, bajo mi criterio, innecesarias para el uso cotidiano. Después de todo, ¿de qué habría de servirme el comprender los tipos de placas litosféricas? Aquello era una completa ridiculez, todo lo vinculado a los estudios lo era. No existe un fin oculto tras ellos, no hay nada; una vez finalizados tus estudios, te entregan tu diploma, una módica medalla como distintivo de gratitud y, finalmente, te dan una palmadita en la espalda y te envían a casa.
Mi padre, en una pretérita circunstancia, habría de expresarme que los estudios son uno de los procederes que el gobierno emplea en los jóvenes para amaestrarlos. Hacen que actúes como ellos, como haría un domador con su chimpancé de circo. Quieren que bailes al son de sus mierdas, mientras mueven un plátano frente a tus ojos. Yo pasé por eso, pero nunca les di el condenado baile que querían, observó mi padre. Su dicción era severa, transmitiéseme amplia convicción y orgullo. Y, a su vez, la total certeza de que yo tampoco bailaría al son de aquella mierda. A mí nadie me dominaría.
Así, respaldando las enseñanzas de mi padre, rechazo todo asunto relacionado con los estudios y, en su reemplazo, invierto el tiempo en admirar el panorama dispuesto a mi derecha. En tal sector, erige la pared principal del salón de clases; los blancos metros de su extensión contienen, en su extremo izquierdo, la puerta de entrada, y junto a esta, tres ventanas, de las que solamente las divide un metro de distancia entre ellas. Mi escritorio, afortunadamente, se halla a la par de una de esas ventanas, por lo que puedo contemplar el exterior del salón y, de esta forma, moderar mi aburrimiento. Sin embargo, siempre hay un factor que lo frustra todo: el sector al que las ventanas brindan acceso es el pasillo del instituto, un panorama enteramente simple y monótono para mis ojos.
Me habría encantado escaparme del instituto; y sé que elaborar tal acción habría sido ridículamente sencillo. Me he fugado del instituto en innumerables ocasiones. La experiencia, siempre, se encuentra acompañada de una inmensa e indescriptible adrenalina, comparable a la que experimenté en la primera vez que consumí un cigarrillo. ¡Aquella basura me agitó un montón! Pero la experiencia fue una de las más deliciosas que he tenido. Así, también, he llegado a escaparme de mi hogar por las noches, con el fin de elevarme hacia la cima de lo más alto. Sin embargo, mi padre se pone como una cabra cuando me encuentra haciendo de las mías; ya sea escaparme del instituto o de la perra casa, habré de recibir una paliza si él me encuentra en eso. Y mentira alguna que salga de mis labios podría socorrerme.
Aquellas protestas silenciosas e internas fueron despojadas de sentido alguno en el momento en que mis ojos advirtieron el traslado de dos personas por el pasillo, pasando frente a la ventana que me corresponde y, finalmente, ocultándose tras una porción del sector a la que mis ojos no consiguen abordar. Aún así, las singulares características de una de esas dos personas lograron ser retenidas en mis retinas: son las de aquella muchacha. La exquisita mujercita de ensueño con la que habría de relacionarme en la madrugada de este mismo día.
Sin embargo, aquello era imposible. Ella no podía encontrarse aquí.
Mis reflexiones fueron interrumpidas en el instante en que la puerta del salón fue abierta. A continuación, la directora del instituto surge en la entrada y procede a conducir sus pasos hacia el centro del aula, elabora un ademán con la mano izquierda y, con esto, ocasiona que la persona que le acompañaba también se adentrara dentro del salón de estudio.
Es ella. Se trata de ella. Para mi propia dicha, la visión de mis ojos no habría de brindarme una imagen falsa de la aparición de aquella muchacha, alimentada por el natural deseo de volver a encontrármela. El aspecto que presenta es impecable y exquisito, semejante al que portaría, horas previas, en el instante en que ambos nos encontramos en aquella retirada vereda. Ella fue hermosa a cada instante, perpetuamente perfecta ante la percepción de mis pupilas, incluso en el momento en que procedió a partir de la zona y abandonarme por completo, trotando por las rutas como un pequeño gatito callejero, totalmente libre y dispuesto a encontrar un nuevo tarro de basura en el que hurgar por comida.
Aún no olvido que yo tuve que interpretar aquel papel por su culpa, que yo fui aquel tarro de basura; sin embargo, prescindo de tales rencorosas reflexiones por el momento, puesto que la muchacha se encuentra aquí. De alguna forma, por algún extraño y venturoso motivo, ella se encuentra dentro de mi instituto, confinada en el mismo salón en el que yo estoy, desprendida de mi cercanía únicamente por exiguos metros de distancia. Siendo hermosa, permaneciendo perfecta y hermosa; su rostro, sereno y cálido anteriormente, ahora se halla ampliamente sombrío y demacrado, como si se le hubiera muerto la mascota el día pasado y aún no lograra quitárselo de la cabeza. Aún así, continúa siendo preciosa, tan próxima y cálida a mi cuerpo que mi cuerpo tirita de inquietud y excitación, provocada por la intimidad que el asunto encierra.
Yo habría de afirmar, horas atrás, que ella y yo volveríamos a encontrarnos. Pero la prontitud del momento en que aquello se efectuó me dejó pasmado. Desconozco cómo tendría que reaccionar ante esto; pero, ¡qué más da! El destino siempre es favorable con aquellas personas que lo merecemos.
—Buenos días, alumnos y alumnas —saluda la directora, preservando en su semblante la misma severidad con la que habría de acceder al salón. —No se paren, quédense en sus asientos. Sólo vine a compartirles un par de palabras, y presentarles a esta personita —adiciona, extendiendo sus palmas y señalando, con estas, a la chiquita de cabellera rosada y rostro de mocosa desamparada. —Cariño, ¿quieres presentarte? —interroga, descendiendo el volumen de su voz y arrimando sus labios al oído derecho de la nombrada. Tras esto, la mocosa de cabellera rosada procede a rechazar la propuesta ofrecida, produciendo un simple movimiento con la cabeza. —¿No quieres? No hay problema, yo te presento.
El torso de la directora retorna a su posición recta y rígida. A continuación, acomoda sus palmas por encima de los hombros de la niña y se dispone a continuar con la prolongación de sus palabras. —Bueno, chicos, ella es Sakura. Sakura Haruno. Su familia acaba de mudarse a Suide hace muy pocos días, y... bueno, como supondrán, empezará a cursar en nuestro instituto. Por favor, ¡más que nada para los varones del fondo! Les pido que sean muy buenos compañeros con ella, la traten de la misma forma en que tratarían al amigo de toda la vida, la contengan y, sobre todo, la hagan sentir bienvenida —nuevamente, la directora suspende su diálogo. Tras unos cuantos segundos, emprende su reanudación: —Les explico. Esta mañana, a Sakura le robaron la mochila cuando estaba dirigiéndose al instituto. Ella tuvo que desviarse del camino porque un hombre, con el que se cruzó mientras caminaba, la violentó e intentó retenerla. Fue a parar al centro de la ciudad, desconociendo todas las avenidas por las que cruzaba, totalmente desvalida… fue allá donde le robaron. ¡Una situación horrible! ¡Despreciable y horrible!
Su nombre es Sakura. El nombre de la muchacha de la vereda, de la perra de cuerpo escuálido y pequeño, semejante al de un ciervo famélico, es Sakura. Es bonito —me encuentro convencido de que todo aquello vinculado a ella lo es—, sin embargo, el nombre suyo no es de mi interés en absoluto. ¿Por qué me habría de importar cómo carajos se llama? Decirle chiquita por el resto de mi vida habría sido suficiente. Por otra parte, ¡con dos huevos, ella le relató a la puta directora nuestro pequeño percance! Bien, si consigue rememorarme, habré de intimidarla, o proporcionarle una linda bofetada en el par de tiernas y robustas mejillas que su rostro detenta. Quedará mansita, es impensable que un ciervo se conceda la dicha de ser salvaje cuando se encuentra frente a un lobo.
—¡Qué bárbaro! —exclama, en esta ocasión, la profesora de Geografía. —Hay tanta inseguridad en estos días. Yo no le recomendaría a los padres que permitan a sus hijos ir solos a la escuela, ¿no cree usted? Son presas fáciles, como esta pobre criatura… ¿Cómo dices que te llamas? ¿Sakura? —interroga. La muchacha afirma a su pregunta. —Por cierto, ¡a mí no me avisaron de que vendría una nueva alumna! Bueno; bienvenida, corazón. Ay, te ves muy triste y cansada. Pobrecita.
—¡Profe! —uno de los compañeros con los que comparto oxígeno, Naruto Uzumaki, eleva el brazo derecho para demandar el beneficio de la palabra. Una criatura desagradable, sus labios desprenden cada sarta de tonterías, con sólo escucharle llegas a suponer que posee algún tipo de retraso. Haría una exquisita salsa de barbacoa con las neuronas derretidas que aloja dentro de la cabeza. —Si le robaron, ¿por qué no llamó a la policía? Digo, no es una nena, puede hacer esas cosas por sí misma.
Detestable retrasado mental. Las personas como él deberían elaborar una extensa fila y aguardar a ser fusiladas. Una por una, desmoronando sus pútridos y execrables cuerpos en el suelo y sometiéndose a ser devorados por insectos y animales salvajes. Sin embargo, eso no sucederá; Uzumaki continuará vivo, siendo la mierda popular del instituto y alargando sus alardeos por ser el mejor en los deportes que practica. Yo mismo me encargaría de acabar con su suplicio.
—¡¿Y con qué teléfono pretenderás tú que llame a la policía?! Digo, el suyo estaba en la mochila que le robaron. ¡Y, por obvias razones, ella no se animó a pedir el teléfono de alguien para llamar! —amonesta la directora, incrementando ampliamente el tono de su voz y observando al citado con austeridad. —Y otra cosa, les acabo de solicitar a todos que sean buenos compañeros con la nueva alumna, ¡y usted lo primero que hace es juzgarla! Más vale que se calle y esto no se vuelva a repetir.
Tras esto, un estricto silencio se esparce por cada fracción del aula de estudios. La profesora de Geografía, quien habría de desprenderse de su asiento en el instante en que la directora irrumpió en el salón, regresa a su escritorio y vuelve a acomodarse en él. —Bueno, Sakura, ¡bienvenida, de parte de todos! Vete a sentar en el escritorio libre que más te agrade. Consagraremos unos minutos a presentártenos a ti, ¿te parece?
La joven aludida elabora un desganado meneo con la cabeza en señal de afirmación. A continuación, la directora libera los hombros de la niña del agarre con el que los sostenía. Vira el rostro hacia donde se encuentra la profesora, y le enuncia lo próximo: —Ya llamé a los padres de Sakura para que vengan a buscarla. No creo que tarden mucho, una hora, como máximo. Mientras tanto, sí, estaría buenísimo que se presenten a ella, vayan formando un buen ambiente entre todos —la observación de la directora se desplazó por la extensión del salón, al llegar a la última oración. Al finalizar, su cuerpo vuelve a inclinarse y sus labios le musitan lo siguiente a la chiquita: —Yo ya me voy yendo, ¿quieres algo más? ¿No hay problema si te dejo ahora? —la mocosa vuelve a negar. ¿Ella también opinará que esa vieja es una cargosa? —Bueno. Entonces ve haciendo lo que la profesora te pidió.
Sakura, la deslumbrante y repulsiva perra barata, gata salvaje de uñas punzantes y neuronas exiguas, reanuda el desplazamiento de sus piernas por el suelo del salón, orientándolas hacia el escritorio disponible que más se le apetezca.
Y precisamente, tratándose de una casualidad ampliamente práctica y fortuna, el banco dispuesto a mi costado izquierdo está desocupado, habiendo otros dos puestos detentando el mismo estado y establecidos en un sector más profundo del salón. Tras percatarme de esto, me entrego a un intenso estado de impaciencia y excitación. Mis antebrazos, ajustados sobre las orillas de mi escritorio, se estremecen entre graves avalanchas de escalofríos, provocados por la emoción, los nervios, la exasperación, el rencor, el querer, ¡por un gran conjunto de sentimientos! Las palmas de mis manos sufren un prolongado escozor, como si decenas de alfileres me pincharan por debajo de la piel que las reviste. Los poros de mi anatomía expulsan sudor frío y mis piernas trastabillan de forma insistente. Experimento una repentina ascendencia en el nivel de mi temperatura, la carne de cada fracción de mi cuerpo se abrasa lentamente, ¡me siento fatal! Quiero que esto acabe, que escoja un condenado banco. Que escoja el que se encuentra junto al mío. ¿Qué harás, mocosa, perra, gata callejera?
Ella escogerá el escritorio que está junto a ti. Una de mis voces ha procedido a manifestarse. ¿Es cierto lo que dices? Ustedes lo saben todo, ¡dime que es cierto!
No. ¡Sasuke, dile que aleje su asqueroso culo de nosotros! Ella no es para ti, hermano. Vamos, hombre, nosotros sabemos lo que pasará después de esto. Lo sabemos todo.
Sin embargo, ya es demasiado tarde. La naturaleza egoísta y caprichosa de mi carácter optó por ignorar las prevenciones que mis voces habrían de formularme; y, como consecuencia, también optó por despejarle el camino al destino y todo porvenir que le acompañara, sin importarle si estos son tan infortunios como mis voces me advirtieron.
Finalmente, ella está aquí. Su nombre es Sakura Haruno, comenzará a cursar sus estudios dentro de mi instituto, le entregaron la oportunidad de escoger en qué escritorio sentarse, y ella procedió a escoger el que se encuentra junto al mío. El interior del salón se recrea entre las penumbras, mientras que el rostro de ella continúa apuntando hacia el suelo; teniendo en cuenta estos factores, supongo que aún no habrá de reconocerme. El tiempo es amplio como lo es el mundo, el tiempo siempre habrá de encontrarse a mi favor.
La muchacha acomoda su figura sobre el banco que ha escogido. Coloca sus brazos por encima de su escritorio, entrecruza los dedos de sus manos y adhiere las orillas de sus piernas con firmeza, modosita y distinguida como una señorita.
Las malignas e insufribles voces continúan manifestándose en el interior de mi conciencia. Son tres, profieren los gritos y aullidos más sonoros que mis tímpanos habrían de escuchar en todo el tiempo que llevo existiendo; ocupan alojamiento en mi cabeza desde hace un puñado de años, siempre se hallan opinando de todo, anhelando controlarme. En exiguas circunstancias presto atención a sus dictámenes. A mí nadie habrá de dominarme.
Retiro mi antebrazo izquierdo de la superficie de mi escritorio. Procedo a trasladarlo por la atmósfera, elevando su alargada extensión a un ritmo prudente y tardío; soy consciente de que habré de obrar con calma e inteligencia, no deseo asustarla. Los dedos de mi mano se expanden, tiritando por la impaciencia de abordar al objetivo al que se aproximan: el brazo derecho de la muchacha. El tiempo se encuentra a mi favor, transcurre de manera lenta y sosegada; y, finalmente, las puntas de mis dedos consiguen encontrarse con el bracito de ella y acariciarle con firmeza, experimentando el calor de la piel que lo envuelve, aún por encima de la tela de su camiseta. Percibo cómo el cuerpo de mi chiquita se crispa por completo, ha logrado reparar en mi presencia.
Lentamente, la posición de su semblante gira hacia el lugar que me encuentro ocupando. Ella me observa, con espanto y congoja. ¡Sus ojos son verdes!
1. Puff: dispositivo médico ampliamente utilizado para el tratamiento del asma y enfermedades pulmonares obstructivas.
¡Hola, nuevamente! Finalicé el primer capítulo de este fic hace poco más de una hora, y no saben lo contenta que me encuentro por haberlo hecho. Escribir este capítulo fue muy complicado; como podrán ver, Sasuke tiene asma, y un trastorno mental que se mencionará después. Su personalidad es muy especial, ¡fue difícil desarrollarla! Igualmente con la manifestación del asma en él. Pero bueno, no me quejo, puesto que, en mi opinión, este capítulo quedó muy lindo. Más largo de lo que pensé que quedaría, eso sí.
Antes de empezar con la apertura de los comentarios importantes sobre esta historia, quiero aclarar que no, ¡el capítulo del fanfic no está incompleto! Termina repentinamente para dar más suspenso. El próximo capítulo transcurrirá años después, por cierto.
Ahora sí. Comentarios breves —y muy importantes— sobre esta historia.
1. Contendrá violaciones y maltrato intenso por Sasuke hacia Sakura, junto a un segundo varón que se mostrará más tarde. Por favor, si algún lector es sensible a estos tipos de temas, que abandone la historia inmediatamente.
2. Considero que este fanfic es el segundo más violento que tengo. Esto no lo digo para hacer una especie de clickbait y atraer a cierto público con el morbo, realmente será una historia bastante cruel y grotesca. Quedan advertidos.
3. No tendrá muchos capítulos. 15 o 16, como máximo.
4. Los nombres de los capítulos estarán escasamente relacionados con el capítulo en sí, puesto que decidí que cada uno de ellos fuera el nombre de una canción de tres artistas en específico: Charly García, Luis Alberto Spinetta y Fito Paez, en ese orden. Los tres cantantes son argentinos. Me propuse esta idea más que nada por estética, y una especie de homenaje a sus canciones. Al principio de cada capítulo, se encontrará un párrafo de la canción correspondiente. La única relación de cada capítulo con la canción es que se podrá encontrar el nombre de esta agregado en un párrafo que se adecúe a lo que él expresa.
5. ¿Alguna curiosidad? Bueno, me inspiré bastante en el libro Blaze de Stephen King para crearlo.
Supongo que eso es todo. Si les gustó, agréguenlo a favoritos y háganmelo saber con un review. Gracias por leerme y apoyarme, nuevamente.
«2 / 9 / 2018 — 4:14 a.m»
