A través de los años es una recopilación de tres viñetas Aldebaran&Mu que escribí en 2010 y tenía abandonadas desde aquel entonces; para completar la historia he añadido dos viñetas más, la primera y la última, una a modo de prólogo y otra de epílogo.

Advertencias: Amor no correspondido.

Una que otra incongruencia con la cronología de Saint Seiya.


A través de los años

Eso, lo que te hace ser como eres.

–Vamos, vamos… no es tan grave…

Aldebarán, quien a sus catorce años tenía ya la altura de un hombre adulto, colocó una de sus enormes manos sobre el hombro pequeño y frágil del niño. Llevaba un par de minutos tratando de consolarle y, para ser sincero, al muchacho se le estaban acabando las opciones.

¿Cuán grave podía ser el romper un cántaro de agua? Cierto que costaba dos o tres monedas, que sería un gasto extra, pero eso no parecía ser lo que inquietaba al menor.

–Iremos por otro –le recordó, revolviendo el cabello ajeno.

–P-pero… –el niño sorbió por la nariz, quitándose las manos del rostro para mirar al mayor–, pero ese… ese era el favorito de mamá…

–Oh –y ese sí que podía ser un problema.

Ante la respuesta, al pequeño volvió a llorar ahora con más sentimiento que antes.

–Ya sé lo que haremos...

Hincándose, Aldebarán limpió las lágrimas con los pulgares y sonrió con la intención de hacerle sentir mejor al darle algo de confianza; miró hacia el suelo y agradeció que el cántaro sólo se hubiera quebrado en tres piezas grandes aunque eso no significaba que tendrían menos problemas.

–Vamos a tomar los pedazos –le explicó–, y te presentaré a un amigo.

–¿Lo arreglará?

Los ojos llorosos del castaño se abrieron y amenazaron con mirar a Aldebarán, su nuevo héroe, lleno de ilusión y esperanza.

–Quizás pueda ayudarnos.

Aldebarán no podía prometerlo, pero tenía cierta confianza.

El pueblo a los pies del Santuario constaba de cuatro hileras de casas construidas rumbo al norte y otras cuatro hileras hacia el sur, justo a la mitad la plazoleta resultaba un espacio abierto en donde el mercado se levantaba y los vendedores se reunían; la fuente en donde Aldebarán y el chico habían tenido el incidente del jarrón estaba a tan sólo unos pasos de éste, y por ello tuvieron que atravesar el mercado para dirigirse en la dirección correcta.

Cuando pasaron la última casa y tras caminar un rato, alejándose lo suficiente para llegar a los riscos, Aldebarán elevó la mirada como si buscara algo en ese lugar.

–¿Aquí? –el niño hizo un puchero, sintiéndose angustiado–. Pero sí no hay nada…

–Dale un momento.

No muy convencido pero sin más palabras de por medio, elevó la mirada tratando de fijarse en lo que el mayor pretendía ver; para el pequeño castaño sólo habían piedras, piedras y más piedras y si miraba más arriba -hacia donde la vista ya no alcanzaba- estaban esas nubes tersas y un cielo tan azul como el mar.

El chico estuvo cerca de caerse hacia atrás, tratando de mirar hasta la punta de la montaña, cuando escuchó la voz que -al ser sorpresiva- le hizo respingar y esconderse tras el mayor.

–Aldebarán…

–¡Eh! –el aludido no estuvo lejos de dar un respingo, nunca se acostumbraría a esa habilidad de su compañero para desaparecer y aparecer a voluntad–. Mu, buen día.

Aldebarán estaba seguro de que si Mu tuviera algo más que dos puntitos por cejas, éstas se encontrarían algo fruncidas quizás porque él se había invitado sin permiso, le estaba interrumpiendo y además, llevaba un invitado.

Pero cuando los ojos del lemuriano se posaron en el chico, Aldebarán recordó lo que hacían ahí.

–Mu –palmeó el hombro del pequeño, haciendo que éste diera un paso al frente–, él es Argos…

Tal vez si el cántaro no fuera tan valioso para Argos, el niño hubiera echado a correr desde el primer momento en que Mu había aparecido de la nada; se notaba que el chico deseaba preguntar muchas cosas y no atinaba a elegir alguna para comenzar.

–¡Oh!, y nos gustaría pedirte un favor.

Aldebarán ayudó a Argos, aprovechando esa oportunidad para dejar de lado los temas de los que Mu -obviamente- no le explicaría; fue así que el menor de los tres desenvolvió la tela en la que llevaba el cántaro, mostrando el contenido resquebrajado.

–Aldebarán dijo que podías arreglarlo –Argos soltó la petición pero en forma de afirmación.

–¿Eso dijo?

Argos afirmó y, detrás de éste, Aldebarán negó.

–Quizás podrías…

La aclaración de Aldebarán se quedó en el aire cuando Mu se hincó para revisar las piezas del cántaro; Argos se había sentado y Aldebarán aprovechó el momento para observar a su compañero.

Mu y él tenían la misma edad pero físicamente eran completamente diferentes, el pelilila tenía la piel muy blanca, esos preciosos ojos esmeraldas -expresivos a comparación del resto de su rostro- y un porte menudo para lo que se esperaría de un futuro Santo de Athena. Aunque tal vez, todo era cosa de perspectiva ya que Aldebarán poseía ese cuerpo adulto, fuerte como un roble y un humor más bien bonachón a diferencia del aire reservado de Mu.

Agachándose, Aldebarán se sumó a la charla que Mu sostenía con Argos.

–¿Y cómo fue que se rompió? –preguntó, el cabello al ras del cuello le rozaba las mejillas cada que éste se inclinaba para tomar una de las piezas.

–Hm, es que…

Con cierta desconfianza, quizás temiendo un regaño y el no recibir ayuda, Argos buscó apoyo en Aldebarán mas éste sólo movió la cabeza, animándole a hablar.

–Estaba corriendo y se me resbaló –aceptó con voz culpable.

–Con qué eso ocurrió…

Mu tomó otra pieza, reparando en los bordes lizos y quizás distrayéndose, por un momento, en el buen artesano que había elaborado el cántaro.

–¿Lo repararás?

–No –la respuesta fue tajante aunque la voz tenía un tono plano.

–¿¡No!?

Argos se mordió los labios y Aldebarán auguró, con tan sólo verle, que tendría que lidiar con un mar de lágrimas de regreso al pueblo y con el hecho de haberle dado una falsa esperanza que no llegó a nada.

–No –repitió Mu, dejando las piezas sobre la tela y levantándose–. Pero sí puedo enseñarte como hacerlo. No quedará como nuevo, pero tu madre lo podrá conservar.

Y lo que parecía ser un llanto a punto de estallar, se convirtió en una ancha sonrisa mientras Argos sorbía por la nariz y afirmaba animado.

–Buscaré las cosas.

Aldebarán sonrió como un mohín de agradecimiento, e incluso reparó en el gesto prudente que Mu estaba teniendo para perderse de vista antes de desaparecer.

La reparación del cántaro se demoró alrededor de media hora y no precisamente porque fuera algo complicado sino porque Mu, en lugar de hacerlo, había permitido que el chiquillo de seis años maniobrara con el pegamento a base de resina y las frágiles piezas. Al final, si no fuera por uno que otro manchón sobre la pintura del decorado exterior, Aldebarán hubiera jurado que era nuevo o casi nuevo.

–Recuerda que no pueden usarlo para traer agua.

Mu volvió a explicarlo, aunque lo había mencionado al aclarar que las piezas pegarían pero que no debía humedecerse una y otra vez.

–Le diré a mamá –con más entusiasmo que antes, Argos se levantó con el cántaro en brazos–. ¡Mira Alde! ¡Mamá estará feliz!

–Ya lo creo –Aldebarán se inclinó para mirarle a los ojos–, te has esforzado mucho.

–¡Sí!, tengo que mostrárselo.

Argos volvió la mirada hacia Mu, parecía ansioso por marcharse e indeciso de hablar.

–¡Gracias Mu!

Antes de que el pelilila pudiera responder, Argos echó a correr de regreso al pueblo.

–¡Ey!¡Argos! –Aldebarán alzó la voz–. ¡No corras con el cántaro!

–¡Cierto!

El chico se detuvo, batió la mano en dirección a ellos y siguió con su camino a paso más lento; cuando Aldebarán volvió la mirada hacia Mu, creyó ver el fugaz atisbo de una sonrisa que desapareció casi al mismo tiempo en el que éste se dio cuenta de que estaba siendo observado.

Mu siempre era así, tan reservado.

–Tal y como se esperaría del alumno del patriarca –Aldebarán se sentó a su lado–. Tienes una forma muy seria, respetuosa de las reglas, de ser amable…

–¿Te parece? –Mu lo preguntó con sinceridad–. ¿Y quién dice que fui amable? –replicó, también sintiéndose algo invadido por la breve y quizás atinada observación.

–Lo fuiste.

–Para nada…

El silencio de Mu se prolongó por un momento, después de todo no había resuelto el problema del chico ni reparado el jarrón de forma perfecta; al oír la historia de Argos, ninguna de esos dos detalles habían sido su intención.

–Sólo le hice enfrentarse a su responsabilidad –Mu se justificó con lo que parecía lógico para él.

–Pero aún así lo ayudaste…

Aldebarán sonrió cruzándose de brazos y, al verlo, Mu tuvo que aceptar que no tenía caso seguir hablando de algo que el otro ya parecía haber concluido; a final de cuentas la intención de Aldebarán no había sido mala, y nadie estaba saliendo perjudicado con todo aquello.

¿Tendría algo de malo el ser un tanto amable?, su maestro era justo pero Mu sabía que la justicia no siempre -o mejor dicho, no necesariamente- implicaba amabilidad.

–¿Por qué nunca bajas?

Aldebarán distrajo al otro de sus pensamientos.

–¿Al pueblo? –aclaró el mayor, desde donde estaban se veía el mercado dando la ilusión de que ese punto era el corazón del lugar–. En todos estos años nunca te he visto ir.

A su entender no había una razón para ello, a menos claro que el Patriarca mismo se lo hubiera prohibido; cosa que Aldebarán dudaba, porque incluso Aiolos acostumbraba supervisar algunas salidas y todos sabían de la confianza que el Patriarca le tenía a éste.

–Me gusta estar aquí –Mu se explicó sin dar detalles–, puedo verlo todo…

Arqueando una ceja, Aldebarán tuvo al instante miles de argumentos para aplastar esa cortés pero tajante evasión; así que fue prudente y eligió, con pinzas, lo que diría.

–Y… –asentó la mano en el suelo, inclinándose un poco hacia atrás como quien planea decir algo casual–, ¿no te sientes sólo?

Observar, iba de la mano con no involucrarse.

Así que Mu nunca se involucraba con las personas, no tenía precisamente amigos y los compañeros eran solamente eso: gente con la que entrenaba; el lemuriano parecía estar bien con eso…, como si la amistad fuera algo que se le resbalara y pasara de largo o, como si los sentimientos fueran otra cosa más de las muchas que éste entendía pero que no añoraba ni necesitaba vivir.

A los ojos de Aldebarán, Mu era un chico muy peculiar.

–¡Está bien!

Por la sonora palmada que Aldebarán había dado, Mu se inclinó hacia un costado -alejándose- para observarle con cierta confusión. .

–Está bien –Aldebarán repitió sus palabras pero ahora mirándole–. Te haré compañía.

–¿Compañía?...

Mu enderezó la espalda, como si algo invisible le hubiera golpeado.

–Lo haré –el mayor afirmó, por si éste no le creía.

–No es necesario.

–Puede que no –aclaró–, pero quiero hacerlo… quiero estar aquí…

Tras haber dicho eso, el silencio fue tal que Aldebarán se preocupó imaginando que Mu se había marchado; había esperado algo más de seca terquedad o algún desplante como el verle desaparecer y no encontrarle por días -sino es que semanas- pero cuando abrió la orbe derecha, pues había mantenido los ojos cerrados como si eso le volviera inmune a las reacciones ajenas, encontró a Mu aún a su lado pero esbozando una pequeña sonrisa que parecía contener un mudo y bochornoso agradecimiento que no llegaría a convertirse en palabras.

Con el pecho cálido y el sentimiento apretado contra el corazón, Aldebarán soltó una risa alegre que no era otra cosa que nerviosismo contenido.

Venía a descubrir hasta ahora, que Mu le gustaba.

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