Disclaimer: El universo de Harry Potter, su historia, así como todos sus personajes pertenecen a J.K. Rowling. Está historia está escrita sin ningún fin lucrativo.


Prólogo: Áureo

Gryffindor era famoso por su gran mercado costero, el cual se reconocía comúnmente por el nombre de "Mercado del Oro", aunque sus tenderos no fuesen precisamente ricos. Lo llamaban así por las enormes redes de pesca que colgaban del muelle, todas adornadas en los bordes con chapas doradas, parecidas a monedas pesadas, que brillaban, tintineaban con la brisa y contrastaban con las telas escarlatas de los puesto comerciantes.

—Ese vale dos galeones.

Draco alzó la mirada y miró a la mujer de soslayo, manteniendo la cabeza gacha. Era una chica joven, con el cabello rizado y negro. Tenía un pañuelo turquesa anudado en su melena, que conjuntaba con sus ojos azules.

Volvió la vista hacia sus manos. Acarició el colgante que había encima de la mesa con cuidado. Era una pequeña flor de narciso hecha de porcelana y pintada seguramente a mano. Habían decenas de colgantes más expuestos sobre la mesa, la mayoría de ellos de flores, pero ese en concreto hizo que un sentimiento de profunda añoranza se anclase en su pecho.

—Es muy bonito —comentó en apenas un susurro.

Era una pena que no tuviera dinero para comprarlo.

Hizo un ademán de girarse para seguir caminando por el mercado, cuando la voz de una niña en el puesto de al lado le llamó la atención.

—Mamá, ¿me cuentas otra vez la historia?

—Ya te la sabes de memoria —objetó la mujer que acompañaba a la menor—. Además es una historia muy triste.

—Pero a mi me gusta.

La vio suspirar, mirando a la niña.

—Cuentan las grandes lenguas, que había un hombre, avaro y codicioso, que se enamoró de una princesa. Se dice que ella era hija de la Luna, porque su cabello era blanco, su piel pálida y sus ojos como el cielo lleno de nubes de tormenta. Él se enamoró de ella con locura, y la convenció para que se casase con él. Pero, al parecer, su avaricia era más grande que su amor, y cuando se dio cuenta de que ella poseía grandes fortunas, la tiró al mar, conociendo que ella no sabía nadar, y huyó con todo la fortuna en un pequeño velero. La Luna se enfureció, llenó el cielo de centellas, y revolvió la mar hasta el punto de que la tierra no era capaz de verse. El velero del hombre zozobró, y cuentan que vio a su amada antes de morir, que ella juró ante el cielo y la tierra que cada hijo o hija de la Luna haría pagar a las personas egoístas como él que solo buscaban riquezas —contó la mujer—. Por eso no debes ser codiciosa, cariño.

Draco pensó que era una manera bastante dulcificada de contar aquella historia. Era triste, pero apenas se acercaba a la realidad.

Él sabía que la realidad era que un hombre se había obsesionado con una mujer, que la había obligado a estar con él y que, cuando ella quiso huir, la asesinó y la tiró al mar. Cuando las malas lenguas empezaron a hablar, el hombre explicó que su mujer había sido la que se había suicidado, que cuando su sangre se mezcló con el agua en el océano, esta se convirtió en centenares de monedas doradas. Que ella se había sacrificado por él, por su amor, para que pudiese vivir fuera de la pobreza. Nadie le creyó en su día, pero unos meses después, el hombre había aparecido ahorcado y con riquezas que nadie sabía de dónde habían aparecido.

La leyenda se expandió como el polvo. Boca a boca, la historia se empezó a tergiversar. Algunos decían que el hombre mató a su amada para conseguir la vida eterna, para recuperar a alguien fallecido, o incluso para conseguir poderes fantasiosos. Las únicas cosas que coincidían en todas las leyendas, era que era descripción física de la mujer, y su nombre: Áurea. Pronto, la gente crédula que vivía llena de penuria se preguntaron si esa no sería la solución a sus problemas. Las personas comenzaron la cacería de los llamados áureos, en una desesperación por una ansiada vida mejor.

El sacrificio que marcó un antes y un después fue el de la princesa Luna Lovegood de Ravenclaw. Había sido asesinada delante de sus padres y de todo su reino. Una mujer la había degollado ante los ojos de miles de personas, alegando que si la mataba, conseguiría que su marido, quien la había abandonado, volviese con ella.

Entonces otra historia empezó a circular por las calles, esa leyenda que la mujer le había contado a la niña, una hecha para que las personas tuviesen miedo de ser codiciosas.

Draco parpadeó, volviendo a la realidad cuando sintió un golpe en su espalda. Se dio la vuelta, justo cuando una corriente de aire chocaba contra su rostro. Levantó la mano, agarrando la capucha que le cubría para que no se echase hacia atrás. Era un día caluroso, pero él siempre se aseguraba de ir tapado desde la cabeza a los pies. Sabía que en ese momento no corría gran peligro, pero su padre siempre le había dicho que tenía que ser precavido.

—Lo siento —murmuró.

Frente a él se encontraba un hombre bajito, con la nariz puntiaguda y el cabello marrón apagado. Sus ojos llorosos lo miraban asombrados, y rápidamente un anhelo desmesurado pasó por su rostro.

El corazón de Draco se aceleró, sabiendo que el hombre había conseguido ver su cabello.

—¿Estás bien, chico?

—Sí, gracias.

El rubio intentó marcharse, pero el hombre aferró su brazo con fuerza, tanta que casi le hizo soltar un quejido doloroso.

—¿Seguro que no necesitas que te ayude en algo?

Miró con pánico la desesperación y ansia que emanaba aquel sujeto. Forcejeó con él, consiguiendo deshacerse de su agarre, y corrió por el mercado, rumbo al muelle.

—¡Al ladrón!

Draco observó por encima de su hombro cómo el desconocido le perseguía, señalándole con el dedo, mientras la gente a su alrededor le miraba como si se estuviesen preguntando si detenerlo o no. Avanzó rápidamente por el muelle, vislumbrando un gran barco frente a él. No tenía salida, así que se precipitó por la escalinata de madera, subiendo hacia el barco.

Lo primero que vio en la cubierta fue un hombre alto, pelirrojo y lleno de pecas que le miraba con el ceño fruncido y los ojos enfurecidos. Le vio llevar una mano hacia su espada, así que se escabulló por detrás de él, intentando huir.

—Tú —gruñeron a su espalda—. ¿A donde crees que vas?

Se paralizó, con la respiración jadeante y el corazón en la boca. Se dio la vuelta, y para su sorpresa, el pelirrojo no le apunta a él con el arma, sino al sujeto que le perseguía —quien también había conseguido subir al navío—, y que tenía la mirada puesta en el con atención.

—Él... —señaló, con voz ansiosa—, me ha robado.

El marinero se giró, mirándole de arriba a abajo. Draco volteó automáticamente, agachando la cabeza para ocultar su apariencia.

—¿Y qué te ha robado exactamente?

—Él... él es un...

—Pettigrew —llamó, una voz ronca—, ¿por qué estás en mi barco?

—Capitán Potter.

Draco se tambaleó ante ese nombre. Habían miles de historias que rondaban el nombre de Harry Potter. Era un pirata, en eso coincidían todas. No se le conocía por ser especialmente violento, pero tampoco por ser indulgente. Su navío era casi tan famoso como él. Lo llamaban Fénix, por la gran gárgola tallada en madera de roble que se situada a forma de mascarón* en la proa. Se decía que su tripulación era la más eficaz de todos los mares. No eran sanguinarios, pero sí te cruzabas en su camino casi que preferirías estar muerto. Aún con todo eso, habían valientes —o majaderos—, que se enfrentaban a ellos, guiados por los rumores que decían que dentro del Fénix había oro y joyas para volver rico hasta al hombre más pobre.

Fue levantando la mirada con cuidado, observando al hombre frente a él. Llevaba una botas negras desgastadas de cuero, un pantalón de marinero oscuro, holgado y desteñido. En su cintura se ceñía un fajín* de color negro, y de él colgaba una gran espada que tenía pinta de ser bastante mortífera. La parte superior de su cuerpo estaba cubierto por una camisa de manga larga de color carmín que le quedaba suelta, dejando ver parte de su torso.

Cuando Draco llegó a su rostro, el aire pareció solidificarse en sus pulmones. Sus ojos eran verdes y brillantes, su cabello azabache y revuelto por el aire. Su mandíbula estaba cubierta por un incipiente barba, enmarcando unos finos labios. Su mirada era seria, y le contemplaba con un aplomo que paralizaba. Emanaba una firmeza y un poder que te hacía agachar la cabeza por acto reflejo.

Eso es, precisamente, lo que hizo Draco; agachó la cabeza.

—Pensaba que te había dicho que te alejases de mis pertenencias.

—Es que... el chico...

—Y me da igual lo que te haya robado, porque todo lo que está dentro de este barco, me pertenece.

—Ya lo has oído —finalizó el pelirrojo.

Hubo unos segundos de silencio, y luego escuchó al hombre detrás de él posicionarse al lado del capitán.

—Gracias por la ayuda —susurró, con el pulso tambaleante y la voz estrangulada— Yo...

—Descúbrete el rostro.

Cerró los ojos, tragando saliva con dificultad.

Estaba seguro, que si había alguien que no temía a una leyenda, ese era un pirata. Sabía que en cuanto se mostrase, llegarían a la misma conclusión que el tal Pettigrew.

—¿Eres sordo?

Levantó la mirada, y con una respiración honda, se enderezó. Su padre le había enseñado a mantener la barbilla en alto, e iba a honrarle incluso ahora, que sabía que estaba apunto de firmar una sentencia de muerte.

Echó hacia atrás su capucha negra, y automáticamente su flequillo albino cayó sobre su frente. No tenía el cabello especialmente largo, pero el color podía reconocerse a la perfección, al igual que sus ojos grises o su tez pálida.

—Es un áureo —farfullaron a su lado. Cuando volvió la cabeza, se encontró a un chico rubio, con los ojos marrones observándole con afán—. Hay que sacrificarle.

—Smith —pronunció un chico subido en la toldilla*—, si vas a abrir la boca, que sea para decir algo inteligente. Todos saben que esa absurda leyenda no existe.

—¡Claro que existe! Hay que degollarlo.

—No. la historia dice que debemos tirarlo al mar.

—Que eso solo es un cuento para niños y para borrachos.

—Se le tiene que dejar desangrarle primero.

—¿Os estáis escuchando?

Draco escuchó discutir todas las voces a su alrededor. Habría una docena de piratas, debatiendo en su matarle o no, mientras un nudo se formaba en su garganta.

Miró a Potter, quien todavía no había dicho nada al respecto. Éste le observaba reflexivo, con el rostro neutro y el cuerpo relajado. Un golpe de aire azotó su rostro, haciendo que su cabello se revolviese más.

Algo, dentro de él, se agitó. No supo si fue por esa mirada esmeralda, o por la inevitable muerte que le esperaba.

—¿Qué hacemos con él? —cuestionó el pelirrojo.

—Levad las anclas —ordenó el capitán, desinteresadamente.

—¿Qué?

Despegó sus ojos de él por primera vez, solo para clavarlos en el hombre a su lado.

—Que levéis las anclas. Tenemos que irnos, y no voy a esperar más.

El pelirrojo dudo, pero luego bramó una orden.

—¡Ya habéis oído! —gritó. Todos los tripulantes se movieron urgentemente—. ¿Y con él, qué vamos a hacer?

Potter volvió a mirar, esta vez con algo en los ojos que no reconoció.

—Enciérralo en la bodega. Y como me entere de que alguien le ha puesto un dedo encima, lo colgaré del mástil hasta que se le caiga la piel.

—¡Sí, capitán! —chillaron todos a la vez escuchándole a la perfección, a pesar de que el moreno no había elevado el tono tranquilo de voz.

Draco se dejó llevar, con la única certeza de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

Lo que no sabía era si para bien, o para mal.


*mascarón: figura decorativa tallada en madera que decoraba buques en la parte de la proa.

*fajín: trozo de tela alrededor de la cintura o cruzada sobre el pecho

*toldilla: parte más alta de la popa de un buque.